La Sainte Chapelle fue construida por el rey San Luis para guardar la Corona de Espinas de Cristo, una preciosa reliquia adquirida por el rey a Balduino II, emperador de Constantinopla, a mediados del siglo XIII.
Cristiandad y Edad Media
por Padre Alfredo Sáenz*
Parte I. Las Expresiones “Edad Media” y “Cristiandad”
Siempre es conveniente, antes de entrar en materia, delimitar los términos que se van a emplear. Máxime que en este caso se trata de palabras muy vapuleadas por el uso y no siempre bien entendidas.
1. La “Edad Media”
Bien decía Régine Pernoud, una de las medievalistas más caracterizadas de la actualidad, que no hay casi día en el que no se tenga ocasión de escuchar frases tales como “ya no estamos en la Edad Media”, “eso es volver a la Edad Media” o “no tengas mentalidad medieval”. Y ello en cualquier circunstancia, ya se quiera sostener las banderas de la liberación femenina, como defender ideas ecológicas, o luchar contra el analfabetismo [1].
Digamos de entrada que la misma denominación de “Edad Media” no tiene propiamente sentido alguno. Tomada en su acepción etimológica, supone una división tripartita del tiempo. Trataríase de una edad “intermedia” entre otras dos edades, una pasada, la Antigüedad clásica, y otra futura, la Modernidad. Si con eso se quiere decir que, cronológicamente, es como un puente entre una edad que la precede y otra que la sigue, no se afirma con ello absolutamente nada. ¿Qué época no es un paso entre la que la antecede y la que la continúa? En ese sentido toda edad –exceptuadas la que abre la historia y la que la cierra– sería edad “media”. Y nosotros mismos, un día, seremos también “medievales” para nuestros sucesores.
Pero las cosas no son tan sencillas. Hay en la fórmula una categorización muy determinada, de influjo hegeliano, según parece insinuarlo la división tripartita de la historia, como prejuzgándose que no habrá jamás otros períodos en el devenir histórico. La Edad Media resulta así una edad-víctima, entre otras dos edades, en una posición de evidente inferioridad; ella incluiría varios siglos de tinieblas después de los siglos de luz que fueron los de la antigüedad clásica, y antes de los siglos de plenitud que son los modernos, en continuo progreso hacia una consumación intrahistórica.
Según se ve, la denominación de “Media” para designar a la época de la Cristiandad no es ingenua ni inocente. Encierra toda una calificación axiológica. ¿Cómo fue que se la denominó así? El calificativo lo impusieron los humanistas del Renacimiento, que consideraron a esa época como un lapso de mera transición entre dos períodos de gloria. En el entusiasmo que se despertó entre ellos por los valores de la Antigüedad clásica, fueron de una injusticia clamorosa para la época que inmediatamente los precedió. La misma denominación de “gótico”, que emplearon para caracterizar a uno de los tipos de construcción medieval, no hace sino confirmar dicho menosprecio. Las catedrales del período de oro medieval fueron llamadas “góticas”, cosa de salvajes, de godos, de bárbaros. Bien señala Daniel-Rops que como muchos de esos humanistas eran «protestantes» o «protestantizantes», los prejuicios religiosos escoltaban a los criterios estéticos. Menospreciando una época que se había inspirado totalmente en la enseñanza de la Iglesia, lo que en el fondo pretendían era descalificar a la Iglesia Católica [2].
Calderón Bouchet, en un magnífico libro dedicado a la Edad Media, al que recurriremos frecuentemente, señala que fue la burguesía la que logró imponer esta denominación despectiva. “Dueña del dinero omnipotente, de las plumas venales y las inteligencias laicas, inundó el mercado con una versión de la historia medieval que todavía persiste en el cerebro de todos los analfabetos ilustrados” [3].
Tal es la idea que quedó en el vulgo acerca de la Edad Media, idea hoy todavía inculcada en los manuales de historia y fácilmente aceptada por la generalidad. Nos han hecho creer, escribe R. Pernoud, para poner un ejemplo, que todas las mujeres eran entonces como la reina Fredegunda, cuya distracción favorita consistía en atar a sus rivales a la cola de un caballo al galope. “Todo lo cual nos permite tildar unos tres siglos de «tiempos bárbaros», sin más” [4].
Señala Daniel-Rops que tanto la fórmula “Edad Media” como la idea que contiene, fueron totalmente ignoradas por los hombres de ese tiempo. Nadie creía en aquel entonces que pudieran darse cortes dialécticos o paréntesis en el curso de la historia. El hombre medieval “tenía un sentido de la filiación, de la fidelidad, infinitamente mayor que el hombre moderno, vuelto íntegramente hacia el porvenir, y que admite espontáneamente que una cosa o una institución que aparezca en el futuro valdrá más que su homóloga de la hora presente; en la «Edad Media» sucedía al revés: todo legado del pasado se consideraba respetable y ejemplar. Hasta el siglo XIV, la mayoría de los europeos creyeron así que prolongaban la civilización antigua en lo que ésta tenía de mejor” [5].
Algo semejante afirma C. S. Lewis en un notable libro sobre la cosmovisión de la Edad Media. A diferencia del hombre moderno, que cree incuestionablemente en el “progreso indefinido”, el hombre de aquella época juzgaba que las cosas habían sido mejores en el pasado que en el presente, sobre la base de que las cosas perfectas son anteriores a las imperfectas. “El amor no es ahora como en la época de Arturo”, afirmaba Chrestien de Troyes, autor del siglo XII, en una de sus novelas de caballería. Y sin embargo la literatura que de ese período nos queda no deja la sensación de tristeza, de envidia, ni de pura nostalgia o melancolía. La humildad se veía recompensada con los deleites de la admiración [6].
Algunos autores han llamado la atención sobre un detalle interesante relativo a aquel respeto que el hombre medieval experimentaba por la antigüedad. Era tal su aprecio por ella que releían su propia historia a la luz de los griegos y de los romanos. Cuando Eginardo, por ejemplo, secretario y biógrafo de Carlomagno, intentó describir los rasgos físicos y espirituales del gran Emperador, recurrió con toda naturalidad a la semblanza física y espiritual que Suetonio hiciera de Augusto. Más de una vez Tito Livio y Salustio proporcionaron a los cronistas medievales las frases y colores con que describir un combate caballeresco o una gesta de cruzados. Suetonio y Tácito fueron los modelos de los historiadores cristianos [7].
Dos reflexiones suscitan estos hechos. Ante todo que no fueron los llamados “renacentistas” quienes volvieron a descubrir la Antigüedad. La Edad Media ya conocía y admiraba los tiempos clásicos. La diferencia es que aquéllos iniciaron un movimiento de retorno a la antigüedad “pagana”, mientras que los medievales la asumieron releyéndola a la luz del cristianismo. Y la segunda reflexión: la humildad histórica, que caracterizó a los medievales, estuvo en el origen de su inmensa capacidad creadora; a diferencia de los renacentistas, que se afanaron por “imitar” lo más posible a los antiguos, los medievales, inspirándose en ellos, supieron encontrar acentos de verdadera originalidad.
La Edad Media fue, incuestionablemente, una época romántica. Por eso, según observa C. Dawson, no resulta extraño que su redescubrimiento, luego del menosprecio renacentista, fuese un logro del romanticismo. Así como el Renacimiento significó el retorno a la antigüedad y el resurgir de la literatura clásica, de manera semejante el movimiento romántico tuvo su primer origen en la vuelta a la Edad Media y en el renacimiento de la literatura medieval. “El redescubrimiento de la Edad Media por los románticos es un acontecimiento de no menor importancia en la historia del pensamiento europeo que el del helenismo que los humanistas llevaron a cabo. Significó una inmensa ampliación de nuestro horizonte intelectual. Para Boileau y otros, la Edad Media constituía simplemente un claro en la historia de la cultura. No tuvieron ojos para la belleza del arte medieval ni oídos para la melodía del verso de la Edad Media. Los románticos restauraron todo esto para la posteridad” [8]. El romanticismo es objetable desde diversos puntos de vista. Pero al menos posee esto en su haber: el redescubrimiento de la tradición medieval, trovadoresca, aristocrática y caballeresca.
2. La “Cristiandad”
También la expresión “Cristiandad” tiene su historia. El término apareció por primera vez en el sentido que hoy le damos hacia fines del siglo IX, cuando el Papa Juan VIII, ante peligros cada vez más graves y acuciantes, apeló a la conciencia comunitaria que debía caracterizar a los cristianos. Hasta entonces la palabra sólo había sido empleada como sinónimo de “doctrina cristiana” o aplicada al hecho de ser cristiano, pero al superponerle aquel Papa el sentido de comunidad temporal, proyectó la palabra hacia un significado que sería glorioso.
Fue, pues, a partir del siglo IX que la palabra entró a integrar el vocabulario corriente. Desde entonces se habló de “la Cristiandad”, de los peligros que se cernían sobre ella y de las empresas que alentaba. Ulteriormente, los Papas que se sucedieron en la sede de Pedro, al utilizar dicho vocablo lo enriquecieron con nuevos matices. Gregorio VII introdujo la idea de que la Cristiandad decía relación a determinado territorio en que vivían los cristianos, de modo que había Cristiandad allí donde se reconocía públicamente el Evangelio. Urbano II, al convocar la Cruzada, entendió que unificaba a la Cristiandad en una gran empresa común, orientándola hacia un fin heroico. Pero fue sobre todo Inocencio III quien llevó la idea de Cristiandad a su culminación, al tratar de convertirla en el sinónimo de una suerte de Naciones Unidas, sobre la base del reconocimiento de una misma doctrina y una misma moral [9].
Como se ve, la palabra y su contenido conocieron una historia enriquecedora. Según Daniel-Rops, la Cristiandad encontraba su fundamento en el bautismo común de quienes la integraban. Donde hubiera bautizados había Cristiandad, o, al menos, el esbozo de una Cristiandad. Los desgarros provocados por los cismas o herejías no prevalecieron sobre esta idea básica, hasta el punto de destruirla. Cuando Bizancio se separó de la Santa Sede, por ejemplo, ello no impidió que los Papas ayudasen a los griegos al verse éstos amenazados por los turcos. Más aún: los grupos tan lejanos de cristianos herejes perdidos en las entrañas del Asia fueron considerados como hermanos por los católicos de Occidente; y así, en su momento, San Luis entró en tratos, no sólo políticos sino también religiosos, con los mogoles, cristianos nestorianos [10].
La Cristiandad quiso heredar, si bien en un nivel más elevado, la unidad del desaparecido Imperio Romano, sobre la base del cristianismo compartido. Lo cual deja entender –y esto es fundamental– que no hay que confundir Cristiandad con Cristianismo. Cristianismo dice relación con la vida personal del cristiano, con la doctrina que éste profesa. Cristiandad tiene una acepción más amplia, con explícita referencia al orden temporal. La Cristiandad es el conjunto de los pueblos que se proponen vivir formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio de que es depositaria la Iglesia. O, en otras palabras, cuando las naciones, en su vida interna y en sus mutuas relaciones, se conforman con la doctrina del Evangelio, enseñada por el Magisterio, en la economía, la política, la moral, el arte, la legislación, tendremos un concierto de pueblos cristianos, o sea una Cristiandad. Para aclarar la idea: en la China actual, dominada por el ideario comunista, hay Cristianismo (porque hay cristianos individuales que viven en el heroísmo de la fidelidad a pesar de la persecución) pero no hay Cristiandad (porque el orden temporal está allí estructurado con prescindencia, o mejor, rechazo de los principios del Evangelio).
¿Quién había de regir a la Cristiandad? Desde el punto de vista espiritual, competía a la Iglesia semejante misión. Sin embargo, debemos dejar bien en claro que así como no es lo mismo el Cristianismo que la Cristiandad, tampoco lo son la Iglesia y la Cristiandad. La Iglesia es la depositaria de la doctrina de Cristo y la santificadora del hombre a través de los sacramentos, que comunican la gracia. La Cristiandad es la organización temporal sobre la base de los principios cristianos. Sin la Iglesia, por cierto, no podría existir Cristiandad. En cambio, aunque no haya Cristiandad, no por ello la Iglesia deja de existir. Es fácilmente perceptible el peligro y la tentación de confundir a la Iglesia, sociedad sobrenatural, con la Cristiandad, sociedad temporal iluminada por la doctrina de Cristo. Dicha confusión estuvo en el origen de las grandes luchas doctrinales e incluso políticas que sacudieron a la Edad Media. A ello nos referiremos en su momento. En vez de dejar que cada una obrase en su ámbito propio, surgió la tentación de identificarlas, sea porque los jefes políticos pretendieron manejar a la Iglesia, subordinándola a sus intereses terrenos, sea porque los dirigentes de la Iglesia se inclinaron a salir del plano espiritual para actuar indebidamente en el orden temporal [11].
Cerremos este apartado con una última distinción. Si bien la Edad Media fue una época de Cristiandad, y lo fue por excelencia, es preciso dejar bien en claro que la Cristiandad no se identifica con la Edad Media. La Cristiandad es una vocación permanente de la Iglesia y de los políticos cristianos. No siempre se podrá realizar hic et nunc, por ejemplo en los países comunistas, o incluso en los países liberales, mientras sigan siendo tales. Pero no por ello la Iglesia y los cristianos que actúan en el orden temporal renunciarán definitivamente a dicho ideal. Durante las persecuciones de los primeros siglos, o también en el transcurso de las invasiones de los bárbaros, que duraron décadas, los cristianos y sus jefes espirituales sabían perfectamente, como es obvio, que estaban lejos de vivir en un régimen de Cristiandad y que ese régimen era por aquel entonces irrealizable en lo inmediato. Sin embargo, en medio de las angustias y la sangre derramada, los mejores hombres de aquellos tiempos comenzaron a proyectarla. Fue precisamente en medio del torbellino de los bárbaros invasores que San Agustín se abocaría a escribir su gran obra “De Civitate Dei”, donde quedaron esbozados los principios estructurales de lo que, siete siglos después, sería la Cristiandad medieval.
También hoy la Iglesia, si bien vive en un régimen a-cristiano o, como quería Péguy, post-cristiano, no puede renunciar para siempre al ideal de Cristiandad, que no es otra cosa que la impregnación social de los principios del Evangelio. Y si, por ventura, apareciese una nueva Cristiandad, sería sustancialmente igual a la de la Edad Media, aun cuando accidentalmente diferente, atendiendo a la diversidad de condiciones que caracteriza a la época actual en comparación con aquélla, tanto en el campo económico como social. Todo lo rescatable deberá ser salvado. Pero el ideal sigue en pie.
Notas:
[1] Cf. ¿Qué es la Edad Media? (título original: Pour en finir avec le moyen âge), Magisterio Español, Madrid 1979, p. 44.
[2] Cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Luis de Caralt, Barcelona, 1956, p. 11.
[3] Apogeo de la ciudad cristiana, Dictio, Buenos Aires, 1978, p. 220.
[4] ¿Qué es la Edad Media?…, p. 87.
[5] La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada…, p. 10.
[6] Cf. La imagen del mundo. Introducción a la literatura medieval y renacentista, A. Bosch Ed., Barcelona 1980, pp. 64. 140.
[7] Puede leerse a este respecto, C. S. Lewis, op. cit., pp. 133-141.
[8] Ensayos acerca de la Edad Media, Aguilar, Madrid 1960, p. 251.
[9] Cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada…, p. 39.
[10] Cf. Ibid., p. 40.
[11] Cf. Daniel-Rops, op. cit., pp. 41-42.