Por Thierry Meyssan
Cada uno de los dos bandos hoy enfrentados en Estados Unidos –los “jacksonianos” y los “neopuritanos” [1]– pretende liquidar al otro. Los jacksonianos hablan de insurrección mientras que los neopuritanos apuestan por la represión, pero ambos bandos se preparan para el enfrentamiento. Dos tercios de la ciudadanía estadounidense viene preparándose para una guerra civil.
El punto de vista de los “jacksonianos”
Los jacksonianos –así llamados en referencia al 7º presidente de Estados Unidos (1829 a 1837), Andrew Jackson, quien se opuso, antes de la Guerra de Secesión, a la creación de la Reserva Federal (el banco central estadounidense)– desaparecieron de la escena política estadounidense durante todo un siglo, hasta que uno de ellos –Donald Trump– ganó la elección presidencial. Los jacksonianos se oponen, primero que todo, a los vínculos incestuosos que existen entre los bancos privados y la ya mencionada Reserva Federal, la entidad que imprime el dólar.
Durante la última elección presidencial estadounidense, en numerosos Estados, los funcionarios a cargo del conteo de los sufragios emitidos el 3 de noviembre de 2021 impartieron instrucciones para que los observadores no tuvieran acceso al proceso de conteo, privando así el resultado de la elección de toda legitimidad democrática.
A estas alturas, la cuestión ya no es saber quién resultó electo sino qué es lo más conveniente después de esa ruptura del pacto nacional.
Según la 2ª Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, los estadounidenses tienen derecho a armarse y a organizarse en milicias para defender la libertad de su Estado si esta se ve amenazada.
Esa Enmienda es parte de la «Carta de Derechos de Estados Unidos» (Bill of Rights) cuya adopción fue la condición no negociable para que los ciudadanos que habían luchado por la independencia aceptaran la Constitución redactada por la Convención de Filadelfia.
En virtud de la 2ª Enmienda, todo estadounidense puede poseer armas de guerra –de cualquier tipo–, lo cual ha hecho posible la repetición de masacres perpetradas con armas de fuego que han enlutado la sociedad estadounidense. A pesar del indudable costo humano de esos crímenes, la 2ª Enmienda no ha sido derogada por considerarse un elemento fundamental del equilibrio del sistema político estadounidense.
Precisamente, para un 39% de los estadounidenses recurrir a las armas contra autoridades corruptas no es sólo un derecho sino un deber. Al mismo tiempo, un 17% de los estadounidenses estima que ha llegado el momento de actuar [2].
Grupos armados están preparándose en cada Estado para realizar manifestaciones el próximo 20 de enero, en ocasión de la entronización de Joe Biden en Washington D.C. El FBI teme que ocurran graves motines en al menos 17 Estados.
Por supuesto, esos hechos pueden ser interpretados en muchos sentidos diferentes y siempre cabe la posibilidad de acusar a quienes se plantean la insurrección –que son una masa extremadamente heterogénea– de ser todos «conspiracionistas» o «neonazis»… o ambas cosas. Pero es incuestionable que su decisión de sublevarse es la única legítima a la luz de la Historia estadounidense e incluso del derecho reconocido en su país.
Habrá quien vincule ese descontento a la extraña y efímera irrupción de manifestantes en el Capitolio de Washington que marcó la jornada del 6 de enero. El hecho es que no hay relación entre ambas cosas. Nadie aspira a “derrocar” el poder legislativo estadounidense sino a neutralizar a la clase política en su conjunto y obtener la realización de nuevas elecciones, que sean realmente transparentes.
Los estadounidenses que protestan contra «el robo del sistema electoral» son principalmente electores de Donald Trump, pero no son estos últimos los únicos que protestan. No se trata de simple recriminaciones de los partidarios de Donald Trump –descontentos de que su candidato haya perdido– sino de un problema de fondo sobre la transparencia de las elecciones estadounidenses, condición sine qua non de todo sistema que aspire al calificativo de “democrático”.
La ausencia de transparencia del conteo de los votos de la elección presidencial estadounidense ha desencadenado las pasiones, ya existentes desde la crisis financiera de 2007-2010. La mayoría de la población no estuvo de acuerdo con el plan de salvamento de los bancos –un desembolso de 787 000 millones de dólares– propuesto por el entonces presidente –el demócrata Barack Obama–, suma que se agregó a los 422 000 millones ya asignados por su predecesor republicano, George Bush hijo, para compensar préstamos tóxicos. En aquel momento, millones de estadounidenses que declaraban que «ya pagaban suficientes impuestos» (Taxed Enough Already, fórmula recogida en el acrónimo TEA) fundaron el Tea Party Movement, referencia al hecho histórico conocido como Boston tea party (el “Motín del té” del 16 de diciembre de 1773), que abrió la marcha hacia la guerra de independencia. El movimiento contra la adopción de pesados impuestos tendientes única y exclusivamente a salvar los intereses de los ultra-multimillonarios se desarrolló tanto en el seno de la derecha como en las filas de la izquierda, como quedó demostrado con las campañas de la gobernadora republicana Sarah Palin y del senador Bernie Sanders, dos veces aspirante a la nominación como candidato a la presidencia por el Partido Demócrata.
El descontento de los antiguos miembros de la pequeña burguesía, que hoy se ven masivamente desclasados como resultado del éxodo de empresas hacia el exterior y la subsiguiente desaparición de empleos en Estados Unidos, da como resultado que el 79% de los estadounidenses estima ahora que «América se derrumba», una proporción de “desencantados” que no tiene equivalente en Europa, exceptuando los «Chalecos amarillos» franceses.
Por supuesto, es muy poco probable que eventuales motines en ocasión de la investidura de Biden, el próximo 20 de enero, lleguen a convertirse en revolución. Pero hace ya una decena de años que esa noción ha venido ganando espacio en la población y hoy cuenta con suficientes partidarios –en todo el espectro político estadounidense– como para iniciar la batalla y perdurar.
El punto de vista de los neopuritanos
Frente a los jacksonianos, los grupos que arremeten contra el presidente aún en ejercicio también se creen en todo su derecho. Como el Lord Protector Oliver Cromwell (1653-1658), dicen representar una moral superior a la Ley. Lo único que los diferencia de aquel republicano inglés es que no utilizan referencias religiosas. Son calvinistas sin Dios.
Los neopuritanos dicen querer una Nación “para todos”… pero no para sus adversarios y excluyendo a todo el que no esté de acuerdo con ellos. Así que celebran que Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat y Twitch hayan decidido censurar a todo aquel que ponga en duda la honestidad de la elección estadounidense. No les importa que esas transnacionales se arroguen así un poder político que contradice el espíritu y la letra de la 1ª Enmienda de la Constitución ya que tienen un concepto muy particular de la Pureza: la libertad de expresión no es para herejes ni “trumpistas”.
En su delirio “purificador”, los neopuritanos reescriben la historia de Estados Unidos, nación que proclaman «la luz sobre la colina» cuya misión es iluminar el mundo. Ignoran premeditadamente toda forma de conciencia de clase y enaltecen las minorías, no por los valores de esas minorías sino sólo porque son grupos minoritarios. Pretenden purificar las universidades, imponer la llamada «escritura inclusiva», sacralizan la naturaleza salvaje, quieren etiquetar las noticias como «información verificada» o «fake news», derriban estatuas de personajes históricos, etc. Y hoy tratan de destituir al presidente saliente Donald Trump, no tanto por considerarlo el organizador de lo ocurrido en el Capitolio sino porque quienes penetraron en ese recinto ven a Trump como su líder. Ninguno de esos “herejes” debe quedar sin castigo.
Los puritanos del siglo XVII practicaban confesiones públicas como medio de alcanzar la vida eterna. Sus sucesores, los neopuritanos del siglo XXI, pretenden alcanzar el mismo objetivo fustigándose por el «privilegio blanco». Ultra-multimillonarios como Jeff Bezos, Bill Gates, Arthur Levinson, Sundar Pichai, Sheryl Sandberg, Eric Schmidt, John W. Thompson y Mark Zuckerberg promueven una nueva «ideología» que plantea la superioridad del «hombre numérico» sobre el resto de la humanidad y dicen aspirar a vencer la enfermedad y la muerte.
Hace tiempo que esas personas, supuestamente tan racionales, se han alejado de la razón, tanto que, según estiman dos tercios de los estadounidenses, ya se ha vuelto imposible entenderse con ellos sobre hechos básicos. Aclaro que al escribir esto no me refiero a los “trumpistas” sino a los neopuritanos.
El fanatismo que hoy exhiben ya dio lugar a la guerra civil inglesa, a la guerra de independencia estadounidense y, finalmente, a la Guerra de Secesión. El principal temor del presidente Richard Nixon era que llegara a provocar una cuarta guerra en Estados Unidos. Esa es la posibilidad que hoy se cierne sobre ese país.
Una parte del poder ya ha pasado de las instituciones democráticas nacionales a las manos de unos cuantos ultra-multimillonarios. Estados Unidos ya no es el país que alguna vez conocimos. Y ha comenzado su agonía.
[1] Sobre “jacksonianos” y “neopuritanos”, ver «Estados Unidos, ¿se reforma o se desgarra?», 26 de octubre de 2016; «Elección presidencial estadounidense 2020. ¡Abrid los ojos!», 10 de noviembre de 2020; y «La guerra civil se hace inevitable en Estados Unidos», 15 de diciembre de 2020, todos por Thierry Meyssan y publicados en Red Voltaire.
[2] Encuesta de Ipsos titulada Game changers, 13 de enero de 2021.