La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida. El martirio en la obra de Santo Tomás de Aquino – Parte III – Por Padre Alfredo Sáenz

La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida. El martirio en la obra de Santo Tomás de Aquino – Parte III

Por Padre Alfredo Sáenz

III – El martirio: acto supremo de la fortaleza

El martirio se da en el punto de confluencia de un gran amor y de un gran odio: el amor de Dios (encarnado en el mártir) y el odio del mundo (encarnado en el verdugo). Por eso nunca el  martirio alcanzó una plenitud tan grande como cuando Cristo murió en la cruz: la causa de su muerte fue su excesivo amor por nosotros (nos amó “hasta el fin”), y sobre El se concentró el odio satánico de todos los siglos.

La Iglesia nace del corazón mártir de Cristo atravesado por la lanza del soldado. Nace como fruto de un martirio, nace ella misma mártir, empapada en la sangre de su esposo.

¿Qué es el martirio? La palabra significa “testimonio”, como mártir significa “testigo”. Cristo envía a la Iglesia al martirio. Al ascender al cielo dijo a sus apóstoles: “Seréis mis mártires en Jerusalén… y hasta el extremo de la tierra” (Act 1,18). Los mártires son así los testigos de la verdad, los testigos de Cristo.

Tres niveles del martirio: de la palabra, de las acciones, de la sangre. Para que alcance su perfecta consumación debe ser supremo, es decir, llegar hasta la sangre. Los primeros cristianos, enfrentados con las terribles persecuciones de que fueron objeto, eran muy conscientes de la necesidad que tenían de prepararse para el martirio en sentido plenario. Los catecúmenos, a la par que para el bautismo, eran instruidos para el martirio. Bautismo y martirio, agua y sangre…

El mártir es un testigo del valor de las cosas divinas y de la absoluta preferencia de éstas a todo lo humano, incluso a la propia vida, “El mártir –enseña Santo Tomás –  es así llamado para ser en cierto modo un testigo de la fe cristiana que nos prescribe menospreciar las cosas visibles a favor de las invisibles. Es, pues, propio del martirio que el hombre dé testimonio de la fe, mostrando con sus obras el poco caso que hace de los bienes de este mundo para llegar a los bienes futuros e invisibles. Ahora bien, mientras el hombre sigue con vida corporal, tal menosprecio no se ha afirmado en su totalidad, ya que los hombres siempre pospusieron a los familiares y todos los bienes, e incluso han sufrido dolores corporales, con tal de conservar la vida. Por lo cual Satanás alegó contra Job: “¡Piel por piel! Cuanto el hombre tiene lo dará para conservar su alma” (Job 2,4), es decir, su vida corporal. De donde se desprende que, para que se dé perfecta razón de martirio, se requiere que alguien sufra la muerte por Cristo” (II-II,124,4,c).

El martirio se relaciona con tres grandes virtudes:

– Ante todo con la fortaleza, que es la virtud de donde brota directamente. Constituye, como dijimos, su acto principal, ya que lleva a su máxima tensión la resistencia contra el mal. El martirio es la prueba más ardua de valor e intrepidez. Es una “agonía”, un combate frontal.

El martirio implica un acto de firmeza en el bien. En ello se basa S. Tomás para enseñar que es un acto virtuoso. “Es propio de la virtud el hacer que el sujeto se conserve en el bien de la razón. Dicho bien consiste en la verdad, como objeto propio, y en la justicia, como efecto propio. Ahora bien, pertenece a la esencia del martirio mantenerse firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores. Por lo que es manifiesto que el martirio es un acto de virtud” (II-II, 124, 1, c). Y lo ubica claramente dentro de la fortaleza: “Es propio de la fortaleza mantener firme al hombre en el bien de la virtud contra los peligros, sobre todo contra los peligros de la muerte, y más particularmente de la muerte en la guerra. Ahora bien, es manifiesto que en el martirio el hombre se mantiene firmemente en el bien de la virtud, al no abandonar la fe y la justicia ante los peligros de muerte, que amenazan inminentes, en una especie de combate particular, de parte de los perseguidores. Por eso S. Cipriano dice en un sermón: “La multitud, llena de admiración, contempló este combate celestial, y vio cómo en la batalla los siervos de Cristo se mantenían firmes con voz libre, alma inmaculada y fuerza divina”. De donde queda manifiesto que el martirio es un acto de fortaleza. Y por eso la Iglesia aplica a los mártires aquellas palabras: “se hicieron fuertes en la guerra” (II-II,124, 2,c).

El mártir ejercita la virtud de la fortaleza no tanto atacando cuanto soportando, en lo cual, como veremos, reside lo mejor de dicha virtud, ya que “el acto principal de la fortaleza es soportar, y a él pertenece el martirio, no al acto secundario, que consiste en atacar” (ib. ad 3).

–   Asimismo el martirio se relaciona con la fe.

La fe es la virtud final por la que se sufre el martirio (a.2, ad 1). Si la muerte no tuviera nada que ver con la fe, no habría martirio. Morir no es suficiente. Hay que morir por la fe. Muchos son hoy los que piensan que es mártir aquel que muere por defender sus propias convicciones, aunque en sí sean erradas. No es esa la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual sólo es mártir aquel que muere por la fe verdadera. Porque al mártir lo hace la causa, no la pena. Dice San Agustín que Cristo fue crucificado entre dos ladrones. “Los unía la pasión pero los diferenciaba la causa. Así se oye en el salmo (42,1) la voz de los auténticos mártires, que quieren ser separados de los mártires falsos: ‘Júzgame, oh Dios, y separa mi causa de la gente no santa’. No dice ‘separa mi pena’ sino ‘separa mi causa’. La pena puede ser semejante a la de los impíos, pero la causa es desemejante” (Ep. 185, II, 9). Se comprende así cuan grave es la tergiversación que se intentó al pretenderse la elaboración de un “martirologio de la subversión”.

La fortaleza se une pues a la fe. Es cierto que el mismo S. Tomás sostiene que no sólo la fe hace mártires sino también todas las virtudes, pero con tal que sean verdaderamente tales, es decir, procedan de la fe. Porque no hay que olvidar que “a la verdad de la fe pertenece no sólo la  creencia del corazón, sino también la profesión exterior, que se hace no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también por hechos con los que se muestra que se tiene fe, conforme a lo que dice Santiago: Yo por mis obras te mostraré mi fe (Sant ,18). Y por eso las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios son profesiones de la fe, en la cual se nos hace saber que Dios las exige de nosotros y nos premia por ellas. Y según esto puede ser causa de martirio. Así la Iglesia celebra el martirio de S. Juan Bautista, el cual sufrió la muerte no por no renegar de la fe sino por haber reprendido un adulterio” (II-II, 124,5 c).

Por donde se ve que cuando S Tomás enseña que la fe es la causa del martirio, entiende la fe en un sentido muy amplio. Se trata de una fe viva, que se expresa no sólo en el acto interior y expreso de la fe sino también en las obras exteriores activadas por la misma fe. Llega incluso a decir que sería mártir aquel que muriese por defender una verdad de la geometría ya que “como toda mentira es pecado, el evitar una mentira contra cualquier verdad que sea, por cuanto la mentira es un pecado contra la ley de Dios, puede ser causa de martirio” (ib. ad 2). Y los que mueren por la  patria, ¿pueden ser también llamados mártires? A lo que responde: El bien de la patria es el más alto entre los bienes humanos. El bien divino, que es la causa propia del martirio, es mejor que el humano. Sin embargo, como el bien humano puede hacerse divino si es referido a Dios, cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto referido a Dios (ib. ad 3).  La confesión de la fe abarca todo esto.

-Finalmente la fortaleza se relaciona con la caridad, que es su virtud imperante, o sea la virtud motora que impulsa a sufrir el martirio por amor a Dios. Sin ella el martirio carecería de valor meritorio (2, ad 2). Si no hay martirio sin fe, tampoco puede haberlo sin caridad. S. Pablo dijo que si entregara mi cuerpo al martirio, y no tuviere caridad, de nada me aprovecharía. “Aunque se llegue al martirio, aunque se llegue a la efusión de sangre –comenta S. Agustín– aunque se llegue a la carbonización del cuerpo, nada vale por falta de caridad. Añade la caridad, y aprovecha todo; quita la caridad, y todo lo demás no sirve de nada (Serm. 138,2).

Ya lo había dicho Cristo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). El la dio por amor  a los suyos; los suyos deben estar dispuestos a ofrendarla por amor a El. Amor con amor se paga.

El martirio es la consumación más acabada de la vida cristiana. Decía Clemente de Alejandría: “Llamamos al martirio ‘perfección’ o consumación (teléiosis) no porque con él termina el  hombre su vida, como los demás, sino porque dio una prueba consumada de caridad” (Strom. IV, 4). En este sentido el martirio es el acto virtuoso más perfecto que se puede poner: lo es si se lo considera en relación con el primer motivo, que es el amor de caridad, y es sobre todo por esa relación que un acto pertenece a la vida perfecta. Dice S. Tomás “El martirio, más que cualquier otro acto de virtud, es el que más perfectamente demuestra la perfección de la caridad, ya que  tanto mayor amor se demuestra hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso lo que por él se soporta. Ahora bien, es evidente que el hombre ama su propia vida sobre todos los otros bienes de la vida presente, y, por el contrario, lo que más odia es la propia muerte, sobre todo si es con dolores de tormentos corporales, cuyo temor hace que aun los mismos animales ‘se abstengan de los mayores placeres’ como dice S Agustín.  Es, por ende, evidente que el martirio es, entre todos los actos humanos, el más perfecto en su género como signo de la máxima caridad, según aquello de Juan 15 (13): Nadie tiene mayor caridad que esta de dar uno la vida por sus amigos” (II-II, 124,3c).

Relación, pues, del martirio con la fortaleza y con la caridad. S. Tomás matiza: “La caridad inclina al acto de martirio, como primero y principal motivo, al modo de una virtud que impera; en cambio la fortaleza, como motivo propio, al modo de una virtud efectiva del mismo. De ahí que el martirio sea acto de la caridad como virtud imperante, y de la fortaleza como principio del que emana. Por eso resplandecen en él ambas virtudes” (II-II, 124,2 ad 2).

 

* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara