Por Ricardo Vicente López
Vamos a avanzar sobre el tema propuesto en la nota anterior [1]. Entonces abandonaremos, transitoriamente, el ámbito de la reflexión filosófica para aventurarnos en un ejercicio de lo que, con un poco de atrevimiento, podemos denominar una mirada sobre la historia, sí pero, una mirada del realismo ingenuo [2]. Intentemos, entonces, mirar el mundo actual como si fuéramos niños que no sabemos, y por ello no tenemos pudores en preguntar sobre todo. Ese tipo de niños tienen la pureza de ver con los ojos del Principito [3], no han adquirido todavía la tonta vergüenza que nos obliga, a nosotros los adultos, a ocultar nuestras ignorancias. Esta ingenuidad permite preguntar por lo que, a pesar de ser evidente, es aquello que nuestro acostumbramiento lo vuelve invisible.
Escribía, ya hace muchos años, el filósofo argentino Enrique Dussel:
Es siempre así, y ha sido siempre así, lo más habitual, lo que “llevamos puesto”, por ser cotidiano y vulgar, no llega nunca a ser objeto de nuestra preocupación, y por ello, de nuestra ocupación. Es todo aquello que por aceptarlo todo pareciera no existir; a tal grado es evidente que por ello mismo desaparece. En cierto modo descubrir los últimos constitutivos de nuestro mundo es ir al encuentro de un número ilimitado de “perogrulladas”, que significan, sin embargo, los últimos soportes de nuestras existencias.
Ese conjunto de verdades no asumidas, negadas por nuestros hábitos de ver pero no mirar atentamente, pone en riesgo nuestro mundo, por ello está enfermo, porque lo ignoramos. Esta ignorancia llega al punto de desentendernos de temas en los que está en riesgo de desaparición la vida sobre el planeta. No son simples predicciones agoreras, hay mucho de verdad en ello. Se nos impone entonces, como afirma Dussel, hacernos cargo de los últimos soportes de nuestras existencias, aquellos de lo cual dependen nuestras vidas.
La tarea que le voy a proponer ahora, amigo lector, es ir a buscar los cimientos últimos de nuestro sistema de ideas, todo aquello que funciona como los cimientos inconmovibles de nuestra cultura occidental moderna, encubiertos por siglos de historia que nos han hecho olvidar ese pasado. ¿Olvidar o no querer saber? Debo aceptar que la tarea de los últimos cuatro siglos, y algo más, han arrojado muchos escombros sobre esos pilotes originarios. Sin embargo no los suficientes si, con un espíritu de arqueólogo, escavamos en la historia una parte de ese pasado.
Si me acompaña lo voy a llevar hasta una vieja historia que comienza en el siglo XVII. Para aportar las certezas necesaria que esta investigación exige, nos van a acompañar dos investigadores de reconocidos méritos académicos. Uno de ellos es el filósofo y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) quien publicó La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) con el cual levantó el manto que recubría los fundamentos ideológicos del sistema capitalista; el otro, también alemán, es el psicoanalista y filósofo humanista Erich Fromm (1900-1980) de quien recordaremos su famoso libro El Miedo a la Libertad (1941). Ambos tienen en común la osadía de interrogar ese tiempo que corrió entre los siglos XVII y XX, para encontrar las respuestas que faltaban en las investigaciones sobre la Modernidad.
Voy a sugerir la conveniencia de leer también junto a esta nota otras ya publicadas que abordan el tema desde ángulos diferentes [4]. Comencemos por Max Weber quien, como buen investigador, comienza con una pregunta que puede parecer extraña:
Si alguien, perteneciente a la civilización moderna europea, se propone indagar alguna cuestión que concierne a la historia universal, es lógico e inevitable que trate de considerar el asunto de este modo: ¿qué serie de circunstancias ha determinado que sólo sea en Occidente donde hayan surgido ciertos sorprendentes hechos culturales, los cuales parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal?
En este libro ofrece el análisis de un momento determinado que posibilitó determinar con claridad la creación de lo que él definió como la “mentalidad económica”. Esta novedad fue una condición necesaria sin la cual el proceso capitalista no hubiera tenido posibilidad de desarrollo, por lo menos en ese tiempo y en ese lugar. Esa mentalidad fue diseñando un perfil de personalidad que se va a caracterizar por el deseo de ganancias. Si bien éste deseo no era nuevo, lo que se incorporaba era la idea de una ganancia siempre renovada, acumulada, a partir de una sistematización racional de la producción y el comercio. Esto no había existido nunca antes.
Comienza el orden capitalista, que desplazó y subordinó cualquier esfuerzo individual que no tuviera ese objetivo: el lucro. La ganancia convertida en rentabilidad del capital modificó el orden social, el nuevo espíritu. La novedad que se presentó fue la organización de una forma económica, desconocida hasta entonces en cualquier otra parte del mundo: la organización racional-capitalista del trabajo básicamente libre.
Amigo lector, no se espante por lo que sigue. Con un poco de paciencia vamos a ir encontrando los hilos profundos que atan esa historia con nuestro presente. Además nos queda por descubrir la relación que establece Weber entre esta mentalidad y el cristianismo cuyo núcleo original lo descubre en el proceso de la Reforma protestante.
La Reforma Protestante fue un movimiento de carácter religioso, surgido en Alemania en la segunda década del siglo XVI, liderado por el monje agustino Martín Lutero (1483-1546). Vamos a centrarnos en las ideas reformuladas por su sucesor, el teólogo francés Juan Calvino (1509-1564), dado que allí, en su Doctrina, se puede encontrar la clave de toda la Revolución capitalista. El dogma central de esta línea reformista, conocida como el puritanismo [5], era la autoridad suprema de Dios interviniendo sobre los asuntos de la Tierra. Esa autoridad se expresaba en dos dogmas: el de la Predestinación que sostenía: «Desde el principio de la Creación Dios había predeterminado la vida de todos los humanos, disponiendo quién sería salvado y quién sería condenado». De allí se desprende la Doctrina de los Elegidos que definían a los salvados como los elegidos de Dios.
Un tema muy importante, para comprender el estado de la conciencia de los creyentes de la Religión Reformada, es analizar una de las consecuencias de la ruptura de Lutero con la Iglesia de Roma. Para el creyente católico la confesión ante un sacerdote era un modo de encontrar el alivio a sus pecados: “ego te absolvo” (yo te absuelvo) eran las palabras sanadoras. Pero, la ruptura dogmática había abolido la figura mediadora del sacerdote entre Dios y los hombres. Esos creyentes se preguntaron cómo se podía saber quiénes eran los salvados y quiénes eran los condenados. Debe entenderse, amigo lector, que para aquellas personas de los siglos XVII y XVIII el infierno [6] tenía una existencia física real. Por lo tanto el miedo a la condena era atroz.
Erich Fromm ofrece un comentario sobre el problema de la angustia de aquellos hombres:
La actividad en este caso asume un carácter compulsivo: el individuo debe estar activo para superar su sentimiento de duda e impotencia. Este tipo de esfuerzo y de actividad no es el resultado de una fuerza íntima y de la confianza en sí mismo; por el contrario, es una manera desesperada de evadirse de la angustia.
Como vimos los calvinistas sostenían una desigualdad básica, originaria, producto de la doctrina de la predestinación. Es necesario comprender, entonces, que la desesperación a la que había sido arrojado el fiel calvinista era peor que el infierno. Esta duda no la tenía Calvino, él recibía el mensaje del Cielo, era uno de los “salvados”. Esta seguridad se fue trasmitiendo a los calvinistas que, con mucha inocencia e ingenuidad, creyeron que todos ellos eran “elegidos”, por lo tanto, como consecuencia de ello eran superiores. Volvamos a Fromm porque comienzan a aparecer algunas claves:
Tesis muy significativa, no se trata de que el individuo pueda cambiar su destino, sino que el mero hecho de ser capaz de realizar el esfuerzo constituye un signo de su pertenencia al grupo de los elegidos. Esta superioridad de los calvinistas es una marca de la cultura estadounidense, de ser los elegidos de Dios para salvar al mundo del pecado. Claro que esto se fue desfigurando por el peso fundamental del dinero ganado, prueba del éxito: ser un elegido. Se agrega a ello la convicción de que eso los obliga a salvar al resto del mundo del pecado y las herejías.
Creo que, a pesar de tan apretada síntesis, se puede comenzar a comprender el entramado subterráneo de la ideología y de las políticas de los dueños del mundo. Nosotros, pobres marginales, damos muchas pruebas de nuestra incomprensión y de nuestro desagradecimiento. Debemos aceptar, sin quejas, nuestra condición de no ser parte de los elegidos.
[1] https://kontrainfo.com nota del 26-4-2020 ( https://kontrainfo.com/el-necesario-despertar-de-la-conciencia-critica-por-ricardo-v-lopez/ )
[2] El realismo directo o realismo ingenuo es una corriente de la filosofía de la percepción y de la filosofía de la mente que asegura que los sentidos nos proporcionan una conciencia directa del mundo exterior.
[3] El principito es una novela corta, la obra más famosa del escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry.
[4] En la página www.ricardovicentelopez.com.ar se puede leer la nota Nº 58.- ¿Por qué Dios eligió a ese pueblo por sobre el resto de la humanidad? –
[5] Doctrina religiosa muy próxima al calvinismo que surgió en Inglaterra y Escocia en los siglos XVI y XVII; se caracterizó por intentar purificar la Iglesia de las doctrinas y ritos católicos y por defender una rigidez moral extrema y una absoluta adecuación de las costumbres a la moral originaria evangélica.
[6] La palabra infierno del latín “inférnum” (por debajo de, lugar inferior, subterráneo). Según muchas religiones, es el lugar donde después de la muerte son torturadas eternamente las almas de los pecadores.