La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte I
Por Padre Alfredo Sáenz
Existe un concepto vulgar de que la virtud consiste en la ausencia de pasiones y la santidad en la eliminación de las pasiones: es erradísimo. Las pasiones son las fuerzas naturales del hombre, sin las cuales no podemos hacer nada grande, no podemos caminar; “los afectos son los pies del alma”, dice San Agustín. El burgués se disgusta ante cualquier apasionamiento, le parece que se quiebra la corrección o la buena educación. Esta virtud pacata que consistiría en la eliminación de las pasiones es el falso concepto de los estoicos antiguos, de los modernos liberales, y de la religión y cosmovisión budista de un Schopenhauer, por ejemplo; pero eso no es virtud, será corrección a lo más, y a lo menos es debilidad, insensibilidad y apatía. Para que triunfen los malos en el mundo, basta que los buenos no hagan nada.
Por eso en la Argentina los malos gobiernos se ponen a gritar: “¡Paz, tranquilidad, reencuentro de todos los argentinos buenos y malos!”
Pero eso, la mescolanza del bien y del mal en la falsa tranquilidad burguesa, ése es el reencuentro en la ignominia – y no en la Paciencia -.
En tal sentido, el P. Castellani dijo: “La falsificación liberal de la fortaleza consiste en admirar el coraje en sí, con prescindencia de su uso, o sea, prescindiendo de la prudencia y de la justicia. Pero el coraje aplicado al mal no es virtud, es una calamidad, es ‘la palanca del diablo’, dice Santo Tomás.”
I – La fortaleza en la Sagrada Escritura
El Antiguo Testamento presenta la fortaleza como una perfección característica de Dios. Su fortaleza se manifiesta por los prodigios extraordinarios que realiza, especialmente en favor de su pueblo elegido. “Tu diestra, Señor, está engrandecida por su fuerza” (Ex 15,6); “Levántate, Yahvé, en tu fortaleza” (Ps 21,12); “Yahvé está ceñido de fortaleza” (Ps 93,1); “Grande es Yahvé y su fortaleza es infinita” (Ps 147,5); “Bendito sea el nombre de Dios, porque a Él pertenecen la sabiduría y la fortaleza” (Dan 2,20).
Cualquier fortaleza humana (guerrera, moral, etc.) es siempre tan sólo un don de Dios; por parte del hombre no hay más que fragilidad e impotencia. Por ello, la fuerza del pueblo elegido es el mismo Dios: “El Señor es mi roca, mi fortaleza, mi liberador; él es mi Dios, mi roca en que me amparo, mi escudo, mi poder salvador, mi ciudadela y mi refugio” (2 Sam 22,2-3). Judit, antes de lanzarse a cortarle la cabeza a Holofernes, oró así: “Haz que todo el pueblo y cada una de sus tribus reconozca y sepa que tú eres el Dios de toda fortaleza y poder, y que no hay otro fuera de ti que proteja con su escudo el linaje de Israel” (Judit 9,14). De Sansón, por su parte, que aparece como un héroe, se dice que toda su fuerza es un don de Yahvé. Ciertamente, no se puede reconocer en este hombre, débil incluso ante una mujer (Ju 14,1-3), una virtud sin tacha. Pero su fuerza viene de su consagración a Yahvé por el nazareato (13,4-5) y ya su nacimiento dejaba presentir un destino excepcional (13,1-3). Mientras permanezca fiel a su consagración, se mostrará invencible. Y aún incluso cuando su debilidad por Dalila lo haga traicionar su voto y distanciarse de Yahvé, será su oración humilde y confiada que obtendrá de Dios la posibilidad de vengarse por última vez de los enemigos de Israel.
Si pasamos al Nuevo Testamento vemos que también allí se advierte algo semejante. Toda fuerza sobrehumana procede de Dios. Decía S Pablo: “Cuando soy débil, es entonces que soy fuerte” (2 Cor 12,10). El sentido de esta paradoja no se revela inmediatamente. Para descubrirlo, lo mejor es examinar cómo se manifiesta la fortaleza en la vida de Cristo.
El Verbo – el Dios lleno de fortaleza de que hablaba el Antiguo Testamento – se hizo carne y al hacerlo asumió la debilidad de la carne. Ya Israel, en su Poema del Siervo, había insistido en este punto: El Mesías debía ser varón de dolores y conocer la debilidad (ls 53,3-4). Cristo no sólo quita las enfermedades de los hombres sanándolos de ellas, sino que quiso participar él mismo de la debilidad del hombre. El sumo sacerdote quiso envolverse de debilidad, para poder compadecerse de nuestras propias debilidades (Heb 5,2 y 4,15).
Puesto que, en su consideración de servidor, Cristo se envolvió de debilidad, convendrá atribuir a la presencia del Espíritu la fuerza que en él se manifiesta. Hablando de él dice S. Pedro “como Dios lo ungió de Espíritu Santo y de fuerza (dynamis)” (Act 10,38). Es por esta fuerza, esta virtus que salía de él, que Jesús curaba a tantos que se le acercaban (Lc 6,19 y 8,46).
Hay en su vida, instantes privilegiados que manifiestan en El el poder del Espíritu. Lucas ha notado esta presencia desde el comienzo de su vida pública: “Jesús, lleno del Espíritu Santo, dejó las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu a través del desierto donde, durante cuarenta días, fue tentado por el diablo” (Lc 4,1-2). La victoria de Jesús en este combate singular contra Satán, el “fuerte”, como él lo llamará (Lc 11,21), es el preludio de sus múltiples victorias posteriores: a un “fuerte” se opone uno más fuerte que lo despoja. Habiendo así victoriosamente combatido a lo largo de toda su vida pública contra Satán, Jesús llega al último combate, el de la cruz. A la hora fijada por el Padre, el príncipe de este mundo será arrojado en tierra, y Jesús, elevado a lo alto atraerá todo hacia él (Jn 12,31-32). Tal será la principal victoria de Jesús. “Despojó los principados y los poderes y los mostró en espectáculo a la faz del mundo arrastrándolos en su cortejo triunfal” (Col 2,14-15). Es el triunfo definitivo de Jesús sobre las potencias del pecado y de la muerte. Y la seguridad tan serena que mostró en su combate muestra que el pecado no tenía dominio alguno sobre él.
Pero hay que poner también de relieve la importancia decisiva de la resurrección en la vida de Jesús. Fue entonces cuando es establecido “Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad, por su resurrección de los muertos” (Rom 1,4); entonces se hizo digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5,12).
De la presencia del Espíritu en la carne glorificada de Cristo, los discípulos, y sobre todo S. Pablo, van a hacer la experiencia. De ella sacarán a su vez su fortaleza: “Vais a recibir la fuerza del Espíritu”, les dijo el Señor resucitado (Act 1,8). Nadie ha sentido más que Pablo su indigencia espiritual: “No hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero” (Rom 7,19); tanto en sí como en su apostolado, Pablo experimenta su debilidad. Se siente por así decir desbordado por la inmensidad de una tarea que no facilitan ni las disensiones entre los cristianos ni los escándalos de la comunidad. Pero el recurso constante a Cristo le permite mantenerse y avanzar. Porque la unión con Cristo, uno de los temas esenciales de su pensamiento, le permite experimentar el poder de la cruz. En su impotencia se revela la debilidad del crucificado, que no escapa a la muerte, pero a través de ella estalla el poder soberano de Dios que saca la vida de la muerte. Pablo experimenta en la debilidad de su carne la participación en la fuerza de Cristo transido por el Espíritu vivificante (1 Cor 15,45). Su debilidad se convierte en fuerza espiritual. “Para que yo no me engríe, me fue dado un aguijón de la carne… Tres veces le rogué al Señor que lo retirase de mí. Pero él me dijo: ¡Te basta mi gracia! porque mi poder se despliega en la debilidad. Muy gustosamente pues continuaré gloriándome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en mis debilidades, en los ultrajes, las necesidades, las persecuciones, las angustias soportadas por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,7-10). La inserción espiritual en Cristo, he aquí la fuente de la fortaleza cristiana.
* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.
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