¿Qué es la “opinión pública” según los investigadores?

El concepto “opinión pública” preocupó a los estudiosos de la Academia estadounidense desde comienzos del siglo pasado. [Este tema fue publicado en http://ricardovicentelopez.com.ar/wp-content/uploads/2015/03/El-control-de-la-opini%C3%B3n-p%C3%BAblica.pdf, con un tratamiento más detallado]. Una característica común en aquellos autores es el poco pudor con el cual se dice lo que hoy se oculta.

 El Profesor del MIT, Noam Chomsky analizó este tema en un libro suyo: El control de los medios de difusión. Los espectaculares logros de la propaganda, Editorial Crítica (2000) donde comenta el concepto “opinión pública” que defendía Walter  Lippmann, escritor y periodista estadounidense (Universidad de Harvard), una de las figuras sobresalientes del periodismo norteamericano galardonado con el prestigioso Premio Pulitzer:

«Afirmó la idea de una democracia progresiva, que ofrece un funcionamiento adecuado dado que hay distintas clases de ciudadanos, la más importante: los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan… no es solo una buena idea sino también necesaria, debido a que los intereses comunes no son comprendidos por la opinión pública. Solo una clase especializada de hombres responsables, lo bastante inteligentes, puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan».

Su propuesta la denominó “una revolución en el arte de la democracia” consistía en «las técnicas de propaganda que podían utilizarse para fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas, la aceptación de algo inicialmente no deseado».

No parece quedar dudas respecto de este tema. Avancemos.

En una conferencia del año 1972 en Francia, publicada en Les temps modernes, el prestigioso sociólogo Pierre Bourdieu avanzó sobre el tema afirmando en su título La opinión pública no existe. Leamos algunas de sus palabras:

“Quisiera señalar, en primer lugar, que mi propósito es proceder a un análisis riguroso de su funcionamiento y sus funciones. Lo que implica que se cuestionen los tres postulados que implícitamente suponen. Toda encuesta de opinión supone que todo el mundo puede tener una opinión; o, en otras palabras, que la producción de una opinión está al alcance de todos. Aun a riesgo de contrariar un sentimiento ingenuamente democrático, pondré en duda este primer postulado. Segundo postulado: se supone que todas las opiniones tienen el mismo peso. Pienso que se puede demostrar que no hay nada de esto y que el hecho de acumular opiniones que no tienen en absoluto la misma fuerza real lleva a producir artefactos desprovistos de sentido. Tercer postulado implícito: en el simple hecho de plantearle la misma pregunta a todo el mundo se halla implicada la hipótesis de que hay un consenso sobre los problemas, entre otras palabras, que hay un acuerdo sobre las preguntas que vale la pena plantear”.

Sirvan estos párrafos como introducción a la nota que publicó en Página 12 Fernando D´Addario *, cuyo contenido corre el riesgo de sufrir el rechazo de una parte importante del público que acepta la información de los grandes medios con bastante ingenuidad. No es fácil remar contra la corriente, pero es necesario y, a veces como hoy, se hace imprescindible. El peso de la palabra académica es necesario para abrir un espacio de reflexión sobre el tema propuesto.

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El poder y la gente

Hay gente a la que le hicieron creer que es “La gente”. No es “toda la gente”, ni mucho menos, claro, pero andan por la vida, intervienen en las reuniones familiares y en la cola del supermercado como si estuviesen investidos de un aura de legitimidad institucional. Son los voceros de los Medios en el llano. Ellos, es decir “La gente”, no tienen ni mucho ni poco, les va más o menos bien o más o menos mal, pero esa medianía les confiere, al parecer, cierta garantía de ecuanimidad. Nadie les paga para hablar y viven de su trabajo. Hacen gala de un presunto equilibrio aséptico, no contaminado por la voracidad de ricos (que solo compiten entre sí) y pobres (que le chupan la sangre al Estado y, por añadidura, a “La gente”).

Esa gente, “La gente”, cree estar en un lugar equidistante entre los poderosos y los débiles. Hasta pretende ser “imparcial”. Lo justo es lo justo. Pero jamás se siente amenazada por los poderosos y siempre está esperando que el Estado la proteja de los débiles. Si se hace un repaso por sus obsesiones verbalizadas, se desprende que no le interesa lo que el Estado haga con los poderosos. Los considera una suerte de abstracción naturalizada. No los ve. Ni los sojeros ni los banqueros ni los empresarios afectan su vida. Ni siquiera si son funcionarios. Todos ellos hacen su negocio y punto. Como si vivieran en otro mundo, sometidos a leyes y reglas inocuas para quienes no tienen ni mucho ni poco. Como necesaria contrapartida, esa gente, La gente, les atribuye a los débiles, a los perejiles, a los lúmpenes, un poder extraordinario: todos ellos son, o podrían haber sido, o podrían llegar a ser, una amenaza para su tranquilidad cotidiana.

En el esquema mental de “La gente”, los que hacen peligrar su estabilidad no son los que fijan las tasas de interés de las lebacs sino los que rompen baldosas y pintan las fachadas de los edificios históricos, los capangas de la Salada, los ñoquis del Congreso. Si escucha a alguien decir que a partir de un decreto presidencial miles de millones de pesos que pertenecen al fondo de sustentabilidad de la Anses quedarán expuestos a los avatares del mercado, le entra por un oído y le sale por el otro. No ingresa a su órbita de paranoias domésticas. Pero si se entera de que el referente de un movimiento social cobra un subsidio de diez mil pesos por mes, estalla. Esa plata se la están robando a ella, en la cara y a la vista de todos, porque diez mil pesos es una cifra que sabe calibrar: coincide con lo que le aumentó la luz, el gas, la prepaga, los peajes. Son “La gente”, se presentan como un colectivo, pero se sienten robados individualmente.

Para la escala que maneja “La gente”, Luis D’Elía es más poderoso que Luis Caputo. Y tres bañeros mal pagados le disputan el poder de igual a igual a la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, que finalmente prevalece, gracias a Dios, por su “valentía”. En el fondo, el gran déficit de “La gente” es la imposibilidad de calcular las dimensiones reales de las cosas.

Ante cada derecho colectivo que se pierde, esos que fueron canonizados como “La gente” pero no son toda la gente, ni mucho menos, quedan más lejos de los verdaderos poderosos. Pero no se dan cuenta. Están satisfechos, eso sí, porque creen que los palos y los gases del Estado los protegerán y los alejarán de los verdaderos débiles. Paradoja: ellos, “La gente”, los que no tienen ni mucho ni poco, en realidad tienen cada vez menos, en la práctica ya no están protegidos por el Estado y, aunque no lo sepan, están empezando a caer peligrosamente cerca de esa “otra gente” a la que siempre temieron. Pero recién descubrirán la pesadilla cuando se despierten.

* Fernando D´Addario,  periodista y escritor

Fuente: www.pagina12.com.ar – (16-1-2018)

 

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