La pregunta filosófica en la era del escepticismo. Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

Que el mundo fue y será una porquería… ya lo sé…
-Enrique S. Discépolo

Recelo, incredulidad o falta de confianza en la verdad
o eficacia de una cosa. Doctrina filosófica que
considera  que no hay ningún saber firme, ni puede
encontrarse ninguna opinión segura.
-Diccionario filosófico

El escepticismo, tema de esta nota, habla de la pérdida de la esperanza en un mundo mejor. Puede sorprender que esos versos de Discépolo fueran escritos en 1934. Sin embargo, esa década fue el escenario de una de las mayores crisis del sistema capitalista, que la guerra 1939-45 ocultó con su barbarie. Los años que siguen a la paz dan lugar a un optimismo que duró treinta años. Se los denominó “los treinta años dorados”. Esos treinta años son una prueba irrefutable de que la esperanza o el escepticismo son estados de ánimo de la conciencia colectiva. Dicho con otras palabras: nos permite preguntarnos respecto de por qué se han producido estas dolorosas fluctuaciones del ánimo colectivo.

Esa pregunta le quita a este tema la idea de fatalidad, de cosas inevitables, que aparece en tiempos en que se percibe que “todo anda mal” como si se tratara de fenómenos meteorológicos, totalmente ajenos y distantes de la voluntad humana. En notas anteriores dije lo mismo respecto del concepto globalización. Des-naturalizar estos sucesos, es decir permitirse preguntar por las razones de su existencia, abre un camino muy fructífero para comprender con mayor profundidad los conflictos sociales. Veamos una definición que nos ofrece la página www.sociologianecesaria.blogspot.com:

El concepto de naturalización es uno de los más importantes en ciencias sociales. Mediante su uso se lleva a las personas a considerar sus acciones y sus creencias como naturales, ligadas a su propia naturaleza. La naturalización puede considerarse como un discurso dominante en la mayoría de las formas de sociedad actuales. Al atribuir los hechos sociales a causas naturales, los individuos y los grupos sociales pierden toda posibilidad de investigar las verdaderas causas, las reglas sociales, los juegos de poder, que guían los comportamientos en sociedad. Desnaturalizar es, precisamente, la operación contraria.

Por lo tanto, asumir la historicidad de lo social, de lo político, de lo cultural, equivale a decir des-naturalizar. Es comprender que somos todos nosotros, en diversas medidas, los causantes de los conflictos y de la posibilidad de resolverlos. A partir de allí, estamos habilitados a preguntar y preguntarnos sobre los porqués. Es un modo liberador que nos despeja el camino para investigar sus causas y por sus posibles soluciones. Dicho de otro modo, a reflexionar políticamente, en el sentido que debe tener el concepto política como ciencia de lo social, como sabía Aristóteles (384-329 a. C), hace más de veinticinco siglos. Es también una posibilidad de salir al cruce a los intentos de desprestigio de la política, al recuperar su función de análisis profundo para la solución, compartida comunitariamente, de los conflictos.

Esta reflexión introductoria quiero ofrecerla como un modo de liberar nuestras mentes de una cantidad muy importante de pre-juicios (con el guión que aclara su función de juicios previos a una investigación seria). Mi preocupación reside en la facilidad con la que los vaivenes sociales arrastran la conciencia colectiva, en uno u otro sentido. Preguntarnos, entonces: ¿se puede reflexionar por encima de esas supuestas tormentas socio-políticas? ¿se puede navegar en el mar de lo social entre los vaivenes de los estados de ánimos imperantes? ¿es posible adoptar una actitud serena para meditar sobre caminos posibles a construir en el mediano y largo plazo? ¿Qué modos del pensar pueden ofrecer esas posibilidades? Veamos.

El tema del pensar o del filosofar, comenzado en una nota anterior [“Ya nadie comprende si hay que ir al colegio… o habrá que cerrarlos para mejorar…”], se entiende como conceptos diferentes, y en alguna medida lo son. Aunque deberían ser colocados en una escala que vaya de lo más sencillo a lo más complejo. Por otra parte, no debemos dejarnos arrastrar por el sencillo  sentido común que parte de la idea simplificada de que el hombre es un animal racional, según la tradición latina. El disponer de la razón no nos convierte, naturalmente, en seres pensantes. Esto también tiene cierto grado de verdad. Pero es necesario matizarla. La capacidad de razonar no garantiza el hacerlo bien. Sobre todo en tiempos de una gran manipulación de la opinión pública.

Por lo tanto, todo ello nos impone un esfuerzo para profundizar el contenido de cada uno de estos conceptos, para quedar habilitados a discernir con claridad qué es lo que estamos buscando. Aristóteles definió al hombre como un animal político. La diferencia con los latinos es muy importante. Los pensadores latinos rescatan la razón como lo determinante, para ser personas. Aristóteles da mayor importancia a la pertenencia a una organización humana, la polis, la comunidad política ateniense y a la presencia del “otro”, como fuente originaria de la palabra y de la capacidad del pensar. La antropología actual se inclina por la definición del griego.

Entonces, debemos poner como punto de partida de nuestra investigación, que el pensar se ha desarrollado originariamente en una comunidad política, la polis, y se ejercita en el diálogo con los otros conciudadanos. Ese diálogo va a encontrar momentos de disensos o de desacuerdos, que lleva a la contraposición de argumentos. Esto se irá resolviendo mediante la argumentación, bien fundamentada, la polémica, no exenta de concesiones de unos a otros.​

(Una aclaración necesaria: no debe entenderse esto como que antes de la polis griega no se pensaba. Mi intención es poder fijar un punto de partida al pensamiento filosófico, que debe ser metódico, sistemático, bien fundamentado. En otras palabras: pensamiento reflexivo).

Amigo lector, le pido perdón por algún exceso de academicismo, pero me parece importante para darle a la palabra, elemento fundamental del pensamiento, el peso decisivo que tiene. Es necesario perfeccionar el instrumento para el logro de lo que buscamos. Eso es, y debe ser, la palabra para ser el mejor instrumento para la claridad de lo que pensamos y para la transparencia de la comunicación. Teniendo como condición inexcusable la búsqueda de la verdad. Con la advertencia de que no se debe ignorar a los enemigos de la palabra, siempre presentes en el espacio público: los manoseadores de la información en los medios. Esos que “se revuelcan en un mismo lodo, todos manoseados”, según decía Discépolo.

El valor de la palabra, como portadora de la verdad, deberá ser tratado con un respeto cuasi religioso, dado que depende de ese valor la calidad y profundidad de nuestro pensar. Valorándola para mejorar nuestros diálogos y nuestros consensos.

Traigo ahora, de aquel pasado de filósofos, un relato para reflexionar. Delfos, ciudad donde estaba ubicado el Templo del Dios Apolo, fue el lugar donde se originó, según la tradición, el diálogo entre los hombres y Dios. Hacia allí se dirigían quienes tenían preguntas sin resolver para que el Oráculo respondiera. La consulta a oráculos era muy frecuente en las antiguas civilizaciones griega y romana:

“Debemos dejar asentado que el acto de preguntar, es único y específico del ser humano; se podría definir como lo fundamental de lo humano en tanto tal. Expresa la curiosidad por conocer, por trascender más allá de la experiencia inmediata de las cosas. La pregunta nace de la capacidad de descubrir, de asombrarse, y por ello la pregunta implica el reconocimiento de una carencia. El preguntar está íntimamente relacionado con la curiosidad y esta nos anuncia nuestras ignorancias.

Aristóteles coloca la siguiente afirmación: «La filosofía comienza por el asombro» en las primeras páginas de su libro Metafísica  (del griego meta = lo que está más allá; phisika = el orden natural; “se traduce como lo que está más allá de la naturaleza”). Aparece como el primer paso que da el pensar motivado por el asombro. Esa frase ha logrado una aceptación universal. Veamos, entonces ¿qué es el asombro? Significa, de acuerdo a su  etimología, sacar a alguien de las sombras, alguien que está en la oscuridad, para llevarlo hacia la claridad, hacia la luz que simboliza la verdad.

«El asombro es un estado o sentimiento que normalmente afecta a las personas cuando se descubre o se manifiesta algo totalmente fuera de lo habitual, algo inesperado que no encuentra una explicación inmediata».

Por ello sin asombro, sin aquello que nos sorprenda, que nos inquiete, que nos deslumbre, que nos produzca una duda, una confusión o admiración. Por fuera de esas condiciones, se presenta el riesgo de la ausencia de preguntas. Esto puede suceder por dos razones: una, porque todo se nos presenta bajo un manto de lo ya conocido o, lo ya sabido. Podría decirse, como metáfora, que todo se vuelve de un color gris homogéneo; y dos, cuando en nuestra conciencia se ha apagado la curiosidad. Entonces, dice Discépolo: “Todo es igual… nada es mejor…”

Por el contrario, cuando algo sobresale de lo cotidiano y tenemos la capacidad de detectarlo como lo no habitual, algo que se destaca dentro de ese paisaje de lo habitual, aquello que, aunque lo hayamos visto antes no habíamos reparado totalmente en él. Es lo que se ve, pero no se lo ha mirado con atención. Allí se nos presenta la necesidad de preguntar: ¿qué es eso? Se impone, entonces, ir en la búsqueda de una respuesta, de una explicación, por la necesidad exclusivamente humana de saber y comprender.

Sin asombro pareciera, entonces, que no se pudiera llegar a parte alguna en el camino de saber más. Debemos reparar en que estamos frente a otra forma del dominio: el de la ignorancia ignorada; aquella que no sabe que no se sabe. Característica típica del necio: “Persona que insiste en los propios errores o se aferra a ideas o posturas equivocadas, demostrando con ello poca inteligencia”, dice la Academia.

Sin la pregunta que busca una respuesta que satisfaga a la mirada inquisitiva, se estará a expensas de lo que otros nos cuenten. Será el asombro de aquellos otros que hallaron una respuesta para ellos. Por tal razón, por nuestra falta de curiosidad, nos quedamos sin construir, por nosotros mismos, una verdad propia. Es decir: nuestra perspectiva dentro del mundo compartido. Esta verdad que iremos corroborando en la medida en que la confrontemos con otras verdades de los otros que la ponen a prueba. El filosofar obliga a confrontar nuestras verdades con las verdades de los demás.

Seremos, entonces, portadores de una preparación de filósofos de la vida. Seremos parte integrante del grupo de los que se asombran fácil, es eso lo que nos habilita a no eludir el ser protagonistas de nuestro mundo. Es el modo de dejar nuestra propia huella en la historia. De todo ello podemos concluir que el preguntar es el instrumento de la construcción de un conocimiento. En esta tarea hemos sido parte pasiva, inconscientemente. El sistema educativo ha sido un cómplice de ello. Debemos convertir esa actitud en actividad consciente, condición necesaria para ser un ciudadano participante.

Digresión: Lo invito, amigo lector, a prestar atención sobre algo que brilla por su ausencia, con una opacidad que nos obliga al esfuerzo de intentar descubrirlo. Lo diré de este modo: ha desaparecido el asombro de los lugares que debería frecuentar. Su ausencia es evidente en los niños y jóvenes, atrapados por las maravillas tecnológicas, aunque también en muchos adultos. Hay una palabra coloquial que la denuncia nuestra poca predisposición a pensar: cuando en una conversación alguien informa o afirma algo recibe, tendemos a recibirlo, por regla general con la respuesta: ¡Obvio!

El Diccionario de la Academia dice: “Obvio es lo que se encuentra o pone delante de los ojos; que es muy claro o que no tiene dificultad”. Lo obvio, según la respuesta habitual, es lo ya sabido, lo que no requiere revisión alguna. Expresa la actitud “ya lo sé”. Es, me parece a mí, un modo de esconder la ignorancia, la peor de ellas, la que no quiere dejar de serlo, que es exhibida también con un “¡¿qué me importa?!” Es la evidencia de la incapacidad de detenerse a pensar qué nuevos matices agrega el interlocutor que puede enriquecer el diálogo. Extirpemos el “¡Obvio!”, el “Ya lo sé” y el “me interesa muy poco…”

Hay una muy interesante anécdota que deseo incluir acá porque encierra una importante enseñanza: es la que cuenta el Doctor en Física, Arno Penzias, Premio Nobel de Física (1978):

«¿Cuál fue tu mejor pregunta hoy? Con este saludo recibía Jennie Teig Rabi a su hijo Isaac, cuando este regresaba de la escuela. El pequeño Isaac Isador Rabi creció y llegó a ser uno de los más distinguidos físicos del siglo veinte. Por ello también recibió el Premio Nobel en física (1944)».

Éste investigador daba un ejemplo del funcionamiento del asombro:

«Siempre vi que el sol salía por el este y se ponía por el oeste, pero hoy ese hecho me produce admiración y me pregunto: ¿por qué el sol sale por el este y se pone por el oeste? Como dice Aristóteles, éste es un saber sin gran utilidad, porque independientemente de lo que yo concluya, el sol seguirá haciendo lo que venía haciendo. Es un saber por el puro gusto de saber».

Es, como ya quedó dicho, un comienzo del filosofar. Es un pensar más exigente que demanda por algo que puede no estar a la vista, pero que forma parte fundamental de esa existencia, razón por la cual es necesario volver a preguntar. Es el comienzo del filosofar.

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