El progresismo y el misterio de la violencia. Por Facundo M. Quiroga

El progresismo y el misterio de la violencia

Por Facundo M. Quiroga

La gota y el vaso

El asunto del asesinato de Fernando Báez Sosa de parte de un grupo de jóvenes varones que practican el rugby en la localidad bonaerense de Villa Gesell, puede ser tomado como un botón de muestra de cómo, con otro paraguas ideológico, el progresismo opera de la misma forma en que lo hacen los medios más reaccionarios, bajo una metodología común, en base a la maniobra fundamental de simplificar las causas del hecho utilizando para ello lo que proponen sus marcos teóricos (nuevamente, los lugares comunes: machismo, racismo, clasismo, comportamientos “tóxicos” que se reproducen, en este caso, en el mundo del rugby). Esto es respaldado hoy por voces ministeriales, encargadas de reproducir dichos simplismos, imprimiendo una lectura unívoca y totalitaria del fenómeno de la violencia.

El hecho reviste una cierta simpleza si lo tomamos desde la dimensión meramente anecdótica: un grupo de jóvenes de entre dieciocho y veinte años, jugadores de rugby, de la localidad de Zárate, Provincia de Buenos Aires, a la salida de un local nocturno, asesina a golpes a otro joven luego de una pelea entre grupos que se realizó allí dentro, luego de ser previamente desalojados por sus empleados de seguridad. Es decir, se trata de un acto de violencia claramente delimitado por grupos etarios, en una locación y situación específica, lo que, a priori, lo emparenta con no pocos casos de reyertas similares, independientemente de los grupos de clase o étnicos de que se trate. Es decir, comparten situaciones y desencadenantes comunes (acción en grupo, pérdida de sentido de racionalidad, alcohol, a veces drogas) con diversos colectivos, más allá de la etnia o la clase, e incluso del género, ya que se trata de un fenómeno no precisamente excepcional también entre adolescentes y jóvenes mujeres, de clases populares, medias, altas… Lo que sí se destaca es la finalización del hecho de forma letal, que no hubiera ocurrido sin las circunstancias y condiciones desencadenantes.

Acentuamos esto, porque nos encontramos con un problema serio en cuanto al abordaje de dicho fenómeno, a la luz de lo aparecido y reproducido hasta el hartazgo en la televisión, redes sociales, y demás medios, y es que, en primer lugar, los medios progresistas, pero también el grueso de los investigadores en ciencias sociales, hace ya un tiempo que han caído en la seducción de pretender explicar la violencia a la luz de una nueva variable de moda: el género. De repente (en la academia los bifes se cuecen de a poco, en los medios y las redes, no) nos encontramos con una pléyade de autores que comienzan a buscar la causa de la violencia en el “machismo”: el “mandato de masculinidad”, la “masculinidad tóxica”, la “masculinidad hegemónica”, y otras denominaciones, comienzan a adosarse a categorías manejadas con anterioridad. Hasta ahí, bien, el problema es que, si uno se retrotrae a cuando esos medios relataban sus explicaciones sin las antedichas recurrencias, todos los artículos y los papers académicos actuales parecen ser exactamente iguales, es decir, sólo se agregó la variable género, pero en sí la argumentación que los sostiene es la misma, sólo que con un aditamento: aparentemente, la “masculinidad” estaría interactuando con el clasismo, el racismo… pero la base explicativa es la misma, y sobre ello nos extenderemos.

Para el Ministerio no es un misterio

Teniendo en cuenta lo antedicho, observamos una para nosotros nada casual intervención, que es la primera en términos de declaraciones oficiales respecto de dicho acontecimiento: se trata de una opinión, o texto alusivo, de parte del flamante Ministerio de La Mujer, Género y Diversidad. Reproducimos a continuación, algunos extractos de la “explicación” del suceso que ofrece dicho Ministerio, conducido por la Abogada miembro del CELS (Fundación Ford, Open Society Foundations, etc.) Elizabeth Gómez Alcorta en su Instagram oficial el día 23 de enero, y que nos llamaron la atención por ajustarse demasiado apresuradamente a las tesis progresistas:

“La identidad, el “quiénes somos” es una construcción cultural (cursivas nuestras, ídem siguientes) que muchas veces se disfraza de determinismo biológico. Esto significa que lo que se cree “natural” de cada género es, en esencia, aprendido socialmente y por lo tanto (¡y por suerte!) puede cambiar.⠀ ‬

El tema es: ¿con qué parámetros vamos dando forma a nuestra identidad? Aparece el problema, hay un sistema de valores y creencias que se impone con fuerza y moldea formas de ser que reproducen desigualdades y prácticas muy violentas: el famoso “patriarcado”.‬⠀⠀

(…) Entonces, ¿el problema es la práctica de un determinado deporte? No. Y en muchos casos, tampoco lo es el alcohol sino el vínculo tóxico que el patriarcado les impone tener con esas prácticas y que con el objetivo de “pertenecer” se ejecutan sin cuestionamientos.⠀

¿Qué tiene que ver esto con la violencia? Todo. El modo en que los varones construyen su “masculinidad” es determinante para ponerle un freno a la violencia. Entender que hay otras formas (¡mucho más sanas y humanas!) de desarrollarse en libertad es clave para empezar a cambiar.”⠀

Nos llama la atención que, en primer lugar, se pretenda cuestionar el “determinismo biológico” aduciendo, seguidamente, que lo que se cree natural de cada género (lo natural alude más bien al sexo y no al género, otro grave error del Ministerio) es “en esencia” aprendido. Es decir, se alude a un esencialismo, o sea que, a partir de ahora, la esencia, la base, el “ser” de los problemas relacionados con la violencia, será pura y exclusivamente explicado por los factores que nosotros decimos. ¡Es gravísimo que dicho Ministerio aplique el término “esencia” para explicar un fenómeno multivariado!

¿Cuál es esa “esencia” entonces? El “patriarcado”. Y es interesante aún más cuando se apela a que el problema “aparece”: podemos leer entre líneas que, tal como lo delata la narrativa de los medios progresistas, la variable emerge, no se construye operatoria y empíricamente como debe ser en todo proceso de investigación. Es más, el Ministerio presupone que se impone con fuerza, es decir, adolece de un determinismo que, tan solo unas lineas atrás, criticaba. Y la cosa se pone aún peor cuando ese determinismo se traduce en una conclusión incorrecta: la violencia, en su conjunto, y en su “esencia”, es un problema de “masculinidad”. Presupone, por ende, que todos los que intervinieron en el homicidio de Fernando fueron educados, “moldeados” de forma lineal, absoluta y unívoca, en, por y para el “patriarcado”.

De esto podemos deducir un gran problema metodológico, que relacionamos con lo antedicho respecto de la misma operatoria a la hora de explicar el fenómeno de la violencia que desarrollan los medios de corte reaccionario: para éstos, el problema es que los violentos son pobres, negros, y la solución es imponer la “meritocracia” a todos en un sistema de “libre mercado”. Ahora bien, resulta que para el progresismo el problema es que son ricos, blancos y… varones heterosexuales, y la solución pasaría por hacer caer ese “sistema de valores” que todo, todo lo invade, llamado “patriarcado”. Esa sería la única novedad que dichos artículos e investigaciones “aportan”. Algo no cierra si, sencillamente, nos hacemos la pregunta: ¿entonces, al final, mataron al muchacho porque son varones heterosexuales? Más allá de la “toxicidad” de sus prácticas, ¿esa es la “esencia” a la que alude el Ministerio para explicar la violencia que se traduce en un delito? Los lectores no muy avezados de dichos medios, y adherentes al ideario del Ministerio, finalmente, comenzarán a decantar hacia la explicación por causas de género. “Ah, es el machismo, entonces. El machismo mata. Y no sólo mata mujeres, también mata otros varones”, se dirán a sí mismos.

El tema es que sabemos que esto no es así: ni todos los ricos, ni todos los blancos, ni todos los varones heterosexuales son portadores por el hecho de serlo, del “gen” o la “esencia” de la violencia. Es más, nos atrevemos a decir que una infimísima minoría desarrolla conductas que conduzcan finalmente a una acción como el homicidio de Fernando. El recurso facilista para ahorrar a los lectores el debido trabajo intelectual está a la vista: convertir a todos y cada uno de los varones, blancos, heterosexuales y ricos, en exponentes de la opresión. Y a los funcionarios, a los Ministerios, en actores necesarios de un proceso de pacificación que implicaría sancionar (penal o pedagógicamente) a todos los agresores o potenciales agresores que, desde ya, son los blancos, varones, heterosexuales y ricos, aún no habiendo cometido la enorme mayoría de estos ningún delito, o por lo menos ningún homicidio. Entonces, el propio Ministerio, con una imprudencia absoluta, moviliza a marcar a los potenciales opresores, que serán ni más ni menos que los que se ajusten a los “tóxicos” que el mismo postule en sus declaraciones. Recordemos que se trata de un Ministerio, no es cualquiera el que está opinando.

La bella y seductora teoría

El principal sostén de las explicaciones reproducidas por el progresismo, es el concepto de “interseccionalidad”, creado por la antropología feminista anglosajona: se trata de un proceso acumulativo de rasgos o marcas que clasifican a los seres humanos en grados de opresión, y que se encuentran entre ellas en determinadas situaciones o comportamientos, y que pueden sintetizarse en dos polos que serían el ejercicio de la opresión y el padecimiento de la misma. Se trata de tomar a un ser humano, observarlo atentamente, y contar y analizar determinadas características del mismo para ubicarlo en la tabla o grilla de factores de opresión. Por ejemplo: un varón, heterosexual, blanco, joven, sin discapacidades, rico, sería un máximo nivel de opresión, es decir, un individuo con rasgos casi completos de “opresor”. Y el sólo hecho de portar estas “marcas de privilegio” lo constituyen en un ejemplar de la opresión. Las ciencias sociales posmodernas, por ende, pasarán a juzgar con mucha mayor severidad a todos los actos de violencia que sean perpetrados por individuos o grupos que concentren dichas “marcas”. Problema fundamental: la violencia grupal, tal como lo afirmamos previamente, excede ampliamente dicho criterio de demarcación; sólo pensar, por ejemplo, en las barras bravas de fútbol: nadie podría afirmar que ellas acumulan todas las “marcas del opresor” que implicarían la máxima violencia y vileza…

El problema es que, si uno se informa correctamente sobre el asunto, pone entre paréntesis sus sistemas de ideas rectoras, y pone un pie en la ciencia informada, interdisciplinaria y rigurosa (“recemos”, por favor, para que el rigor científico continúe desarrollándose por lo menos en algunos sitios, más allá de las coloraturas ideológicas, si no, estamos fritos), no para de encontrar evidencia de que dicha intersección muy lejos está de explicar el fenómeno de la violencia como lo sostienen los medios e investigadores progresistas, muy hostiles a dar lugar a otras posibles hipótesis, sobremanera las que provienen de la psicología evolutiva y evolucionista, la estadística aplicada a las ciencias sociales, o la antropología biológica.

Lo triste es que los medios progresistas (y en esto son más hipócritas que los reaccionarios, que publican en un registro claramente jactancioso y frontal, es decir, “se la bancan” en su posición, haciendo coincidir de forma honesta lo que proponen en el discurso periodístico y lo que proponen políticamente), ya ahora amparados por las declaraciones de un Ministerio, han desarrollado excelentes mecanismos de difamación y desacreditación para con todos aquellos que disientan con sus apresuradas explicaciones que, dicho sea de paso, últimamente se están reproduciendo con más velocidad que las reaccionarias, ya que, por ser políticamente correctas, aquéllas han encontrado hace ya tiempo su nicho también en los medios dominantes, otrora catalogados de conservadores. Por otra parte, a éstos también les sirve para simular apertura, pero también para consolidar sus posicionamientos ideológicos en sus columnas más resonantes. En este sentido, ya debería entenderse perfectamente cómo tanto conservadores como progresistas se complementan.

Hace unos meses, en la localidad de Cruz del Eje, Córdoba, se sentenció a veintitrés años de prisión a Flavia Saganías, mujer que instigó un homicidio, previa presentación de una denuncia falsa de abuso sexual a su ex pareja, con escrache en redes, violación y tortura incluidos; sentencia que contó con un enorme plexo probatorio, por otra parte. Todos, absolutamente todos los medios progresistas, a sabiendas, ocultaron los sólidos argumentos de la sentencia, y respaldaron la performance de la agrupación feminista Actrices Argentinas en solicitud de libertad a la condenada. Una mujer que fue sentenciada, junto con otras familiares, por tortura, intento de homicidio… es decir, formas extremas de la violencia. Nos preguntamos cómo se las arreglarían los medios progresistas y los integrantes del Ministerio para ubicar ese aberrante delito en su tabla de opresiones.

Las explicaciones al fenómeno de la violencia que reproducen el progresismo y el Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, dejan mucho que desear. Es el reduccionismo sociocultural el que instiga a rechazar la combinación de factores que ocasionan la violencia, la violencia como una consecuencia de condiciones pretéritas, algo fundamental para analizarla desde diversos planos que se complementen. El problema es que el propio progresismo se encuentra absolutamente negado a dar lugar a dicha complementariedad, porque prefiere continuar buscando (y a veces, encontrándolo) el caso para fogonear sobre él, con la función de adaptar la realidad a lo que dicen sus hipótesis (largamente refutadas desde hace más de veinte años), cuando tanto los procesos de investigación como el periodismo honesto deberían operar exactamente al revés.

Desde nuestro lugar, somos conscientes de los regueros de tinta que han corrido desde marcos teóricos que se acercan o se pelean entre ellos para una operación tan desafiante como el análisis de la violencia. Pero no podemos admitir que desde un Ministerio se aplique, en primer lugar, una metodología similar a lo que reproducen medios masivos de comunicación, sólo que con los términos trocados, y en segundo lugar, se propongan soluciones tan fáciles haciendo recaer culpas y responsabilidades en los depositarios de una supuesta “esencia” de lo violento. Sostenemos que analizar la violencia en estos términos es casi irrisorio, e incluso peligroso, si la pensamos como creemos que debería pensarse, como una consecuencia operatoria y directa de condicionantes previos, condicionantes de carácter biológico, social, psicológico, cultural, económico y político. Y, sobremanera, que los esquemas explicativos deben atenerse exclusivamente a la contrastación con la realidad empírica concreta. Toda solución que pretenda estigmatizar a individuos o grupos por “portar” ciertos rasgos asociados a la “opresión”, no puede hacer más que contribuir a la desarticulación del tejido social.

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