Por Thierry Meyssan
En el siglo XVIII, los economistas británicos del capitalismo, reunidos alrededor de David Ricardo, ya se interrogaban, sobre la perennidad de ese sistema. Lo que al principio reportaba enormes ganancias acabaría convirtiéndose en algo ordinario, dejando de enriquecer a quienes inicialmente habían obtenido beneficios. El consumo no podría justificar eternamente la producción en masa. Más tarde, los socialistas –alrededor de Karl Marx predecían el inevitable fin del sistema capitalista [1]. La muerte de este sistema debió haber ocurrido en 1929. Pero, para sorpresa de todos, logró sobrevivir. Hoy nos acercamos a un momento similar: para Occidente, la producción de bienes ya no reporta suficientes ganancias, sólo logra hacer dinero el mundo de la finanza. En todo el mundo occidental se reduce el nivel de vida de la gran mayoría de la gente, mientras que crece escandalosamente el patrimonio de unos pocos individuos. El sistema está otra vez al borde del colapso definitivo.
¿Podrán aún los súper capitalistas salvar sus enormes fortunas o veremos producirse una redistribución aleatoria de la riqueza como resultado de un enfrentamiento generalizado?
LA CRISIS DE 1929 Y LA SUPERVIVENCIA DEL CAPITALISMO
Cuando estalla en Estados Unidos la crisis de 1929, las élites occidentales estimaron que había muerto la gallina de los huevos de oro y que era necesario encontrar rápidamente un nuevo sistema o la humanidad moriría de hambre.
La lectura de la prensa estadounidense y de la prensa europea de aquella época resulta particularmente instructiva para los interesados en comprobar la angustia que reinaba en Occidente. Inmensas fortunas se esfumaban en sólo un día. Millones de obreros se veían abruptamente lanzados a la calle y, sin perspectivas de hallar un nuevo empleo, eran víctimas no ya de la miseria sino del hambre.
Los pueblos se rebelaban. En numerosos países, la policía reprimía a tiros las multitudes enfurecidas. Nadie creía que el capitalismo fuese capaz de cambiar y menos aún de renacer. Aparecían entonces dos nuevos modelos: el estalinismo y el fascismo.
Aunque hoy, un siglo después, tenemos una visión diferente de todo aquello, en aquel momento todo el mundo estaba consciente de las taras de ambas ideologías. Pero lo más importante era saber quién lograría realmente alimentar a su población. Ya no había derecha ni izquierda, sólo un generalizado “sálvese quien pueda”.
Benito Mussolini, quien había dirigido el principal diario socialista italiano antes de la Primera Guerra Mundial –antes de convertirse en agente del MI5 británico durante ese conflicto–, devino en líder del fascismo, que se veía entonces como la ideología que iba a garantizar el pan a los obreros. Josef Stalin, quien había sido bolchevique durante la Revolución Rusa, liquidó a casi todos los delegados de su partido y renovó su dirigencia para construir la URSS, considerada entonces como una concretización de la modernidad.
Pero ninguno de los dos logró hacer prevalecer su modelo. En definitiva, los economistas siempre acaban viéndose obligados a ceder el paso a los militares. Las armas tienen siempre la última palabra.
Estalló la Segunda Guerra Mundial, la URSS y los anglosajones obtuvieron la victoria y el mundo asistió a la caída del fascismo. Estados Unidos era el único país que había escapado a la devastación de la guerra y el presidente Franklin Roosevelt, al organizar el sector bancario, dio al capitalismo una segunda oportunidad. Estados Unidos reconstruyó Europa, absteniéndose de presionar a los obreros europeos… por temor a verlos volverse hacia la URSS.
LA CRISIS POST-URSS
Sin embargo, con la desaparición de la URSS, a finales de 1991, el capitalismo, huérfano de rival, regresó a sus viejos demonios. En pocos años, las mismas causas producen los mismos efectos: la producción comienza a decrecer en Estados Unidos y las transnacionales trasladan los empleos a China. La clase media sufre un lento proceso de erosión. Los propietarios estadounidenses de capitales se sienten amenazados e inician experimentos tratando de salvar su país y de mantener el sistema.
El primero de esos experimentos consistió en convertir la economía de Estados Unidos en exportadora de armamento y utilizar las fuerzas armadas estadounidenses para controlar las fuentes de materias primas y de recursos energéticos en la parte no globalizada del mundo. Es ese el proyecto –la adaptación del «capitalismo financiero», si tal fórmula compuesta de dos elementos radicalmente opuestos tuviese algún sentido real–, la doctrina Rumsfeld-Cebrowski [2], lo que llevó el «Estado Profundo» estadounidense a orquestar los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la «guerra sin fin» en el Medio Oriente ampliado. Ese episodio ha dado al capitalismo un respiro de 20 años, pero las consecuencias internas –en Estados Unidos– han sido desastrosas para la clase media. El segundo intento consistió en frenar el intercambio internacional y tratar de forzar el regreso de los empleos y de la producción a Estados Unidos, intento que emprendió Donald Trump durante su mandato presidencial. Pero Trump había declarado la guerra a los organizadores estadounidenses del 11 de septiembre y nadie lo ayudó a tratar de salvar su país.
También se planteó una tercera posibilidad: olvidarse de las poblaciones de los países occidentales y llevarse los megamultimillonarios a vivir en un Estado robotizado, desde donde podrían dirigir sin temor los movimientos de sus inversiones. Eso es el proyecto Neom que el heredero del trono saudita, el príncipe Mohamed ben Salman, comenzó a construir en el desierto de Arabia Saudita, con la bendición de la OTAN. Después de un periodo de intensa actividad, los trabajos allí están hoy en punto muerto.
El antiguo equipo de Donald Rumsfeld –el secretario de Defensa recientemente fallecido de George Bush hijo–, equipo que incluía a los doctores Richard Hatchett [3] y Anthony Fauci [4], decidió dar inicio a una cuarta opción alrededor de la pandemia de Covid-19. Se trata de proseguir y de generalizar en los Estados desarrollados lo que ya se había iniciado en 2001. El confinamiento masivo de las poblaciones sanas ha llevado los Estados a endeudarse. El uso intensivo del teletrabajo ha abierto el camino a la deslocalización de decenas de millones de empleos. El «pase sanitario» o «pasaporte covid» ha legalizado la imposición de una sociedad basada en el control y la vigilancia masiva sobre la población.
KLAUS SCHWAB Y EL «GRAN REINICIO» (THE GREAT RESET)
En ese contexto, el presidente del Foro de Davos, el alemán Klaus Schwab publica su libro Covid-19: The Great Reset, libro que no es la exposición de un programa sino un análisis de la situación y pretende anticipar las posibles evoluciones.
Covid-19: The Great Reset en realidad fue escrito por los miembros del Foro de Davos y su lectura nos permite tener una idea del lamentable nivel intelectual de esos individuos. El texto es una sucesión de clichés, donde se amontonan además una mezcolanza de citas de grandes autores y las cifras catastrofistas de Neil Ferguson, el gurú del Imperial College [5].
En los años 1970-1980, Klaus Schwab fue uno de los directores de la compañía Escher-Wyss, que tuvo un importante papel en el programa de investigación nuclear de la Sudáfrica del apartheid, contribución violatoria de la resolución 418 del Consejo de Seguridad de la ONU. Posteriormente, Klaus Schwab creó un club de jefes de empresas que acabaría convirtiéndose en el Foro Económico Mundial de Davos. El cambio de nombre se concretó con ayuda del Centro para la Empresa Privada Internacional (CIPE) que es la rama patronal de la National Endowment for Democracy –la tristemente célebre NED–, la cual es a su vez una pantalla de la CIA. Es por eso que en 2016 Klaus Schwab aparecía registrado en el Grupo de Bilderberg –órgano de influencia de la OTAN– como “funcionario internacional”, algo que Schwab nunca ha sido oficialmente.
En su libro Covid-19: The Great Reset, Klaus Schwab prepara a sus lectores para la implantación de una sociedad orwelliana, y lo hace anunciando todo tipo de hecatombes, hasta la muerte del 40% de la población mundial en la pandemia de Covid-19. Sin embargo, Schwab no propone nada concreto, de hecho ni siquiera parece preferir alguna opción. Lo único que queda claro en su libro es que él y su público no decidirán nada pero que están dispuestos a aceptar lo que sea para conservar sus privilegios.
CONCLUSIÓN
Es evidente que estamos a las puertas de un cambio trascendental, capaz de barrer con todas las instituciones occidentales. Ese cataclismo podría evitarse de una manera muy simple, bastaría con modificar el equilibrio de las remuneraciones entre el trabajo y el capital. Pero es improbable que se aplique tal solución porque eso sería el fin de las megafortunas.
Si tenemos en cuenta esos datos, veremos que la rivalidad entre Occidente y el Oriente sólo es superficial. No sólo porque los asiáticos no piensan en términos de competencia sino sobre todo porque saben que están asistiendo a la agonía de Occidente.
Es por eso que Rusia y China construyen su mundo sin apuro… y sin esperanzas de que Occidente se integre a ese mundo, porque ven a Occidente como una fiera herida a la que no pretenden enfrentarse. Sólo prefieren apaciguarla, aliviar sus dolores en la medida de lo posible y acompañarla, sin violencia, hasta su suicidio.
[1] Critique de l’économie politique, Karl Marx, 1867.
[2] «La doctrina Rumsfeld-Cebrowski», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 25 de mayo de 2021.
[3] «Covid-19 y “Amanecer Rojo”», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 28 de abril de 2020.
[4] «Publican más evidencia sobre el posible origen del Covid-19… y apunta a Estados Unidos», Red Voltaire, 7 de octubre de 2021.
[5] «Covid-19: Neil Ferguson, el Lysenko del liberalismo», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 19 de abril de 2020.
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