Por Juan Manuel de Prada
Hace unas semanas, el diputado Gabriel Rufián, para mofarse de los representantes de alguna facción adversa a los que identificó como católicos, afirmó consecutivamente: «Por lo tanto, ustedes creen en serpientes que hablan, en palomas que embarazan, que las mujeres salen de una costilla y que si nos portamos mal llegará una lluvia de fuego y nos quemará». Esta expansión rufianesca fue después glosada con pesadumbre en diversos ámbitos católicos, que sin embargo no supieron extraer las muy jugosas y esperanzadas enseñanzas que suministra.
Salta a la vista que el diputado Rufián tiene una visión completamente estrafalaria de la fe cristiana. Una visión muy parecida a la que tenían los paganos de las épocas más decadentes del Imperio romano, que habían oído que los cristianos adoraban a un Dios Niño y también que en sus ceremonias comulgaban el cuerpo y la sangre de ese Dios; por lo que concluyeron que los cristianos descuartizaban niños y practicaban el canibalismo. Estas mistificaciones delirantes serían el detonante de persecuciones crudelísimas, por lo que los padres de la Iglesia empezaron a recomendar a los fieles el cultivo de la ‘disciplina del arcano’, mediante la cual se ocultaba cuidadosamente a los paganos el conocimiento de los misterios y verdades de la fe, en cumplimiento del consejo evangélico (Mt 7, 6): «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen». Ciertamente, en esta fase democrática de la Historia los puercos todavía no se han animado a despedazar a los católicos, pero cada vez se muestran más feroces en su empeño por condenarlos a la muerte civil. Así que tal vez los católicos deberían empezar a utilizar esta ‘disciplina del arcano’ entre paganos (que ahora son más bien apóstatas, y por lo tanto mucho más hostiles y espumajeantes de odio religioso), hablando en términos oscuros o ininteligibles sobre determinadas cuestiones, o bien eludiendo la respuesta, cuando detecten que los interpelan con intenciones capciosas o malignas.
Pero no debe interpretarse esta recomendación de la ‘disciplina del arcano’ como un rasgo de pesimismo por mi parte. Por el contrario, la época en que los cristianos se acogieron a esta práctica fue precisamente en vísperas de la más triunfante expansión del cristianismo. Aquellos paganos que pensaban que los cristianos descuartizaban niños y se los zampaban eran una patulea que había dimitido del logos, una chusma putrescente que se revolcaba sobre las ruinas de una civilización portentosa (que el cristianismo, a la postre, salvaría), mientras practicaba con frenesí sus aberraciones. Una época terminal, en fin, muy semejante a la nuestra, en la que el derrumbe de la razón es más estrepitoso que nunca; y donde los católicos pronto podremos dedicarnos abnegadamente a la limpieza y restauración de un paisaje derruido y hediondo, regado de vómitos y defecaciones. Tan sólo hay que tener una paciencia que dure unas pocas generaciones.
Pero la burla ufana del diputado Rufián contiene otro signo de esperanza todavía mayor. Es la burla propia de una persona que no distingue el sentido del lenguaje figurado, que no entiende el valor de la poesía. Y Cristo, como nos enseña Oscar Wilde, fue ante todo un poeta de imaginación «intensa y flamígera» que supo hacer de «su vida entera el más maravilloso de los poemas». Para entender la belleza de esa vida y la luz radiante que arroja sobre las nuestras hay que tener un espíritu y un temple poético que aúne el estremecimiento más hondo (serpientes que hablan) y la dulzura más cándida (palomas que embarazan), la magia discreta de un encantamiento (mujeres que nacen de una costilla) y el aliento brioso de una tragedia griega (lluvias de fuego que queman). Sólo con un espíritu poético se puede seguir a aquel Cristo que hablaba con parábolas tan subyugadoras que quienes lo escuchaban se olvidaban de su hambre, de su sed y de las preocupaciones mostrencas de este mundo. Y esas personas inundadas de poesía derrotaron a todo un Imperio con su estilo de vida, a la vez sobrio y apasionado, a la vez sufrido y esperanzado, que acabó rindiendo a una generación sin pasión ni sobriedad que había perdido la capacidad para resucitar la esperanza y soportar el sufrimiento.
Ciertamente, aquellos paganos terminales primero quisieron despedazar a los cristianos (del mismo modo que hoy los apóstatas furiosos se burlan de ellos), pero acabaron rindiéndose, como siempre se rinde lo que es de naturaleza inferior ante lo que es de naturaleza superior. Pronto llegará el momento de levantar las ruinas y de limpiar el vómito; entretanto, paciencia y ‘disciplina del arcano’.
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