Por Ricardo Vicente López
No basta decir solamente la verdad,
conviene más mostrar la causa de la falsedad.
Aristóteles – Filósofo griego (384 AC-322 AC).
Parte II
La palabra fakenews [1] ha corrido la misma suerte de todo concepto teórico que cae en manos del periodismo profesional, me refiero al que se practica en los grandes medios concentrados, con una voluntad digna de mejores causas. La característica que ellos exhiben, aunque su detección exige cierto entrenamiento crítico, es la de someter toda información a los cánones de la línea editorial. Esta funciona como un filtro que no permite que la información pase tal como llega, sino que la convierte en una verdad del medio, es decir en una no-verdad. Pero, lamentablemente, esto es un tema difícil para el alcance del ciudadano de a pie. Si bien no es una novedad ni una sorpresa, está vigente por lo menos desde la posguerra, cuando se comenzó a imponer el estilo estadounidense de periodismo, en el cual la línea editorial y la información es una masa indiferenciable. Esto no sucedía antes, en el tiempo en que se tenía el cuidado de diversificarlos, conservando un cierto respeto por lo que hoy se denomina “datos duros”. Creo necesario que nos detengamos a reflexionar sobre este fenómeno del periodismo actual.
La doctora Alicia Entel, Profesora Titular de Teorías y Prácticas de la Comunicación, de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), publicó una nota con un título que puede generar alguna sorpresa al lector no avisado: ¿Sin lugar para la verdad? que suena como una sentencia tremenda, a pesar de los signos de interrogación, que parecería eliminar la posibilidad de todo comentario. A pesar de ello, dice:
«Se ha incrementado en las últimas décadas de modo exponencial el vínculo entre periodismo, información y mentira. Le han puesto diferentes nombres cada vez más sofisticados, como si el sólo nombrar conjurara sus efectos. Son las “fake news” (noticias falsas), los “deepfakes” (técnica más sofisticada para crear noticias falsas), etc. Algunos dirán que mentiras hubo siempre con lo cual obturan cualquier posibilidad de indagación particular sobre la escena mediática actual»
La afirmación de la profesora no escandaliza a nadie hoy, y esto es una prueba más de la pendiente, cada vez más pronunciada, por la cual se deslizan lo que deberían ser considerados valores básicos de las sociedades democráticas. Aún, a riesgo de ser descalificado como un melancólico que añora un pasado mejor, debo decir que esto es muy grave y que se ha logrado travestir la verdad en sucedáneos al uso.
En una cultura en la cual la anomia (a-nomia = sin reglas) es la regla, y valga el juego de palabras, el deterioro de los valores mencionados convierte al espacio público en una especie de selva informática. En la cual el todo-vale pinta de gris y borronea los colores diferenciadores. En esa selva vale la muy vieja advertencia de Discépolo, en la década del treinta:
«¡Todo es igual!, ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor… ¡Qué falta de respeto!, ¡Qué atropello a la razón! Cualquiera es un Señor, cualquiera es un ladrón».
Pareciera que haciéndose cargo de la advertencia, la profesora comenta:
«Me interesó indagar especialmente qué lugar ocupa la verdad para la mayoría de los periodistas hoy. ¿Les importa profundamente? Lamentablemente las respuestas no son alentadoras aunque la investigación está aún en proceso. Esto me llevó a revisar aspectos de la formación de los comunicadores».
Me parece una muy inteligente definición del problema, buscar algunas de las causas en el ámbito universitario. Revisar, entonces, qué se está haciendo respecto a la educación que prepara a quienes se van a atrever a transitar por la selva mencionada. Continúa:
“Hace poco más de treinta años junto con un grupo de investigadores, periodistas, educadores, creábamos en la Universidad de Buenos Aires la carrera de Ciencias de la Comunicación… Desde entonces hasta la actualidad participé en más de veinte elaboraciones o evaluaciones de planes de estudio dedicados al Periodismo. Una de las primeras investigaciones que habíamos hecho en la UBA era sobre “La formación de los periodistas”, preocupada entonces por cómo incluir en la educación formal a profesionales que se habían capacitado en redacciones o bien en la vida misma, con carreras universitarias truncas, pero con enorme voluntad de informar, de ser periodistas”.
Me parece que la vocación de la autora muestra una inquietud poco común en las aulas, en las cuales se supone la necesidad de profesionalizar el periodismo:
Desde entonces las carreras de Comunicación y de Periodismo se multiplicaron y no sólo a nivel universitario, también en institutos terciarios. Era evidente que cubrían un área de vacancia importante. ¿Qué podemos decir luego de tres décadas de modo más o menos desapasionado?
Treinta años después se pueden revisar los resultados de esos esfuerzos. La cantidad de egresados volcó sobre la práctica periodística “una cantidad grande de profesionales, investigadores, trabajadores de la cultura”. La Profesora nos cuenta que los temas dominantes fueron “la organización discursiva de las argumentaciones y su impacto en las subjetividades; las políticas de comunicación y las legislaciones”. Un tema muy importante que se planteó fue la relación de los medios de comunicación con la formación de la opinión pública, es decir haber investigado cómo los medios afectan la totalidad de la vida política. Esto lo señala como un importante aporte a la Comunicación y a las Ciencias Sociales. Las conclusiones no parecen ser positivas:
«Sin embargo, desde la mirada en lejanía encuentro una opacidad, y hasta una especie de agujero de ozono: la preocupación por la verdad, nombrada así con todas las letras, no fue fundamental en la formación de varias generaciones de periodistas… Tres cuestiones resultan muy significativas: 1. se asociaba verdad a Deontología Periodística (espacio de saber que explicitaba derechos y deberes de la profesión pero que solía resultar sostenido por una dimensión ética aristotélica, universalista, despojada de la dimensión política y reticente a cualquier perspectiva histórica; 2. se había vinculado históricamente verdad a una supuesta objetividad legitimada precisamente por los sectores de poder mediático tradicionales, en una suerte de positivismo oligárquico excluyente de todo otro conocimiento verdadero».
Detecta la realidad del peso del los medios como empresa, por encima del ejercicio de la profesión. Tal vez, la incidencia de una necesidad académica de convertir la Comunicación en una ciencia, y de allí volcar esos criterios en el periodismo, hizo que la objetividad fuera la pantalla que ocultara los intereses dominantes. Y agrega:
«3. Pero finalmente hubo algo más contundente que le dio un mazazo contemporáneo a la preocupación por la verdad; fue la divulgación de una cierta concepción posmoderna, muy cool, de que todo es relativo. La Comunicación como espacio de estudio se expandió en medio de la crisis de las grandes narrativas y el relativismo se tramó fuertemente en sus perspectivas teóricas… dejó una profunda huella en la formación de oleadas de periodistas».
La conclusión es altamente desilusionante, aunque no puede decir que sea inesperada. El escepticismo reinante ha ganado un gran espacio en la conciencia de los profesionales, como un fiel reflejo de la cultura dominante. Se agrega a ello las pocas posibilidades existentes de lo que deberíamos suponer como condiciones necesarias para el ejercicio de la verdad profesional. Predominó la mirada teórica escéptica en relación con la verdad. “Y hasta con el conocimiento verdadero como búsqueda inalcanzable”:
Pero la desconfianza profunda en la verdad opacaba, por momentos, los descubrimientos. Y más aún, había bastante ingenua ilusión en el valor de construir buenos relatos, narrativas originales, creativas y potentes… debemos decir que urge incorporar como contenido, como actitud, como proyecto, la idea de que el conocimiento verdadero de algo es posible y resulta estratégico en la elaboración y análisis de la información. Como historiadores del presente, que somos los periodistas, la necesitamos. Incluso la cláusula de conciencia permite, en cierta medida, no subordinarse a publicar mentiras.
Es muy interesante y loable la preocupación de la doctora Alicia Entel que se manifiesta en sus consideraciones finales. Sin embargo, no aparece en su nota la existencia de medios monopólicos que dominan la mayor parte del espacio público. Ellos monopolizan la capacidad comunicativa y la utilizan como arma de guerra para consolidar sus otros intereses corporativos.
Es llamativo ignorar la existencia de, por los menos, dos monstruos mediáticos: Clarín y La Nación, con un dominio excluyente del espacio informativo. A ello debe agregarse la tiranía interna con que se manejan las redacciones. ¿No resulta ingenuo o sospechoso o, tal vez, muy ingenuo? Sin embargo voy a atreverme a deslizar una tesis: el ambiente académico impone como exigencia una cierta neutralidad avalorativa, muy arraigada en los investigadores.
[1] Las ‘fake news’ son noticias falseadas, es decir información insuficiente u omitirla; creada como si fuese real con la intención de desinformar = Dar información intencionadamente manipulada al servicio de la manipulación de los lectores.
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