Por Ricardo Vicente López
Amigo lector, le propongo una lectura filosófica sobre nuestro tiempo y su devenir. Lectura filosófica no debe ser entendida como un discurso oscuro, incomprensible, propio de pensadores encerrados en sus cúpulas de cristal. La filosofía a la que me refiero se reconoce heredera de las sabidurías de Martín Fierro y Enrique S. Discépolo, aunque el lenguaje no sea el mismo y se presente con ciertos aires más pretenciosos. Creo que el tema así lo exige y que el esfuerzo que puede exigir lo vale. No olvido que el espacio público nos empuja a formas y lenguajes que imponen los medios concentrados. Pero ese es un modo de alejarnos de los temas importantes. Ejercitarnos en otros géneros de pensamiento nos pone al alcance de comprensiones más profundas. Este hoy es muy duro y por ello nos lo pintan de colores. Lo invito a pensar.
Para avanzar debemos formularnos una cuestión fundamental. Debemos arriesgar la pregunta sobre quién es el sujeto, individual y/o colectivo, que está en crisis y/o piensa la crisis, incorporando entonces todas las condiciones del proceso que ha llevado a converger en ella. La investigación sobre esos sujetos históricos debe remontarse hasta los orígenes de ese proceso, de modo tal que nos coloque en condiciones de encontrar la génesis de la historia que nos deposita en esta situación actual. Para nuestro caso, esa senda hacia el pasado de este presente, reconocerá una primera etapa que deberá detenerse en los comienzos de la Modernidad europea, para luego, con una pretensión de llegar hasta lo más radical de ese proceso, hurgar en la configuración de los orígenes de este Occidente en sus dos vertientes: la greco-romana y la hebrea-semita.
La posibilidad de otro pensar
Los resultados de este itinerario proyectarán abundante luz sobre los diversos componentes de la configuración de este presente en crisis. Desde allí podremos intentar discernir cuáles y cómo son los elementos, y sus combinaciones, que dieron lugar a las diferentes etapas de la historia de esta cultura. Esto es especialmente necesario cuando lo que se enfrenta lo podemos avizorar, como una de sus crisis más profundas. Esto puede considerarse así, y por ello debemos asumir, que lo que se pone en juego es la necesidad de un análisis detenido y detallado que permita su reestructuración hacia un mañana posible, diferente y mejor. Para aproximarnos a este modo del pensar, del reflexionar, lo más profundamente que nos sea posible, debemos hacernos cargo de toda esa historia. Esto supone tomar posición frente y dentro de ella, es decir tomar conciencia de los antagonismos que la crisis pone de manifiesto. Dado esto, se nos impone comprometernos con alguna de las partes del conflicto, porque sólo como protagonista de la historia presente y futura, podremos tener una mirada más clara sobre la situación actual y de los caminos posibles de salida.
Quedaron mencionadas más arriba las características de una realidad que, muchas veces, queda oculta ante los ojos del investigador académico. Este fenómeno se da en todas las dimensiones del pensar y, en cierto modo, debe aceptarse como una manifestación de las limitaciones del pensar humano, dada su situacionalidad. Esto es necesariamente así porque somos seres históricos, pertenecientes a un tiempo y a un lugar. El compromiso con ese tiempo, hurgando las proyecciones posibles hacia un mundo mejor, podemos denominarlo compromiso político. Esto debe ser entendido en el tradicional sentido aristotélico de todo lo que se relaciona con la polis, la sociedad, la comunidad. Hoy debemos traducirlo a lo social, en su sentido más abarcador, que incluye todas las dimensiones del vivir humano.
Esta actitud, que asume el compromiso mencionado, debe rechazar las confesiones claudicantes que se desentienden del padecer ajeno bajo las justificaciones de que “no se puede hacer nada”. Esto puede ser perceptible como estado del ánimo social. Éste es cultivado con toda dedicación, capacidad y tecnología desarrolladas por universidades al servicio del poder concentrado. Saber esto nos debe comprometer más aún en el desenmascaramiento de esos planes, acciones y medios de comunicación a su servicio. Algo de esto ya ha sido analizado en otras notas de esta columna.
Algunos antecedentes
Dada la herencia del Iluminismo de los siglos XVII y XVIII, que prometía una Razón con capacidad de saberlo todo. Por ello se configuró una conciencia que se dispuso a violar todos los límites. Esta experiencia nos exige prudencia al arrojarnos a los brazos de esas posibilidades en aras de un optimismo triunfalista. Éste, las más de las veces, ha desembocado en un escepticismo amargo, como una parte del pensar posmoderno nos lo muestra. Este final es lo que pretendí describir poco más arriba.
El nihilismo imperante es, en parte, el resultado de aquel optimismo ingenuo. Ya nos había advertido Heráclito que “al ser le gusta ocultarse”, y parte de la aventura de nuestro pensamiento radica en la búsqueda de los caminos que nos aproximen a la verdad o, al menos, a una verdad nuestra, sin la pretensión prometeica de querer encontrarla total y definitivamente. El ocultamiento es siempre histórico, se da a los hombres de cada cultura de modos diferentes. Pero, al mismo tiempo, se muestra en parte detrás del horizonte, como aliciente para avanzar en la marcha del pensamiento. Esta es la tarea por el desvelamiento de la verdad, siempre histórico, por lo tanto relativo, y por lo tanto político.
Hacia una nueva historia
Pensar la crisis de este tiempo es intentar pensar la crisis de nuestro pensamiento, pensar la estrecha relación que se teje entre ambas. Pensar la crisis que hemos heredado de un sujeto que puso como lo otro a conocer –el objeto-, lo que no era más que la proyección de su propia conciencia. La realidad que ese sujeto cartesiano planteó como tal fue su realidad, resultado del exuberante despertar de la conciencia burguesa que avanzaba con la certeza de que todo le era posible. Fue una etapa del proceso histórico, un resultado del triunfo sobre las aristocracias decadentes. Este triunfo le permitió dar grandes pasos por el camino de su presente triunfalista. Pero que, al mismo tiempo, quedó encerrada en el estrecho espacio que esa conciencia individual podía crear. Romper las ataduras y liberarse del yugo teológico vertical y despótico fue la gran tarea histórica de la conciencia individual burguesa. No debe ocultársenos que gran parte de esos logros se realizó con las manos manchadas con la sangre de los pueblos conquistados. El yo pienso de Descartes estuvo sostenido por el yo conquisto de Hernán Cortés (E. Dussel).
Nos enfrentamos ahora al agotamiento de esa historia. Este camino muestra bifurcaciones posibles, frente a ellas debemos decidir cuál es nuestra propia historia, cómo protagonizarla, con quiénes, para quiénes, contra quiénes. Todo ello implica tomar una decisión por definir quiénes somos y queremos ser nosotros. Cada una de estas preguntas debe estar impulsada por la intención de abrir sendas nuevas. Por ello este tiempo, que es un tiempo abismal, insondable, contiene, por lo mismo, la posibilidad de transformarse en un tiempo auroral.
Debiendo no perder de vista que lo abisal y lo auroral del tiempo es, en gran parte, una condición que pone la conciencia que lo enfrenta, una condición de la inter-subjetividad, más que una determinación objetiva de ese tiempo. La conciencia del yo pensante, que dio origen al racionalismo moderno, debe dar paso ahora a la conciencia de la comunidad dialogante, del yo pienso al nosotros creemos y proponemos. Esta es una posibilidad de quebrar los límites asfixiantes dentro de los cuales este tiempo agoniza hoy. Esa posibilidad está subordinada a la decisión del sujeto histórico, individual y colectivo, de lanzarse a la aventura de construir historias más humanas. Este intento debe superar la triste y limitante división entre el saber y el compromiso ético.
Si esta necesidad ha sido siempre el motor de la historia de las ideas, lo es hoy más que nunca. Este es un tiempo que ha puesto en juego la sobrevivencia de la vida humana, y hasta de la vida toda sobre el planeta. El compromiso irrenunciable por la defensa de la vida debe ser el sino de nuestro pensar. Las miopías y las sorderas institucionales nos han colocado en el borde del abismo. Este tiempo llama a una actitud ética de responder al reclamo presente, reclamo de los excluidos, actuales y futuros. Se debe convertir en la necesidad asumir esta tarea intelectual. Ha quedado atrás el tiempo de las objetividades cómplices, encubridoras de los intereses del sistema dominante. Se abre un tiempo que no admite neutralidades.
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