Por Thierry Meyssan
La elección presidencial estadounidense de 2020 viene a confirmar la tendencia general surgida desde la disolución de la Unión Soviética: la población estadounidense vive una crisis de civilización y se dirige inexorablemente hacia una nueva guerra civil, que debería desembocar lógicamente en el fraccionamiento de su país. Esa inestabilidad también pondría fin al estatus de hiperpotencia que aún mantiene Occidente.
Para entender lo que está sucediendo es necesario sobreponerse al espanto que sobrecoge a las élites europeas ante el anuncio de la desaparición que la potencia que las protege desde hace tres cuartos de siglo y mirar con honestidad la historia mundial de los 30 últimos años. Hay que hacer un profundo recuento de la historia de Estados Unidos y analizar nuevamente su Constitución.
La hipótesis de la disolución de la OTAN y de los Estados Unidos de América
Cuando, al cabo de tres cuartos de siglo de dictadura, se derrumbó la Unión Soviética, todos los que deseaban verla desaparecer quedaron sorprendidos. Durante años la CIA había organizado un sabotaje sistemático de la economía soviética y denigrado todas sus realizaciones, pero no había previsto que los pueblos pudieran llegar a derrocarla… en nombre de los ideales de Occidente.
Todo comenzó con una catástrofe a la que el Estado no supo responder: el accidente nuclear de Chernobil, en 1986. Un cuarto de millón de soviéticos tuvieron que huir definitivamente de su propia tierra. Tal muestra de incompetencia marcó el fin de la legitimidad del régimen soviético. A partir de aquel momento, en sólo 5 años los aliados reunidos en el Pacto de Varsovia recuperaron su independencia y la Unión Soviética se desmembró. Las juventudes comunistas asumieron la concretización de aquel proceso, que a última hora fue desvirtuado por el alcalde de Moscú, Boris Yeltsin, a la cabeza de un equipo formado en Washington. El subsiguiente saqueo de los bienes de la colectividad y el desplome de la economía provocado por ese saqueo significaron para la nueva Rusia un siglo de retroceso.
Un proceso similar debería llevar a la desaparición de Estados Unidos. El país perderá su fuerza centrípeta y sus vasallos acabarán abandonándolo antes del derrumbe final. Sólo tendrán posibilidades de salir mejor quienes hayan abandonado el barco antes del hundimiento. Normalmente, la OTAN debería extinguirse antes que Estados Unidos, de la misma manera que el Pacto de Varsovia se extinguió antes que la URSS.
La fuerza centrífuga que afecta a Estados Unidos
Con sólo 200 años de historia, Estados Unidos es muy joven como país. Su población aún sigue en plena formación, con oleadas sucesivas de inmigrantes provenientes de las más diversas regiones geográficas. Siguiendo el modelo británico, esos inmigrantes se unen en comunidades, según su origen, comunidades que conservan su propia cultura y no se mezclan con las demás. El llamado melting pot fue un concepto que en realidad existió sólo con el regreso de los soldados negros que combatieron en la Segunda Guerra Mundial y la abolición de la segregación que finalmente suscitó, en tiempos de Eisenhower y Kennedy, pero que finalmente desapareció.
La población estadounidense suele desplazarse mucho de un Estado a otro. Desde la Primera Guerra Mundial y hasta el fin de la guerra de Vietnam, los estadounidenses trataban de convivir en ciertos barrios. Aquella movilidad de la población se perdió durante una veintena de años. Y desde la disolución de la URSS los estadounidenses han vuelto a dividirse en guetos, pero no en función de criterios “raciales” sino de diferencias culturales. De hecho, Estados Unidos ya es un país dividido.
Estados Unidos ya no es una nación sino 11 naciones diferentes.
- Distribución geográfica de las 11 comunidades culturales rivales que hoy existen en Estados Unidos.
- Fuente: Colin Woodard
El conflicto interno de la cultura anglosajona
La mitología estadounidense vincula la existencia del país a los 67 «Padres Peregrinos» que llegaron a América a bordo del buque Mayflower. Era un grupo de fanáticos cristianos ingleses que ya vivía en «comunidad» en los Países Bajos y que logró que la Corona le asignara la misión de instalarse en el «Nuevo Mundo» para combatir allí el imperio español. Un grupo desembarcó en el actual Massachusetts, donde instauró una sociedad sectaria: la colonia de Plymouth, en 1620. Eran cristianos que imponían a sus mujeres el uso del velo y aplicaban durísimos castigos corporales a quien pecaba y se alejaba de la «Vía Pura», doctrina que dio lugar a que fuesen llamados «puritanos».
Los estadounidenses de hoy ignoran tanto la misión política de los «Padres Peregrinos» como su sectarismo y les rinden homenaje durante la celebración conocida como Thanksgiving o Día de Acción de Gracias. Aquellos 67 fanáticos religiosos han tenido una influencia considerable sobre un país que hoy cuenta 328 millones de habitantes. Ocho de los 46 presidentes de Estados Unidos –entre ellos Franklin Roosevelt, George Bush padre y George Bush hijo– se presentaron como descendientes directos de aquel grupo.
En Inglaterra, otros puritanos –organizados alrededor de Oliver Cromwell– protagonizaron una rebelión, decapitaron al rey, instauraron una República caracterizada por su intolerancia y perpetraron masacres contra los irlandeses, a quienes consideraban herejes por ser «papistas», o sea católicos. Los historiadores británicos designan aquellos hechos como la «Primera Guerra Civil» (1642-1651).
Más de un siglo después, los colonos del «Nuevo Mundo» se rebelaron contra los impuestos excesivos que debían pagar a la monarquía británica e iniciaron lo que los historiadores estadounidenses llaman la «Guerra de Independencia» (1775-1783), algo que los historiadores británicos ven como la «Segunda Guerra Civil». Los colonos que pelearon en aquella guerra eran ciertamente gente pobre sometida a durísimas condiciones de trabajo. Pero sus líderes eran descendientes de los «Padres Peregrinos», deseosos de hacer prevalecer su ideal sectario ante la monarquía británica que había recuperado el poder.
Ochenta años después, Estados Unidos se desgarraba con la Guerra de Secesión (1861-1865), conflicto que algunos historiadores estadounidenses designan como la «Tercera Guerra Civil» anglosajona. Ese conflicto estalló entre los Estados que –fieles a la Constitución original– deseaban mantener derechos de aduana para regular la circulación de bienes de un Estado a otro y un grupo de Estados que querían transferir los derechos de aduana al nivel federal y crear así un gran mercado interno. Pero en esa guerra se oponían al mismo tiempo las élites puritanas del norte a las élites católicas del sur, reproduciendo así el conflicto de las dos guerras anteriores.
Hoy se perfila en Estados Unidos una «Cuarta Guerra Civil» anglosajona, nuevamente por iniciativa de las élites puritanas. Esa continuidad se esconde bajo la transformación de esas élites que, incluso sin creer en Dios, conservan el mismo fanatismo. Son esas élites puritanas las que hoy se dedican a reescribir la historia del país. Según ellas, Estados Unidos es un proyecto racista de los europeos que los «Padres Peregrinos» no lograron corregir. Su credo dicta que hay que regresar a la «Vía Pura» mediante la destrucción de todos los símbolos del Mal –como las estatuas de los monarcas, de los ingleses y de los líderes confederados. Predican y hablan lo «políticamente correcto», aseguran que existen varias «razas» humanas, escriben «Negro» con mayúscula y «blanco» con minúscula y rinden culto a los abstrusos suplementos del New York Times.
- A la entrada de la sede de la «Pilgrim’s Society» (Sociedad de los Padres Peregrinos), Inglaterra y Estados Unidos sostienen “la antorcha que ilumina el mundo”.
La historia reciente de Estados Unidos
Cada país tiene sus demonios. Richard Nixon estaba convencido de que el peligro que Estados Unidos tenía que evitar a toda costa no era una guerra nuclear con la URSS sino esta posible «Cuarta Guerra Civil» anglosajona. Fue esa convicción lo que llevó a Nixon a recurrir al especialista en este tema, el historiador Kevin Philips, quien fue su consejero electoral, permitiéndole ganar dos elecciones presidenciales. Sin embargo, los herederos de los «Padres Peregrinos» no aceptaron su lucha y lo hundieron con el escándalo del Watergate –en 1972–, orquestado por el sucesor de Edgar Hoover, el fundador y casi sempiterno director del FBI.
Cuando el poderío estadounidense comenzó a perder fuerza, el grupo de presión imperialista, dominado por los puritanos, puso en el poder uno de los descendientes directos de los 67 «Padres Peregrinos», el republicano George Bush hijo. Miembros de su administración organizaron un shock emocional (los atentados del 11 de septiembre de 2001) y adaptaron las fuerzas armadas de Estados Unidos al nuevo capitalismo financiero, ante la mirada hipnotizada de sus conciudadanos. Su sucesor, el demócrata Barack Obama, dio continuidad a lo iniciado por la administración del republicano George Bush hijo, adaptando a su vez la economía estadounidense. En aras de llevar a cabo esa tarea, Obama eligió la mayoría del equipo que lo acompañó durante su primer mandato entre los miembros de la Pilgrim’s Society, o sea la «Sociedad de los Peregrinos».
En 2016 se produjo un acontecimiento disruptivo. Un presentador de televisión que había cuestionado la transformación del capitalismo estadounidense y la tesis oficial sobre los atentados del 11 de septiembre, Donald Trump, se presentó como candidato a participar en la elección presidencial. Comenzó conquistando el Partido Republicano y llegó a la Casa Blanca. Todos los que habían participado en la caída de Richard Nixon arremetieron contra Trump, incluso antes de su investidura como presidente. Finalmente han logrado impedir su reelección rellenando torpemente las urnas. Lo importante es que, durante su mandato, reaparecieron siglos de problemas y rencores de los que no se hablaba abiertamente. La población de Estados Unidos se dividió de nuevo alrededor de los puritanos.
Es por eso que, si bien resulta evidente que una mayoría de estadounidenses estuvo lejos de votar con entusiasmo por un senador senil, me parece erróneo decir que esta elección presidencial de 2020 era un referéndum sobre Donald Trump. En realidad fue un referéndum sobre los puritanos.
Un resultado conforme con el proyecto de los «Padres Peregrinos»
Al final de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, o Segunda Guerra Civil anglosajona, los sucesores de los «Padres Peregrinos» redactaron la Constitución estadounidense. No ocultaron su intención de crear un sistema aristocrático similar al modelo inglés. Tampoco ocultaron su desprecio por el pueblo. Es por eso que la Constitución estadounidense no reconoce la soberanía del Pueblo sino la de los gobernadores de cada Estado.
El pueblo que había ganado la guerra aceptó ese estado de cosas pero impuso a la Constitución 10 enmiendas que constituyen la Carta de Derechos (Bill of Rights) y según las cuales la clase dirigente no puede, en ningún caso, violar los derechos de los ciudadanos en nombre de alguna presunta «Raison d’Etat» (Razón de Estado). Aquella Constitución, así enmendada, aún se mantiene en vigor en Estados Unidos.
Si se acepta el hecho, ampliamente comprobado, que en el plano constitucional Estados Unidos nunca ha sido ni es una democracia… no hay razón para indignarse con el resultado de las elecciones. Aunque no está previsto en la Constitución, a lo largo de 2 siglos el voto popular para la elección presidencial ha ido imponiéndose poco a poco en cada Estado de la unión estadounidense. Los gobernadores deben seguir el resultado de ese voto al designar los 538 delegados o grandes electores, que a su vez deben votar por uno de los candidatos a la presidencia al reunirse el Colegio Electoral. Hay gobernadores que simplemente “rellenaron” las urnas, de manera por demás bastante torpe, tanto que en al menos un condado de cada 10 la cantidad de votos excede la cantidad de habitantes mayores de edad. Digan lo que digan los comentaristas, el hecho es que hoy es perfectamente imposible decir cuántos electores votaron realmente ni a quién habrían querido tener como presidente.
Un futuro sombrío
En esas condiciones, el presidente “electo”, Joe Biden, no podrá ignorar la justificada cólera de los partidarios de su contendiente. Simplemente no podrá unificar a los estadounidenses. Hace 4 años, yo escribía que Trump sería el Gorbatchov estadounidense. Estaba equivocado. Trump supo dar nuevos bríos a su país. En definitiva, será Joe Biden quien cargará con la culpa de no haber logrado mantener la unidad territorial de su país.
Los aliados de Estados Unidos, que no han percibido la cercanía de la catástrofe, van a sufrir graves consecuencias.