por Ricardo Vicente López
Creo conveniente continuar con las reflexiones de la nota anterior, “En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas… yo aprendí filosofía…”, a partir de la convicción de que debemos madurar en nuestra forma de pensar y comprender la necesidad de reflexionar. Como ya vimos podemos hablar de filosofar para habituarnos a esta palabra, acercarnos a ella, apropiárnosla, incorporarla a nuestro lenguaje, para dar un gran paso adelante en nuestra formación integral. En algo debemos estar de acuerdo: el sistema de medios no nos ayuda y, por el contrario, impide ese crecimiento de nuestra conciencia. Y esa misión la cumple con una precisión y eficacia que asusta. Algo dije ya en la nota anterior.
Jaime Balmes (1810-1848), filósofo, sociólogo y tratadista político español, escribió El criterio en 1845. En él se pregunta “¿En qué consiste el pensar bien?”, y contesta:
El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no es fiel a la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende.
Lo cito porque hace más de un siglo y medio contrapone el saber de los académicos al saber del hombre sencillo. Si ese hombre sencillo tiene un conocimiento que podríamos llamar práctico, es porque la experiencia propia (más la de sus antecesores) le permitió formarse un criterio sólido, muy útil para acceder a la verdad de las cosas que necesita conocer. Es decir tiene criterios formados sobre la vida diaria.
Comencemos, entonces por la recuperación de un concepto que, ni la Academia, ni el aula universitaria utilizan: el criterio. Veamos algunas consideraciones previas. Discépolo denuncia, ya en 1926, que el criterio está muerto, o al menos “desaparecido en acción”. Cuento con su autorización, amigo lector, para meternos en algunas cosas que me parecen interesantes, y que nos pueden ayudar mucho a pensar pero, que también pueden ser un poco pesadas para algunos. Veamos:
El Diccionario define la palabra ‘criterio’ como: “Norma para conocer la verdad; juicio o discernimiento”. Convengamos en que no es poca cosa. Su etimología nos dice que se origina en el verbo griego ‘kriterion’ que se utilizaba como “norma para conocer la verdad”, compuesto por ‘krinein’ (separar, decidir), más el sufijo ‘io’ (instrumento, resultado). Se puede armar esta definición: ‘instrumento para conocer la verdad’. Comparte su raíz con la palabra ‘crisis’: “algo que se rompe y que, por tal razón hay que analizarlo”; pero también da lugar a la palabra ‘crítica’: “análisis o estudio de algo para poder emitir un juicio”.
Después de este recorrido, creo que la palabra criterio adquiere una mayor importancia. Al mismo tiempo debería despertar nuestra sorpresa, por lo que dije antes, no es parte de los programas de la universidad. Reflexionemos sobre este tema: el vocablo criterio tiene su origen en una palabra griega que significa “juzgar”. Entonces “el criterio es el juicio o discernimiento que hace una persona”. El criterio es, por lo tanto, una especie de condición subjetiva necesaria que permite concretar la mejor elección posible. Se trata, en definitiva, de aquello que se sustenta en un juicio de valor. Un criterio también es un requisito necesario, que debe ser respetado para alcanzar un cierto objetivo o satisfacer una necesidad.
Entonces, podemos decir, aunque parezca sorprendente y pretencioso, que los que están seguros de saber todo lo necesario no están en condiciones de filosofar, puesto que ya nada les mueve a preguntar. El preguntar es también un ejercicio del criterio, como condición previa que nos advierte que hay algo que no debería ser como es o no debería estar donde está.
Este concepto, criterio, está emparentado con otro ante el que debemos detenernos a pensar: la intuición (la heredamos del latín “intuitio”, «mirar hacia dentro» o «contemplar»):
Es un concepto que describe “el acto, directo e inmediato, sin intervención de los procesos de análisis, deducción o razonamiento, mediante el cual considera algo como evidente; algo que se muestra completamente visible, claro y manifiesto, digno de fe”.
Algunas teorías psicológicas, proponen definir la intuición como:
“El conocimiento que no sigue un camino metodológico para su construcción y/o formulación, y que, por lo tanto, no puede explicarse o, incluso, verbalizarse. La regla que no está explícita, pero es condición previa, nos dice que la persona puede relacionar ese conocimiento o información con experiencias previas, pero por lo general es incapaz de explicar cómo y por qué llega a una determinada conclusión o decisión. Designa, entonces, la percepción o comprensión global de las cosas, sin necesidad de un razonamiento analítico, como si uno las estuviera contemplando. Pero, no debe olvidarse que está sostenido por un largo proceso de formas de criterio que se guardan como resultado de experiencias anteriores”.
El desprecio por estos dos conceptos fundamentales del manejo de la inteligencia: el criterio y la intuición, ha degenerado en una especie de ciudadano necio, superficial, que acepta la información que recibe sin capacidad de detectar que puede encerrar algo que luce como incorrecto. La educación que ofrece el sistema educativo institucional está muy lejos de incorporar estos temas. Incluyo el sistema superior.
¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!… Lo mismo un burro que un gran profesor…
Ya he mencionado, en notas anteriores, al personaje Homero Simpson, como un prototipo (persona o cosa que reúne en grado máximo las características principales de cierto tipo de cosas y puede representarlas) o estereotipo (imagen exagerada, con pocos detalles, simplificada, que se tiene sobre una persona o grupo de personas que comparten ciertas características, cualidades y habilidades). En otras palabras, Homero Simpson es un modelo que representa al hombre promedio estadounidense. Este modelo, mediante una inteligente y perseverante campaña de los grandes medios (fundamentalmente la televisión), repetido por los medios nacionales, va educando al ciudadano de a pie, por fuera, y no pocas veces por dentro, del sistema educativo, publicitando ese modelo que intenta globalizarlo.
Se lo puede definir como el ignorante informado. Recordando que para el filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995), “la información social es un sistema de control, en tanto que es la propagación de consignas que deberíamos creer o hacer que creemos. Por ello, la información publicada es un conjunto organizado de datos capaz de cambiar el estado de conocimiento en el sentido de las consignas transmitidas”.
Contra ese modelo de persona, amigo lector, le propongo recordar la figura de alguien que marcó la historia del pensamiento de Occidente y que dejó, con el ejemplo de su pensamiento y su conducta, un modelo ético de vida. Me refiero al filósofo ateniense Sócrates (470-399 a. C.), ya citado en la nota anterior. Le propongo ahora revisar un pasaje de su vida recogido por su discípulo Platón (427-347 a. C.), en uno de sus Diálogos. Deseo subrayarle cómo el pensamiento, durante más de 2.500 años volvió más de una vez sobre el tema que estamos analizando. Es el tema que plantea: ¿qué es la sabiduría y quiénes son hombres sabios? Además ¿qué relación puede, o debe, haber entre la sabiduría y los modelos de conducta?
Un tema que va a aparecer en la narración, que se desprende del ejemplo de este filósofo, es la relación entre la sabiduría y la humildad. Comencemos por lo que se plantea en el Diálogo, apoyado en una vieja tradición de la cultura helena. Todo parte de un personaje central cuya participación desata serias consecuencias. Querefonte (alumno de Sócrates) fue a preguntarle al Oráculo de Delfos [[1]] si había en el mundo algún hombre más sabio que Sócrates, éste le contestó:
“Sófocles es sabio, Eurípides aún más sabio que Sófocles, pero Sócrates es el más sabio de todos los hombres”.
Veamos, previamente, con más detalle, ¿quién es Sócrates?:
“Fue la figura principal de la transformación de la filosofía griega en un proyecto continuo y unificado. Sabemos que pasó gran parte de su vida generando discusiones en Atenas con todo el mundo, tratando de determinar quiénes tenían alguna idea fundada de lo que estaba hablando. Especialmente cuando el tema tratado era importante, como la justicia, la belleza o la verdad”.
Cuando Sócrates supo lo que había dicho el Oráculo, quedó confundido, pues él estaba seguro de no ser uno de los más sabios. Sin embargo, no podía ignorar que quien había hecho esta afirmación era un Dios, por lo que no podía estar equivocado ni mintiendo. Entonces esta incógnita lo llevó a profundas reflexiones para tratar de encontrar el sentido y la razón de esas palabras. El hecho de ser Apolo el autor de aquella respuesta lo obligaba a llegar a alguna conclusión. Este Dios tenía como una de las más importantes cualidades divinas decir siempre la verdad. Sócrates quiso comprender aquella verdad, porque algo le decía, en su interior, que esa verdad requería una minuciosa meditación. A partir de allí Sócrates empezó el camino, difícil y lento, de la búsqueda de la verdad de Delfos:
«Se propuso preguntar a quiénes se les atribuía ser sabios, entre los personajes más renombrados de su época. Se fue dando cuenta de que ellos creían saber más de lo que realmente sabían, en cambio él era consciente tanto de la ignorancia que le rodeaba como de la suya propia. De allí sale su afirmación: “Solo sé que no sé nada”».
La investigación que realizaba por las calles de Atenas, interrogando a aquellos que se decían sabios, lo colocó ante una dura conclusión:
«Cada uno de los preguntados se hace llamar sabio porque cree que sabe algo. Me parece que soy algo más sabio yo, porque por lo menos yo no creo saber lo que no sé. Y llegó a una sorprendente conclusión: El Oráculo había querido decir que la máxima sabiduría humana era en realidad una insignificancia, por lo que el verdadero sentido del Oráculo era que el más sabio de los hombres es aquél que reconoce su falta de sabiduría».
Lo cual reforzaba su convicción expresada en su frase muy conocida: “Sólo sé, que no sé nada”. Repetida pero poco comprendida. Creo necesario afirmar esto: contenía una crítica lapidaria a la soberbia de los que se llamaban a sí mismo sabios. La frase debe ser colocada en el contexto de esta narración, sin la cual se pierde la profundidad de su contenido. Pero, y acá aparece el otro lado de esta historia. El continuo examen que les hacía a las personas que se creían sabios le trajo, como consecuencia directa, una enorme lista de enemigos. Estos, al quedar en evidencia su ignorancia, se sentían humillados por Sócrates.
Todo ello, debe ser tomado en cuenta por lo siguiente: muchos de esos enemigos formaron parte del tribunal que juzgó al Maestro. El odio acumulado fue superior a los argumentos acusadores, que él supo demoler uno por uno. Sin embargo, de todos modos, convinieron en acusar a Sócrates de desconocer a los dioses del Estado y de corromper a la juventud. El final es doloroso y una buena y terrible enseñanza: el juicio lo perdió, aunque no hubiera pruebas que acreditaran su culpabilidad. (Cualquier semejanza con la vida actual es mera coincidencia).
Entonces, se desprende una consecuencia directa de la condición del filósofo para acceder a la sabiduría. Ésta podría expresarse como la capacidad de saber, a pesar de todo lo que se puede creer saber… queda muy lejos de lo mucho que se sigue ignorando. Más aún, es necesario asumir que alcanzar la totalidad del conocimiento es una pretensión de ser Dios. Solo un soberbio puede pensarlo (aunque no son pocos los que así lo creen).
Los más sabios son aquellos que son conscientes de sus limitaciones. ¿Qué estará sucediendo en la humanidad actual en la que abunda este tipo de necios ignorantes?
[1] El oráculo de Delfos, en el Santuario de Delfos, fue un lugar de consulta a los dioses, en el templo sagrado dedicado principalmente al dios Apolo.