Por Ricardo Vicente López
Tal vez el título, amigo lector, pueda confundirlo o incomodarlo. Pero es necesario que podamos desnudar, descifrar, decodificar, la versión de la historia que nos han contado. Veamos. El relato de la vida colectiva es una narración hecha por personas diferentes: investigadores, animadores, que participan en el relato de la historia colectiva. Esa historia no siempre plasma el sentido colectivo, sino que, las más de las veces, responde, consciente o no, a los intereses de la clase dominante. Esta se impone mediante múltiples mecanismos, muchos de ellos fuera del alcance de la comprensión de las mayorías.
La palabra “enajenación” significa, en el lenguaje cotidiano, “entregar a otro el dominio de una cosa”. En filosofía, se habla del problema de la enajenación, que tiene su relación con el significado de la vida cotidiana. Comúnmente se refiere a un sentimiento de separación, de estar solo y lejos de otros; o como una pérdida de control de la propia vida e incluso como la sensación de distanciamiento de sí mismo o de la sociedad.
La enajenación, en términos marxistas, se refiere a la separación, o la pérdida, del trabajador de los productos de su propio trabajo. Marx expresó esta idea a partir del hecho de que en la sociedad capitalista, el obrero vende anticipadamente su capacidad de trabajar, por lo cual el resultado de su trabajo, el producto, se presenta como algo que ya no le pertenece a él, se convierte en algo independiente de él.
Para nuestro caso, la vida social, el resultado de nuestras acciones colectivas, es decir la historia, aparece ante nosotros como un resultado extraño, ajeno. El resultado de ello es que la historia se nos presente como ajena, por ello es una historia enajenada. Esa enajenación es un proceso que se da en nuestras conciencias, por tal razón el problema está en nosotros. Somos nosotros los que debemos resolverlo.
Para ello es necesario revisar todo lo que nos han enseñado, en las diversas historias que hemos tenido que estudiar, algunas de ellas con evidentes sesgos propagandísticos. Éstas son más fáciles de criticar o rechazar. Lo realmente difícil es desentrañar en las otras los mensajes implícitos, esos que se mantienen escondidos entre renglón y renglón, que requiere el desarrollo de investigaciones que, las más de las veces, no están a nuestro alcance.
La historia escrita contiene siempre una mirada, un sesgo en el modo de seleccionar los hechos narrados. En una cantidad importante de casos esto se nos infiltra en nuestra conciencia sin que podamos advertir el contenido ideológico que encierran. Además, no son tantos los historiadores que han recibido una formación académica que contenga la capacidad crítica necesaria. Dentro de las aulas de la enseñanza primaria y secundaria hemos utilizado manuales que, en nuestra vida ingenua de estudiantes, aceptamos y repetimos. En realidad, en la mayor parte de esos casos, no teníamos alternativas si queríamos aprobar la materia.
Por todo ello, en la necesidad de emanciparnos ideológicamente, llegados a una etapa de nuestra madurez intelectual, requiere que nos impongamos ciertos esfuerzos. La antigua interpelación Sapere aude, acuñada por el poeta latino Horacio (65-8 a.C.) es una locución latina que significa «atrévete a saber». También suele interpretarse como «ten el valor de usar tu propia razón», según el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804). Los iluministas de los siglos XVIII y XIX se impusieron a sí mismos la tarea, considerada como una obligación, de sacudir y despertar la conciencia colectiva, de los resabios heredados del pasado. Creo que estamos atravesando un estado de conciencia similar, después de décadas de neoliberalismo.
Esta tarea fue asumida entonces por los pensadores de la burguesía en su lucha contra, lo que ellos consideraron, como el oscurantismo medieval. Podríamos decir, con palabras de la chacarera: «casa más casas menos, igualito a mi Santiago». Estamos hoy en otra historia. Una vez llegados a esta etapa del desarrollo de la sociedad moderna europea, que luego se fue mundializando, las características de su cultura, las formas de vida de la clase burguesa —sujeto fundamental de esta etapa—, le imprime a la época su sello de clase, que se presenta de un modo que empuja el avance social por un camino, que parece irreversible. Dice Pablo Rieznik:
Es claro, sin embargo, que la propia modernidad es imposible de ser concebida sin un desenvolvimiento propio de los resultados del trabajo. Es la capacidad humana de transformar la naturaleza la que en un estadio histórico determinado de su evolución creó las condiciones, primero de acumulación del capital y, más tarde, el despliegue de la industria, la configuración de mercados compatibles con la extensión y sus requerimientos.
Lo que nos describe, para que podamos incluir en nuestras reflexiones, es el entorno en el cual se dan nuestras vidas. La necesidad de tomar nota y revisarla críticamente tiene como propósito no naturalizar el mundo en el cual vivimos, esto lo convertiría en algo inmodificable, como si fuera una consecuencia de la naturaleza o del cosmos. Asumir que la historia es el resultado de los trabajos, actitudes, creencias, de cada uno de nosotros, permite replantearnos nuestra actitud hacia nuestros presentes:
El trabajo, la posibilidad del hombre de adecuar especialmente el entorno a sus necesidades es, en definitiva, la condición de su misma supervivencia. Pero sólo con el capitalismo el poder social del trabajo encuentra una dinámica y un modo de producción que hace de su rendimiento creciente la clave misma de su existencia.
El profesor nos ofrece una pintura de época en la que la voluntad, los deseos de los hombres, sus preferencias sociales y políticas, todo ello había perdido importancia. Es que el empuje de las fuerzas políticas, sociales y económicas, combinadas en una estructura sistémica arrolladora, superó la idea de que los hombres conducían la historia. La sensación de un poder omnímodo, superior a los intereses, deseos, preferencias sociales y políticas, como dije antes, transmitió la idea de la existencia de un poder extrahumano, superior a todos ellos. Esta idea vuelve a mostrarnos la enajenación del hombre que ve cómo los resultados de sus tareas individuales y grupales operan de tal modo, que sus resultados no son reconocidos por ninguno de ellos. Se las denominó leyes de la historia, y tuvieron sus aplicaciones específicas en las leyes del mercado, las leyes del desarrollo social, etc.
La fuerza anónima no era más que la resultante de ese complejo de fuerzas fragmentarias que se resolvía por la sumatoria de unas determinadas de ellas que responden al proyecto político de la burguesía en su etapa imperial. Este resultado aplastante, que observamos en el siglo XX y en el actual, queda plasmado en la siguiente descripción de Romano Guardini [1] (1885-1968):
Una técnica cada vez más refinada tiende a tratar a los hombres de la misma manera que la máquina trata la materia prima con que fabrica un producto. Si abarcamos con la mirada a ese conjunto, tenemos la impresión de que la naturaleza y el mismo hombre están cada vez más a disposición del poder: del poder económico, técnico, organizador, estatal. Se dibuja con claridad cada vez mayor una situación en la cual el hombre dispone de la naturaleza como dueño, pero al mismo tiempo el hombre dispone del hombre, el Estado dispone del pueblo, y el sistema técnico-económico-estatal se desarrolla por sí mismo y dispone de la vida.
Lo que recupero como muy iluminador de este párrafo es que el poder se presenta como una entidad anónima, y que el juego de los poderes socio-políticos termina enredado en una espiral en la que se pierde el hilo de su funcionamiento. Esa manera de operar que muestra el poder, aunque no se lo pueda detectar en la superficie como una presencia física, se convierte en un modo de funcionamiento escurridizo, que está en todas partes pero no, en alguna en particular, aunque sea evidente que se concentra en determinados estamentos de la sociedad. La forma monárquica permitía definir con sencillez dónde se alojaba el poder. La sociedad moderna no ejerce menos el poder — se podría afirmar que mucho más—, pero lo difumina entre algunos polos socio-políticos que lo poseen en diversas proporciones. Esto lo convierte en una entidad un tanto anónima, casi fantasmática.
Dice al respecto María J. Regnasco [2]: «La formación de una clase política, de un Estado, exige al mismo tiempo la construcción de códigos jurídicos, normas contractuales, y genera formas de control social a través de las cuales se ejercerá el poder». Esta mediación de formas que se deben respetar, aunque más no sea formalmente, da la sensación de que cada actor social debe someterse a una normativa para el logro de sus propósitos. Aun los poderosos del sistema deben ser cautos con el cumplimiento (o el incumplimiento) de las normas, porque no pueden tener la certeza absoluta respecto de su impunidad. No es que ésta no esté presente en la mente de algunos de los más encumbrados en el poder y no haya casos impunes, pero están lejos de la intangibilidad de un monarca. El poder, entonces, también se presenta como otra forma de la alienación, hay algo que escapa por fuera de quien parece controlarlo totalmente.
La humanización de nosotros, en tanto sujetos de la historia nos exige una actitud crítica, pero esperanzadora.
[1] Filósofo italiano, académico, sacerdote católico, teólogo y escritor prolífico.
[2] Profesora de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Autora de varios libros de su especialidad.