Evita en palabras de Perón: “Mientras yo ponía los ladrillos, ella abrigaba a los que estaban afuera para que no murieran de frío”

“Sin duda, el peronismo no hubiera sido el mismo sin Eva Perón. Ella puso la cuota de amor y fanatismo que necesitan las grandes causas. Mientras yo ponía los ladrillos, construía la casa grande que nos iba a cobijar a todos, ella abrigaba a los que estaban afuera para que no se murieran de frío esperando para entrar. Ella fue candidato a todo y nunca quiso ser nada. Era una mujer tan extraordinaria que dejó una obra que creo que no se olvidará en la historia argentina, aunque pasen muchos años.”
-Testimonio grabado en Puerta de Hierro en 1971, en “Perón, Sinfonía del Sentimiento” de Leonardo Favio

 

Compartimos en esta nota las palabras de Perón sobre Evita, un excelso retrato escrito en su libro, “La fuerza es el derecho de las bestias”, redactado en el exilio:

Eva entró en mi vida como el destino. Fue un trágico terremoto que sacudió la provincia de San Juan, en la Cordillera, y destruyó casi enteramente la ciudad, el que me hizo encontrar a mi mujer. En aquella época yo era Ministro del Trabajo y Asistencia Social. (…) Millares de personas habían quedado sin techo, aisladas en zonas gélidas y escuálidas, al otro lado de unas montañas temibles y lóbregas, cuyo único ornamento son las nieves perpetuas. Vi en Eva una mujer excepcional, una auténtica “pasionaria” animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con la de los primeros creyentes. Eva debía hacer algo más que ayudar a la gente de San Juan; debía trabajar por los desheredados argentinos puesto que en esos tiempos, en el plano social, la mayoría de los argentinos podía compararse a los sin techo de la ciudad de la Cordillera, triturada por el terremoto.

(…)

Eva se puso inmediatamente al trabajo; desde aquel momento perdía prácticamente a mi mujer. Nos veíamos raramente y de pasadita, como si viviésemos en dos ciudades distintas. Eva, efectivamente, pasaba con mucha frecuencia la noche en su oficina y volvía a casa al amanecer. Yo, que de ordinario salía de la villa a la seis de la mañana para ir a la Casa Rosada, me la encontraba en la puerta, un poco cansada pero siempre satisfecha de sus fatigas. Un día le dije: “Eva, descansa y piensa que también eres mi mujer”. Ella se puso seria y me respondió: “Es justamente así como me doy cuenta de que soy tu mujer”.

(…)

En España tuvo una recepción entusiasta. Todas las noches me telefoneaba a Buenos Aires sus impresiones. Por muchos días después de su regreso, me contó las peripecias del viaje. Le parecía haber vivido una fábula extraordinaria. Lo que mayormente le impresionaba fue la visita al Papa y al Vaticano. “Entrando a la plaza de San Pedro, me dijo, tuve la impresión de haber entrado a otro mundo. Roma parecía alejada mil millas y casi casi, ni se sentían los rumores. En el Vaticano todo era quieto, silencioso, ordenado, maravilloso. Aquel pequeño Estado que vive en torno de una majestuosa Basílica, es un continente. El Papa me pareció una visión. Su voz era como un sonido, moderado y lejano. Me dijo que seguía muy de cerca tu obra, que te consideraba un hijo predilecto y que tu política ponía en práctica de manera más que laudable, los principios fundamentales del Cristianismo”.

(…)

Evita ya no tenía sangre, ya no tenía pulso: estaba descarnada y blanda como una sombra. Era toda nervios y voluntad. En su rostro no se notaban más que los ojos, hundidos, encendidos por la fiebre, cercados de ojeras. El mal la devoraba sin piedad.
“Si no te sometes a reposo, te mueres”, le decía yo y ella me respondía: “Si me someto a reposo, ¿quién cuidará de esa gente?”. No había palabras que lograran convencerla de la necesidad de moderar el ritmo de su trabajo.

(…)

Una vez que la reprendí ásperamente, me respondió: “Sé que estoy muy enferma y sé también que no me salvaré. Pienso, sin embargo, que hay muchas cosas más importantes que la vida y si no las llevase a cabo, me parecería que no habría cumplido mi destino”.

(…)

El día antes de morir me mandó llamar y quiso permanecer sola conmigo. Me senté a la orilla de la cama y ella hizo un esfuerzo para incorporarse; su respiración era ya un estertor agónico. “No me queda ya mucho que vivir”, dijo balbuceando las palabras. “Te agradezco cuanto has hecho por mí. Te pido una sola cosa…”. La palabra murió en sus labios blancos y finos; su frente estaba perlada de sudor. Volvió a hablar en tono más bajo; su voz era apenas un susurro… “No abandones a la gente pobre… Es la única que sabe ser fiel…”.

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