Por Juan Manuel de Prada
Con esa deliciosa desenvoltura choni que la caracteriza, la ministra española Irene Montero ha señalado recientemente que «la objeción de conciencia no puede ser un obstáculo para que las mujeres ejerzan su derecho a interrumpir [sic] un embarazo». Y, con irreprochable lógica (nada funciona de un modo tan lógico como el mal, cuando se aceptan sus premisas), ha calificado la objeción de conciencia de los médicos como una «violación de un derecho humano», por lo que anuncia una urgente modificación de la ley que se cepille este privilegio médico.
La objeción de conciencia fue siempre un subterfugio egoísta, profundamente antipolítico (puesto que renuncia al bien común, aferrándose al bien particular) y profundamente nihilista, porque ahonda el aislamiento de la conciencia, que de este modo se declara incapaz de emitir juicios universalmente válidos sobre la verdad. Durante cierto tiempo, sin embargo, fue un subterfugio que convenía a un Leviatán modosito, que mientras elaboraba leyes inicuas necesitaba que las gentes en las que aún subsistía cierto sentido de la justicia no se rebelasen. Pero desde el momento en que una ley ampara el crimen, desde el momento en que encumbra el crimen a la categoría de bien jurídico protegido, el encaje de la objeción de conciencia es cada vez más problemático. Y el Leviatán, que al principio se muestra modosito concediendo el subterfugio de la libertad de conciencia, acaba lógicamente prohibiendo esos subterfugios que impiden el ejercicio de los crímenes que convirtió en «derechos humanos».
La llamada ‘objeción de conciencia’ es un error lastimoso que acepta la visión liberal de la conciencia, convertida en una mera ‘subjetividad’ que puede forjarse libremente su propia moral, según sus convicciones o conveniencias personales. De este modo, el hombre, encerrado en la intimidad de esa ‘subjetividad’ puede declararse autónomo de toda ley moral, erigiéndose a sí mismo en regla suprema de moralidad. Este concepto liberal de conciencia significa, pura y simplemente, la supresión de la verdad, la afirmación de que no existe razón última de la moralidad fuera de la persona que actúa libremente. Y aceptando este concepto liberal de conciencia (aceptando las premisas del mal), los partidarios de la ‘objeción de conciencia’ cavaron su propia tumba.
Contra los crímenes amparados por leyes inicuas no se combate con ‘subjetividades’ barteblyanas (’Preferiría no hacerlo’). Se combate políticamente con leyes que determinan el bien y restablecen la justicia. Y, mientras tanto, hay que tener coraje para proclamar que el aborto es un crimen y negarse a colaborar en su comisión, aun a riesgo de ir a la cárcel. Pues, como nos enseña Thoreau, «si la injusticia requiere de tu colaboración, convirtiéndote en agente de injusticia para otros, infringe la ley. Que tu vida sirva de freno para detener la máquina. Bajo un Estado que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es la cárcel. Es la única casa en la que se puede permanecer con honor».
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