Por Thierry Meyssan
Históricamente, la crisis de Occidente comenzó con la crisis del capitalismo estadounidense, en 1929. En aquella época, la mayoría de los libros y los diarios afirmaban que la concentración del capital esterilizaba la economía al impedir en muchos sectores la competencia entre las empresas. En aquel momento, mientras el hambre asolaba Estados Unidos, la prensa proponía tres modelos políticos como posibles salidas del estancamiento económico:
el leninismo, con la nacionalización de todos los bienes de producción y corriendo el riesgo de acabar con la iniciativa individual;
el fascismo del ex representante de Lenin en Italia, Benito Mussolini, quien proponía no luchar contra la concentración del capital sino organizarla en el seno de corporaciones, corriendo el riesgo de hacer perder a los asalariados toda posibilidad de oponerse a los abusos de sus patrones;
el progresismo de Franklin Roosevelt, quien estimaba que la tecnología debía permitir la recuperación económica y garantizar la solución en la medida en que se restableciera la competencia desmantelando las grandes empresas –según la doctrina de Simon Patten.
El propio Lenin percibió el fracaso de su teoría económica en tiempos de guerra civil. Así que liberalizó el comercio exterior e incluso autorizó algunas empresas privadas en la Unión Soviética, en el marco de su Nueva Política Económica (NEP). El fascismo sólo logró desarrollarse imponiendo una terrible represión y fue barrido durante la Segunda Guerra Mundial. El llamado progresismo se mantuvo en vigor hasta los años 1980, cuando fue cuestionado por la desregulación (también llamada liberalización o desreglamentación) impulsada por el presidente estadounidense Ronald Reagan y por la primer ministro británica Margaret Thatcher.
En el momento actual, ese cuarto modelo –la desregulación– se ve cuestionado a su vez por la destrucción de la clase media, consecuencia de la globalización. Después de la desaparición de la URSS, el presidente estadounidense George Bush padre estimó que la rivalidad militar entre Washington y Moscú debía dejar paso a la búsqueda de la prosperidad económica y autorizó ciertas grandes empresas estadounidenses a establecer alianzas con el Partido Comunista Chino y a trasladar a China sus fábricas y medios de producción. A pesar de su pobre formación, el costo de la fuerza trabajo china era 20 veces inferior al de la fuerza de trabajo estadounidense y aquellas empresas amasaron beneficios colosales, que les permitieron imponer en ciertos sectores una concentración del capital muy superior a la que se había registrado en 1929. Además, la parte fundamental de las ganancias de esas empresas ya no venía de la producción de bienes y servicios sino de la acumulación de sus propios fondos. De esa manera, el capitalismo cambió nuevamente de naturaleza, dejando de ser capitalismo productivo para convertirse en capitalismo financiero.
La fuerza de trabajo china, con trabajadores formados en pleno proceso de producción, ha pasado a ser tan costosa como la fuerza de trabajo estadounidense, lo cual implica que las instalaciones productivas están comenzando a “emigrar” desde China, cuyas empresas deslocalizan la producción en Vietnam y en la India. Volvemos así al punto de partida.
Las empresas estadounidenses que se llevaron a China los puestos de trabajo de Estados Unidos, financiarizando así sus actividades, lograron amalgamar su ideología de la «globalización económica» con la mundialización del uso de nuevas técnicas, dos cosas no vinculadas entre sí. Las nuevas técnicas pueden ser utilizadas en cualquier lugar del mundo, pero no pueden ser utilizadas en todas partes a la vez ya que requieren grandes volúmenes de energía y de materias primas.
Debido a ello, esas empresas convencieron a Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa del presidente George Bush hijo, para dividir el mundo en dos partes, creando una zona de consumo global –alrededor de Estados Unidos, Rusia y China– y una segunda zona encargada de alimentar a la primera sirviéndole de simple “reserva” o “depósito” de recursos. El Pentágono decidió entonces destruir los Estados en los países del «Medio Oriente ampliado» (o «Gran Medio Oriente») para que los pueblos de esos países tuviesen menos posibilidades de organizarse para oponerse a tal proyecto y a la explotación de sus recursos –es lo que George Bush hijo llamó la «guerra sin fin». Así comenzaron guerras que se eternizan en Afganistán, Irak, Libia, Siria y Yemen, conflictos que tienen todos causas supuestamente diferentes… pero donde siempre aparecen los mismos agresores: los yihadistas.
En 2017, el presidente estadounidense Donald Trump y el presidente chino Xi Jinping decidieron –en el mismo momento– luchar contra la fuga de las empresas productoras de bienes. Trump decidió hacerlo a través del nacionalismo proteccionista mientras que Xi Jinping optaba por el nacionalismo económico.
En Estados Unidos, el Congreso rechazó la reforma fiscal que Trump proponía: la Border Ajustment Act, que preveía liberalizar las exportaciones e imponer gravámenes de un 20% a todas las importaciones.
En China, en ocasión del 19º Congreso del Partido Comunista, el presidente Xi Jinping creó el Frente Unido, un órgano encargado de verificar que los objetivos de las empresas corresponden a los objetivos de la nación, e introdujo un representante del Estado en el consejo de administración de todas las grandes empresas.
El fracaso de su intento de lograr que se adoptara su proyecto fiscal ha llevado a Trump a tratar de obtener los mismos resultados con una guerra de derechos de aduana contra China. El Partido Comunista de China respondió desarrollando el mercado interno chino y orientando hacia Europa el excedente de la producción china.
Resultado: Europa está viéndose afectada por las políticas económicas de Washington y de Pekín. Y, como siempre, cuando los gobernantes no tienen en cuenta los problemas de sus pueblos, el problema económico genera una crisis política.
La crisis de la democracia
Contrariamente a una idea preconcebida basada sólo en las apariencias, lo que provoca revoluciones no es tanto una decisión premeditada de crear un nuevo régimen sino más bien la defensa de los intereses colectivos. En el mundo moderno, se trata siempre de un patriotismo. Quienes se rebelan siempre piensan, con razón o no, que sus gobernantes están al servicio de intereses externos y que han dejado de ser sus aliados para convertirse en enemigos.
El orden internacional que se instauró después de la Segunda Guerra Mundial supuestamente debía estar al servicio del interés general, a través de una forma de democracia o de una forma de dictadura del proletariado. Pero ese sistema no podía funcionar de forma duradera en Estados sin soberanía, como los de los países miembros de la OTAN o los del desaparecido Pacto de Varsovia. Los dirigentes de esos Estados acabaron viéndose llevados a traicionar a sus pueblos para servir al Estado líder de su bloque militar: Estados Unidos o la URSS. Aquel sistema fue aceptado por el tiempo durante el cual las partes creían, con razón o sin ella, que era lo indispensable para vivir en paz. Hoy en día, esa justificación ya no existe… pero la OTAN sigue existiendo, aunque ha perdido aquella apariencia de legitimidad.
La OTAN, que constituye una especie de Legión Extranjera al servicio de Estados Unidos y del Reino Unido, concibió e instauró lo que hoy es la Unión Europea. Al principio, el objetivo era anclar el oeste de Europa en el campo occidental. Hoy en día, en virtud de los tratados, la Unión Europea subordina su defensa a la OTAN. En la práctica, para los pueblos de la UE, la OTAN es la rama militar de un todo cuya rama civil es la Unión Europea. La OTAN impone sus normas a la UE, ordena construir la infraestructura que necesita para la actividad militar y se hace financiar por la Unión Europea a través de mecanismos opacos. Todo esto sucede a espaldas de los pueblos de la Unión Europea, a quienes se les explica –por ejemplo– que el Parlamento Europeo vota las normas, cuando en realidad ese Parlamento sólo ratifica los textos de la OTAN que le son presentados a través de la Comisión Europea.
No cabe duda de que, aunque sufren su actuación sin rebelarse, la ciudadanía de los Estados miembros de la Unión Europea no acepta esa organización, lo cual queda demostrado por el hecho que los pueblos europeos siempre han rechazado la idea de adoptar una Constitución europea.
De forma paralela, el concepto mismo de democracia ha sido sometido a una profunda transformación. Ya no se trata de garantizar el «poder del pueblo» sino de someterse al «estado de derecho», dos conceptos incompatibles entre sí. Ahora los magistrados deciden, en lugar del pueblo, quiénes tendrán derecho a representarlo y quiénes no. Ese traspaso de la soberanía, de las manos del pueblo a los sistemas judiciales, resulta indispensable para mantener el predominio de los anglosajones sobre los miembros de la Unión Europea. Eso explica el empeño de Bruselas en imponer el «estado de derecho» a Polonia y Hungría.
La revuelta
La caída del nivel de vida de los estadounidenses modestos que se registró bajo la administración Obama dio lugar a la elección de Donald Trump. La aceleración de las deslocalizaciones de Europa como consecuencia de la guerra aduanera entre Estados Unidos y China dio lugar al surgimiento del movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia.
Esta revuelta popular se materializó en las primeras semanas de ese movimiento –con el reclamo de la instauración del Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC), propuesto por Etienne Chouard. En el caso de Francia, esta revuelta se inscribe en la tendencia iniciada –en 1981– con la candidatura del humorista Coluche, que tuvo como lema «Todos juntos para darles por el culo», y más recientemente –en 2007– por las manifestaciones alrededor del humorista italiano Beppe Grillo, con una consigna muy similar: «Vaffanculo», o sea «Que les den». La burla viene cada vez más a menudo acompañada de una cólera que se hace más y más fuerte y obscena.
Es muy importante entender que la cuestión del rechazo de la dominación militar estadounidense llegó antes que el tema de la globalización económica, pero que ha sido este último el que dio inicio a la revuelta.
Al mismo tiempo, hay que distinguir los reclamos patrióticos de los Chalecos Amarillos, quienes suelen enarbolar la bandera francesa, de las consignas de los trotskistas, que rápidamente se apoderaron del movimiento y lo desviaron arremetiendo contra símbolos de la Nación y cometiendo actos vandálicos contra el Arco del Triunfo.
En resumen, la revuelta actual es a la vez el fruto de 75 años de dominación anglosajona sobre los miembros de la Unión Europea y de la híper concentración del capital globalizado. Esas dos crisis conjugadas constituyen una bomba de tiempo que, de no ser desactivada, estallará en detrimento de todos. Esta revuelta ha alcanzado ahora el estatus de una verdadera toma de conciencia del problema, pero no tiene aún la madurez que necesitaría para evitar que los gobernantes europeos lleguen a subvertirla.
Al evitar ocuparse de resolver los problemas planteados, los gobernantes europeos sólo esperan seguir gozando de sus privilegios por el mayor tiempo posible, sin tener que asumir las responsabilidades que les corresponden. Al adoptar esa actitud, no les queda otra opción que empujar los pueblos a la guerra o exponerse ellos mismos al peligro de ser derrocados en medio de un estallido de violencia.
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