Por Juan Manuel de Prada
Hace unos días, Francisco felicitaba en una carta al pueblo mexicano, en el segundo centenario de su independencia, pidiendo perdón «por los pecados personales y sociales, que no contribuyeron a la evangelización». De inmediato, la derechita cañí española saltó como un resorte, entendiendo que Francisco estaba atacando el legado español, incurriendo en esa «postura unilateral y falsa» que denunciaba Pemán, consistente en querer blanquear a los conquistadores, aun cuando se mostraban crueles o ambiciosos, olvidando que también eran españoles los reyes que dictaron leyes contra la crueldad y la ambición y los frailes gruñones que denunciaban la violación de tales leyes. Esta postura de la derechita cañí sólo beneficia a los propagadores de la Leyenda Negra, que así pueden apropiarse de esos frailes gruñones, como si hubiesen sido rebeldes alzados contra una injusticia institucionalizada.
Pero la carta de Francisco contenía, sin embargo, errores lastimosos que la derechita cañí ni siquiera ha olido. El primero de todos ellos, desde luego, la grotesca ocurrencia de felicitar a los mexicanos en el aniversario de su independencia, que es como si al sifilítico se le felicitase en el aniversario del día que contrajo la sífilis. Y a continuación contiene una errónea concepción sobre el perdón que, sin embargo, no es propia de Francisco, sino heredada de sus predecesores. Los pecados individuales y sociales cometidos hace quinientos años por gentes crueles o ambiciosas son, a la postre, consecuencia inevitable de la falible naturaleza humana, herida por el pecado original; y pedir perdón por esos pecados antiquísimos sólo sirve para consagrar una nefasta visión roussoniana y progresista de la naturaleza humana, que insinúa que aquellos hombres cometían esos pecados porque la civilización en la que estaban inmersos los abocaba a ello. Esta perdonitis no sirve para sanar heridas, sino tan sólo para excitar el victimismo de los bellacos.
A Francisco sólo le correspondería pedir perdón por los pecados que la Iglesia hubiese podido cometer institucionalmente, mediante leyes eclesiásticas que contraviniesen la ley divina y moral. Sería muy justo y pertinente, por ejemplo, que la reina de Inglaterra pidiera perdón por los crímenes institucionalizados que se realizaron en las colonias sojuzgadas por sus antepasados, donde los indígenas tenían vedado el acceso a la enseñanza, o donde no estaban permitidos los matrimonios mixtos, porque sus leyes criminales así lo establecían. Pero, institucionalmente, ¿qué hizo la Iglesia en Nueva España? Pues lo que hizo fue defender que los indígenas eran hijos de Dios, que la Redención de Cristo los incluía en su abrazo y que había un Papa que había delegado en el rey español la misión de llevarles una Buena Nueva que contenía en su meollo la vertiginosa idea de la unidad universal de todos los hombres, bajo una paternidad común. Algo de lo que la Iglesia no debe pedir perdón, puesto que fue la encomienda divina que recibió.