La guerra, la paz y el teatro de Occidente
Por Marcelo Ramírez
Occidente aplaude una obra de teatro que él mismo escribió, dirige y protagoniza. Se llama “La paz según nosotros” y, como todo buen espectáculo, necesita un villano y un héroe. Adivinen quién representa cada papel. Rusia, por supuesto, es el malo de turno, el eterno agresor, el intransigente, mientras las potencias occidentales se arropan con ropajes de paz y diplomacia. El problema es que el público ya no es el mismo de antes, y cada vez más países se levantan de sus butacas y abandonan la sala.
En los últimos días, la maquinaria mediática occidental se activó con entusiasmo. Titulares prometedores y columnistas emocionados celebraron el supuesto “gesto de paz” de Suiza, que organiza una cumbre internacional sobre Ucrania sin… Ucrania real. Más exactamente, sin Rusia. Porque organizar una conferencia de paz excluyendo al principal actor del conflicto no es solo una contradicción, es una burla deliberada. Es como invitar a resolver un divorcio sin uno de los cónyuges, o convocar a un partido de ajedrez sin un jugador.
Pero no nos confundamos. Esta no es una torpeza diplomática ni un descuido. Es una jugada perfectamente calculada, que obedece a la necesidad de mostrarse como los buenos, los dialoguistas, los pacificadores, mientras se continúa inyectando armas, entrenamiento y logística a un régimen que se sostiene a fuerza de represión, corrupción y neonazismo. Ucrania es, para la OTAN, un territorio prestado donde librar su guerra por otros medios.
El anuncio suizo no hace más que confirmar que la estrategia de Occidente no ha cambiado. Busca culpables, no soluciones. Necesita una Rusia arrodillada, derrotada, humillada. Pero se encuentra con otra cosa: una Rusia sólida, contenida, que no juega al espectáculo, sino a la estrategia. Putin, con la parsimonia del que sabe que el tiempo corre a su favor, se limita a responder cuando debe, donde debe y con la intensidad necesaria. Y sobre todo, sin gritar.
Es que la guerra moderna no se libra solo en los campos de batalla. La narrativa es tan importante como los misiles. Y ahí, Occidente sigue creyendo que controla el relato. Pero cada vez le cuesta más sostener la farsa. Porque mientras habla de paz, financia la guerra. Mientras habla de diálogo, sabotea toda posibilidad de acercamiento. Y mientras denuncia a Rusia, calla ante las atrocidades cometidas por Kiev.
Detrás de cada gesto occidental hay una lógica de poder en crisis. Una OTAN que no logra imponerse, un dólar que pierde peso, una Unión Europea deshilachada por la inflación y el descontento. Y una Rusia que, lejos de estar aislada, suma aliados, exporta energía, alimentos y defensa, y se posiciona como una potencia resistente, adaptativa y coherente.
La convocatoria suiza, por tanto, no es una iniciativa de paz. Es un intento de salvar la cara. La paz verdadera requiere reconocer al otro como legítimo interlocutor. Y eso es lo que ni Washington, ni Bruselas, ni Berlín están dispuestos a hacer. Siguen atrapados en una lógica unipolar, donde solo hay espacio para vasallos, no para pares. Pero el mundo ha cambiado. Y por más que insistan en jugar al ajedrez con reglas impuestas, los demás ya están usando otro tablero.
Putin, mientras tanto, sigue adelante con su hoja de ruta. No se deja arrastrar por la agenda mediática ni por los titulares altisonantes. Entiende que la victoria no se mide solo en kilómetros conquistados, sino en legitimidad estratégica. Y en eso, Rusia ha ganado terreno. Mientras Occidente se encierra en su propia narrativa, Moscú fortalece vínculos con China, India, Irán, África y América Latina. No son solo alianzas tácticas: son señales de un nuevo orden en gestación.
El uso propagandístico del concepto de “paz” ha vaciado la palabra de contenido. Occidente habla de paz mientras promueve la guerra, exige ceses al fuego mientras aprueba nuevos paquetes de armas. En esa lógica invertida, cualquier gesto ruso es agresión, y cualquier provocación occidental es defensa. La inversión semántica es tan grotesca que solo se sostiene por el poder de repetición de los grandes medios.
Y, sin embargo, algo cambia. La opinión pública europea empieza a mostrar signos de desgaste. La economía no mejora, los costos energéticos siguen altos, y las protestas se multiplican. La narrativa de la amenaza rusa ya no convence como antes. Incluso entre los socios más cercanos, empiezan a escucharse voces disonantes. La crisis es global, pero el frente interno occidental se agrieta.
La paz no se construye desde la imposición, ni desde la hipocresía. Para que exista un verdadero proceso de resolución del conflicto en Ucrania, debe incluir a todas las partes. Y eso implica reconocer que Rusia no es el problema, sino parte de la solución. Negarlo solo prolonga la guerra, destruye a Ucrania y erosiona aún más la credibilidad de quienes pretenden liderar el mundo desde la arrogancia.
La guerra no terminará con una foto en Suiza, sino cuando Occidente acepte que ya no puede dictar las reglas en soledad. Solo entonces habrá espacio para una paz real. Mientras tanto, todo lo demás es escenografía.
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