El globalismo posmoderno promueve las grietas para dominar a los pueblos.
por Juan Bautista González Saborido
Para comprender un poco la lógica del globalismo posmoderno, previamente necesitamos entender “grosso modo” las características fundamentales de la modernidad.
La modernidad es un movimiento intelectual y cultural que puede caracterizarse por poner al hombre y a su razón como centro y medida de todas las cosas. De este modo, la razón humana entendida como razonamiento lógico condujo a la separación entre sujeto y objto a partir del “cogito” cartesiano estableciendo el marco teórico para la configuración de la “episteme” de la modernidad. Es en este momento histórico donde se instituye la racionalidad económica, jurídica, científica y tecnológica – la racionalidad teórica e instrumental- que ha conducido el proceso de globalización.
Es dentro de este contexto que la modernidad desarrolla una serie de prácticas orientadas hacia el control racional de la vida humana, entre las cuales figuran la institucionalización de las ciencias sociales, la organización capitalista de la economía, la expansión colonial de Europa y, por encima de todo, la configuración jurídico-territorial de los estados nacionales.
Por consiguiente, la modernidad puede describirse como un “proyecto” porque ese control racional sobre la vida humana es ejercido hacia adentro y hacia afuera desde una instancia central, que es el Estado-nación. Por esta razón, podemos afirmar que el proyecto de la modernidad llega a su “fin”, cuando el Estado nacional pierde la capacidad de organizar la vida social y material de las personas y se inicia un cambio de época que muchos con visión euro céntrica denominan “pos modernidad”.
Obviamente, este proceso de enorme repercusiones implica un cambio de época una de cuyas consecuencias principales se puede verificar una mayor integración planetaria. No obstante, el “fin de la modernidad”, no pareciera ser por el momento el fin de una era, sino que es tan solo la crisis de una configuración histórica del poder en torno al surgimiento de los Estados Nación y de la colonialidad.
Ahora bien, de ninguna manera parece ser el fin del sistema capitalista de producción ni tampoco del dominio de su racionalidad instrumental economicista. Por el contrario, podemos sostener que las relaciones de poder del sistema han tomado otras formas en estos tiempos de globalización posmoderna, sin que ello implique la desaparición de ese mismo sistema económico mundial, ni se su motor principal, el afán de lucro, que actúa como una suerte de “hybris” que fomenta un modelo producción y consumo, que en términos geobiofísicos y sociales es insostenible en el tiempo.
En esta nueva configuración histórica, lo que observamos, es que desde hace aproximadamente 30 años, la reorganización global de la economía capitalista se sustenta sobre el debilitamiento del Estado Nación -lo que algunos denominan el stip tease de sus funciones- y sobre el fomento y la promoción de las diferencias hacia dentro de los pueblos. La promoción de las diferencias genera hibridación cultural, segmentación y fragmentación del tejido social y sobre todo un debilitamiento de la identidad y de la cohesión social de las naciones. Por lo tanto, la afirmación celebratoria de estas diferencias, lejos de subvertir al sistema, podría estar contribuyendo a consolidarlo.
Efectivamente, mientras que el proyecto de la modernidad buscó desanclar las relaciones sociales de sus contextos tradicionales y reanclarlas en ámbitos postradicionales de acción coordinados por el Estado, la globalización desancla las relaciones sociales de sus contextos nacionales y los reancla en ámbitos posmodernos de acción, de naturaleza cosmopolita, que ya no son coordinados por ninguna instancia en particular.
Por eso, se puede sostener que la globalización posmoderna no es un “proyecto”, porque el control social ya no se realiza desde ninguna instancia central. Podríamos hablar incluso de un dispositivo de control sin gobierno para indicar el carácter espectral y nebuloso, a veces imperceptible, pero por ello mismo eficaz, que toma el poder en tiempos de globalización.
En este contexto, la sujeción al sistema-mundo dominado por la razón instrumental economicista y por un consumismo exacerbado, ya no se asegura mediante el control sobre el tiempo y sobre el cuerpo de las personas, ejercido por instituciones como la fábrica o la escuela, sino por la producción de cada vez más sofisticados bienes de consumo -muchos de ellos dotados de valor simbólico- y por la seducción irresistible que éstos ejercen sobre el imaginario del consumidor. Es así como el poder libidinal de la posmodernidad pretende modelar la totalidad de la psicología de los individuos, de tal manera que cada cual pueda construir reflexivamente su propia subjetividad sin necesidad de oponerse al sistema.
Por el contrario, son los recursos ofrecidos por el sistema mismo los que permiten la construcción diferencial del “Si Mismo”. Para cualquier estilo de vida que uno elija, para cualquier proyecto de autoinvención, para cualquier ejercicio de autoconstrucción, siempre hay una oferta en el mercado y un “sistema experto” que garantiza su confiabilidad.
Ya no hay proyectos de vida en común garantizados por el Estado, sino que lo que el capital globalizado promueve, es un individualismo adquisitivo que desestructura toda comunidad extraña al álgido nexo hiperindividualista del do ut des [“doy para que des”] y del imperativo de lo útil. De esta forma, antes que reprimir las diferencias como hacía el poder disciplinar de la modernidad, el poder libidinal de la posmodernidad –dominada por el capital- las estimula y las produce para generar más mercados y más consumo, pero solamente para un segmento de la sociedad, excluyendo tanto a sectores numerosos de la población, como así también a naciones y pueblos enteros quienes son condenados a la irrelevancia o bien entran en la categoría de seres descartables o superfluos.
En este contexto de avance de los mercados, los agentes del sistema de producción y consumo aspiran, hoy más que nunca, a neutralizar toda comunidad todavía existente, reemplazándola con átomos aislados incapaces de hablar y de entender otra lengua que no sea aquella angloparlante de la economía de mercado. Según una dinámica iniciada en 1968, la pulverización individualista de la sociedad transforma a los ciudadanos asociados en consumidores individualizados y unidos sólo por el credo consumista: de ello brota la sociedad individualizada de la que somos habitantes, atomizada en la pura serialidad del deseo exacerbado de los sujetos y diferenciadas únicamente por el poder adquisitivo que encierran sus bolsillos.
De este modo puede imponerse soberanamente, sin los obstáculos que representan las tradicionales comunidades, la dinámica de universalización del individualismo adquisitivo, aquello que es llamado púdicamente “globalización”. La dinámica de universalización del individualismo adquisitivo se sostiene sobre las dos instancias recíprocamente unidas y entrelazadas de la pérdida de la estabilidad del trabajo (el homo precarius, el precariado es la auténtica coronación de todo individualismo) y de la disgregación de las anteriores comunidades éticas, familiares, religiosas y estatales.
Por lo tanto, el “fin de la modernidad” y el surgimiento del “globalismo posmoderno” no puede ser entendido exclusivamente como el resultado de la explosión de los marcos normativos e institucionales donde este proyecto se plasmaba -Estado, escuela, fábrica- y el consiguiente incremento de la integración planetaria. Sino más bien como una nueva configuración de las relaciones mundiales de poder, basadas en la producción, impulso y fomento de las diferencias hacia el interior de los pueblos y el debilitamiento de los vínculos sociales, para que sea solamente el mercado la institución que lleve adelante el ordenamiento y el control social.
Esta nueva configuración se realiza, tal como señalamos arriba, proponiendo un modelo de producción y consumo que en términos sociales y geobiofísicos es insostenible en el tiempo, y que condena a la mayor parte de la población mundial a la exclusión social y cultural, transformando a dichas masas de personas en “material descartable” del que se puede prescindir sin mayores problemas.
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