Globalistas o patriotas. Las revueltas de la élite contra la rebelión de la naciones.
Por Cristian Taborda
“Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración,
y nuestros ojos ven donde quiera muchedumbres”.
-Ortega y Gasset. “La rebelión de las masas”.
Tras la revolución francesa, la disputa ideológica se dirimió en una discusión liberal entre progresistas y conservadores, izquierda o derecha respectivamente. Ya en el siglo XIX la contienda pasó a ser entre liberalismo y marxismo, y con un capitalismo en auge, apareció el comunismo como alternativa. A principios del siglo XX surgen diversos movimientos de tercera posición y nacionalistas que van a ser divergentes tanto al liberalismo como al comunismo. Con la victoria de los “aliados” en la Segunda Guerra Mundial, la pugna ideológica se vuelca entre los ganadores: el imperialismo occidental de Estados Unidos y el imperialismo oriental soviético, culminando con la implosión de la URSS que consagra el absolutismo del capitalismo liberal norteamericano.
Dentro de este capitalismo financiero liberal absoluto se desenvolvió la confabulación entre “(neo)liberales” y socialdemócratas, un proceso que consolidó la globalización y la tecnocracia. Se logró un “consenso fabricado”, tal como describe Noam Chomsky, en referencia a Walter Lippman, donde mediante la propaganda y la manipulación de la opinión pública por parte de los monopolios de comunicación en manos del capital financiero se crea un “consenso democrático”, entre la centroizquierda y centroderecha liberal, la instauración del centro progresista de la élite global dominante, como también lo ha definido Aleksandr Dugin. Esta élite globalista profundizó la partidocracia, donde todos los partidos, incluidos aquellos que en algún momento fueron revolucionarios o leales representantes de los trabajadores, ahora rivalizan electoralmente de forma ficticia representando esos ideales liberal progresistas de una minoría.
Hoy, ante la crisis del Coronavirus y el fín de la globalización como consecuencia, ese consenso fabricado, el centro liberal progresista de la élite, se ha quebrado. Ya antes de la pandemia y tras la crisis económica del 2008 las expresiones patrióticas, soberanas y populistas habían emergido como alternativa al globalismo. El rechazo de los pueblos hacia esa oligarquía financiera y sus expresiones de izquierda o derecha fue creciendo con la aparición de movimientos como el de los “chalecos amarillos”, el símbolo de la lucha entre el pueblo trabajador excluido representando a la soberanía de una nación y la élite globalista representada en el gobierno de Macron, un empleado de la banca Rothschild.
Claro está que estos movimientos populistas y las expresiones electorales que reivindican a los trabajadores, la soberanía y la cultura nacional de cada país son atacados por el circo mediático y los liberprogres (la centroizquierda y centroderecha) desde sus dos alas, por el lado de la izquierda al que se atreva a criticar al progresismo se le acusa de “fascista”, “nacionalista” o “ultraderechista”, y por el lado de la derecha el que critica al neoliberalismo se le tilda de “populista” o “comunista”. Es la desesperación por deslegitimar a la expresión política, de esa rebelión de las naciones que escapa al consenso progre, por izquierda y por derecha, del globalismo.
La revuelta de las élites
El sociólogo estadounidense Christopher Lasch en la “Rebelión de las élites y la traición a la democracia” realiza una crítica al libro de Ortega y Gasset, arriba citado, donde describe cómo se han alejado las élites de las costumbres y valores de la cultura a la que pertenecen siendo el pueblo quien ahora los conserva y se niega a la visión cosmopolita y progresista de la historia de una “elite hipócrita y egocéntrica”. Dice Lasch: “La rebelión de las masas que Ortega y Gasset tanto temía no constituye ya un peligro real. Pero la revuelta de las élites contra las tanto tiempo honradas tradiciones de localidad, obligación y contención todavía puede desatar una guerra de todos contra todos”.
En las últimas semanas vimos como las movilizaciones de “Black lives Matter” por el asesinato de George Floyd, en manos de la policía del Estado de Minnesota, en la ciudad de Minneapolis, gobernado por el alcalde demócrata Jacob Frey, alcanzaron un carácter insurreccional y de revuelta hacia el gobierno de Donald Trump, quien no dudó en señalar al Deep State y la agrupación ANTIFA como promotores del caos, donde además el abogado del presidente, Rudolph Giuliani, acusó a George Soros de estar detrás del financiamiento de esas movilizaciones. Ya en 2017 el ex alguacil del condado de Milwaukee, David Clarke, también había dicho que el magnate “ha secuestrado la organización Black Lives Matter”. Pero no quedó sólo en EEUU esta peculiar forma de manifestaciones sobre lo que se denomina la reivindicación de “derechos de minorías”: estas protestas contra la discriminación, el racismo, la xenofobia y por el respeto a las minorías raciales y de género se extendieron a Europa, donde las principales movilizaciones se dieron en Francia y Gran Bretaña.
Un hecho singular que caracterizó todas estas revueltas, que terminaron siempre en saqueos y disturbios entre manifestantes y la policía, es que fueron blanco de ataque monumentos de relevante importancia en la historia de cada país y símbolos culturales. Es asi el caso de la histórica Iglesia de San Juan, cercana a la Casa Blanca, que fue prendida fuego al igual que la bandera de los Estados unidos. En Boston fue decapitada una estatua de Cristóbal Colón y en Londres fue vandalizado el monumento a Churchill, derribadas otras estatuas y hasta la esfigie de Abraham Lincoln fue blanco de las protestas antirracistas en Parliament Square.
Estos hechos tienen similitud con el procedimiento de las denominadas “revoluciones de colores” y la “primavera árabe”, llevadas a cabo en el este europeo y en Oriente medio, en lo que podríamos llamar guerras de cuarta generación o guerras híbridas como plantea el autor William Lind, donde la guerra ahora no es sólo de Estados contra Estados sino que entran en acción actores no estatales. En estas guerras asimétricas, la propaganda y la influencia de la opinión pública son claves, el principal factor de movilización son las redes y los medios. El Estado pierde el monopolio de hacer la guerra. Vaticinaba Lind a principios de siglo “Estados Unidos es un candidato principal para la variedad local de la guerra de Cuarta Generación” (Understanding Fourth Generation War; 2004).
Las maniobras tácticas de este actor no estatal, la oligarquía financiera internacional, parece coincidir con la descripción de Lind donde ante la rebelión de las naciones y el resurgir de los nacionalismos y el sentido patriótico aparecen las revueltas de la élite, como los nuevos partisanos pero esta vez defendiendo la ocupación extranjera y al servicio del fascismo financiero, haciendo del desorden un negocio. Si la pandemia trajo una nueva forma del capitalismo, ahora un capitalismo sanitario donde el foco está puesto en la medicalización de la vida y el poder político de la medicina, con la intervención autoritaria de ésta, estableciendo cordones sanitarios y haciendo del Estado político un Estado médico, en el cual se hace de la medicina una estrategia biopolítica de control como describía Michel Foucault, junto a este capitalismo sanitario aparece la geopolítica del caos: el intento de la fragmentación de territorios, la desintegración social y la guerra psicológica.
La rebelión de las naciones
Ante la rebelión de las naciones que reivindican la soberanía y el poder de tomar decisiones dentro de su territorio poniendo límites a la injerencia de los organismos internacionales que representan al globalismo, tal como lo son el FMI, Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio o la Organización Mundial de la Salud, por dar algunos ejemplos, la élite globalista hace uso y despliega el dispositivo mediático-tecnológico para neutralizar la política y los movimientos nacionales, generando revueltas funcionales a sus intereses, creando caos para así influir en la agenda y poder manipular la opinión pública, deslegitimar a quien se oponga a las protestas reivindicando el derecho a defender la soberanía, la cultura y la historia nacional, para así una vez desestabilizado el oponente avanzar e instalar políticas afines a la oligarquía financiera.
La desmoralización y la destrucción cultural, forman parte de esta estrategia de acción psicocultural que tiene como objetivo deconstruir la historia, borrar las tradiciones y modificar las costumbres, haciendo uso de la máxima de Orwell: “Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”.
En el “Modelo argentino para el Proyecto Nacional” Juan domingo Perón ya avizoraba esta neocolonización ideológica y su intento de destrucción espiritual, cuyo núcleo hoy es por un lado la ideología de género y por el otro la teología del mercado. En esa exposición Perón decía: “En muchas ocasiones me he referido a la sinarquía, como coincidencia básica de grandes potencias que se unen -a despecho de discrepancias ideológicas- en la explotación de los pueblos colonizados. Estoy convencido que existe una sinarquía cultural. Todo argentino que, a través de una actitud libresca y elitista, asimile las pautas culturales de ambas potencias, ya sea asumiendo una visión competitiva y tecnocrática del hombre, como una Interpretación Marxista de los valores de la cultura, trabaja deliberada o inconscientemente para que la sinarquía cercene irreparablemente nuestra vocación de autonomía espiritual y obstruya interminablemente la formación de una auténtica cultura nacional”.
Este fragmento debe interpretarse como la oposición de los dos polos de poder en disputa, a lo que Carl Schmitt definía como “la pelea por el poder de la unidad del mundo” la fe en el progreso y la técnica por un lado y el credo en el materialismo histórico por el otro.
La idea del “hombre lobo del hombre” con el liberalismo y el autoritarismo estatal con el comunismo. Ni la atomización de la libertad absolutista ni el colectivismo que elimina la libertad personal.
Ninguna de esas dos opciones son determinantes, más bien como decía Schmitt debe volverse a una concepción cristiana de la historia y no materialista como estas dos ideologías, en donde se ponga en armonía tanto los intereses y libertades individuales como las ideas y valores comunitarios, volver a los ideales trascendentes por sobre los materiales. Y esto se puede lograr sólo a través del orden ante la anarquía liberal y la comunidad frente al totalitarismo estatal.
Esta sinarquía cultural transnacional ha encontrado en la visión tecnocrática y competitiva del individuo junto al relativismo de los valores morales y el hedonismo la combinación perfecta para socavar la cultura de los pueblos y la destrucción nacional. Destruyendo así los fundamentos éticos.
Globalistas o patriotas
Estas revueltas utilizadas por la oligarquía financiera contra la rebelión patriótica de las naciones que no es más que la expresión de los pueblos por conservar su fé, su identidad, su cultura, el trabajo y la familia ante el nihilismo, la desidentidad, el multiculturalismo globalista, la miseria y el individualismo, es una muestra de debilidad y esfuerzo de evitar a cualquier precio el poder en posesión de las naciones, del pueblo soberano. Poder que se encuentra en manos de una minoría apátrida representada por una burocracia global que toma decisiones de manera ilegítima y antidemocrática en función del dinero, es decir los globalistas, contra la mayoría, contra los pueblos y el interés nacional de cada uno, contra los trabajadores que comparten una comunidad, una historia, una lengua, una cultura en común, es decir los patriotas.
Las discusiones ideológicas de la modernidad han quedado superadas, la lucha izquierda-derecha, capitalismo-comunismo, ya no hacen referencia a la realidad o explican poco. Esa dialéctica, que desenvolvió el espíritu de una época, da paso a un nuevo antagonismo que no es la lucha de clases, ni entre razas o entre géneros, es la histórica confrontación entre pueblo u oligarquía, patria o antipatria, hoy globalistas o patriotas. Es la lucha entre los poderes éticos del pueblo contra el poder económico de la oligarquía financiera. El poder de las naciones y el interés nacional contra el poder global y los intereses transnacionales. Entre el nacionalismo cultural y el multiculturalismo globalista. Es el Estado Nación y la soberanía contra los organismos internacionales y la gobernanza global. Como dijera Juan Domingo Perón en 1968, es la hora de los pueblos. Es la hora de patriotas.