Por Thierry Meyssan
El 16 de marzo de 2020, el presidente francés, Emmanuel Macron, se convierte en el primer personaje político que describe la epidemia de Covid-19 como una guerra. El tono marcial de su discurso buscaba agregar dramatismo a la situación y conferir al propio Macron un estatus de jefe en situación de guerra. Lo que hizo fue sembrar el pánico entre los franceses. Desde ese momento, una forma de histeria colectiva ocupó el espacio del debate democrático.
El Covid presentado como «una guerra»
El Covid-19 es una enfermedad viral capaz de matar, en el peor de los casos, un 0,001% de la población. La edad promedio de las personas fallecidas por Covid-19 en los países desarrollados se sitúa alrededor de los 80 años.
A modo de comparación, los países en guerra sufren de una mortalidad suplementaria entre 5 y 8 veces superior a la normal, pero que afecta principalmente a la población masculina de 18 a 30 años. A esto hay que agregar una emigración que puede elevarse al 50,00% de la población.
Eso significa que la epidemia de Covid-19 y la guerra son dos situaciones que no tienen absolutamente nada en común, a pesar de la retórica apocalíptica tendiente a ponerlas en un mismo plano [1].
Sin embargo, los mismos que se aventuraron en Francia a asumir tan dramática comparación no adoptaron, en términos de movilización, ninguna de las medidas que se asocian a las situaciones de guerra. Sólo se montó –cuando más– un hospital militar móvil para poder hacer algunas fotos de uniformados haciendo algo. El único resultado real que se logró con eso fue acrecentar el pánico entre la población, privándola así de su natural espíritu crítico.
Origen del error de comunicación
La comparación del Covid-19 con una guerra se basó en informaciones erróneas. Neil Ferguson, un especialista británico en estadística cuyos modelos matemáticos ya habían servido antes para justificar la política europea de reducción de la cantidad de hospitales, auguró más de medio millón de fallecimientos por Covid-19 en Reino Unido y la misma cantidad en Francia.
Neil Ferguson ignoraba que un virus necesita vivir dentro de otro ser viviente, o sea el virus no trata de matar al ser viviente sino de vivir en él como parásito. Si la persona infectada muere, el virus muere con ella. Es por eso que todas las epidemias causadas por virus comienzan con altas cifras de mortalidad, que disminuyen paulatinamente a medida que el virus se adapta al hombre. Por consiguiente, es totalmente ridículo extrapolar la letalidad de un virus basándose en los daños que causa durante las primeras semanas de la epidemia.
Los dirigentes políticos no son portadores de todo el conocimiento humano. Pero deben tener una cultura general que les permita determinar la calidad de los expertos de los que se rodean. Neil Ferguson es de esos “expertos” que “demuestran” lo que se les pide demostrar, no es un científico que trate de entender fenómenos nuevos. Su curriculum vitae muestra una larga sucesión de predicciones erróneas que siempre corresponden a los deseos de los responsables políticos… antes de resultar desmentidas por los hechos [2]. Neil Ferguson acabó siendo expulsado del Consejo COBRA británico (Cabinet Office Briefing Rooms) pero uno de sus discípulos –Simon Cauchemez, del Instituto Pasteur– todavía es miembro del Consejo Científico francés.
- Calles desiertas en París durante el confinamiento generalizado.
Primer error estratégico: el confinamiento como variable de ajuste de las políticas sanitarias
Ante la epidemia de Covid-19, los países desarrollados reaccionaron decretando cierres de fronteras, toques de queda, cierres de empresas e incluso confinamientos generalizados de la población.
Es la primera vez que esto sucede en toda la Historia. Nunca antes se habían decretado confinamientos generalizados –o sea, el confinamiento de la población sana– en la lucha contra una epidemia. Esa medida política resulta muy costosa en los planos educacional, psicológico, médico, social y económico. Su eficacia se limita a interrumpir la propagación de la enfermedad en las familias sanas –sólo durante el confinamiento– pero favorece el contagio de todos los miembros de las familias donde ya hay una persona contagiada. Cuando se levanta el confinamiento la propagación del virus se reanuda de inmediato entre las familias sanas.
Dado el hecho que todos los países desarrollados restringieron las capacidades de sus hospitales desde la disolución de la Unión Soviética, la mayoría de sus gobiernos adoptaron medidas de confinamiento, pero no para luchar contra la enfermedad –lo cual no pueden hacer– sino para evitar que sus hospitales se viesen desbordados ante la afluencia de enfermos.
En otras palabras, en aras de mantener su sistema de gestión de los servicios públicos de salud, los gobiernos ven el confinamiento como la única variante posible para responder al problema. Pero las consecuencias de esos confinamientos son mucho más graves que una gestión más costosa de los hospitales.
Lo más importante es que el envejecimiento de la población en los países desarrollados ya hace prever la aparición de crisis de saturación de los hospitales cada 3 o 4 años, que es el ciclo habitual de todo tipo de epidemias. En la práctica, recurrir al confinamiento condena a los países que lo hacen a utilizar esa medida cada vez más frecuentemente, ya sea ante epidemias de Covid-19, de gripe o de cualquier otra enfermedad mortal.
Un estudio comparativo publicado el 12 de enero de 2021 por la Universidad Stanford muestra que, en comparación con los Estados que respetaron la libertad de sus ciudadanos, los países que recurrieron a cierres de empresas, toques de queda y confinamientos generalizados en definitiva no influyeron en la propagación de la enfermedad, sólo la retrasaron [3].
Contrariamente a lo que se ha divulgado, no se trata de optar entre la saturación de los hospitales y el confinamiento sino entre la movilización –incluso la requisición– de las clínicas privadas y el confinamiento. En todos los países desarrollados existen suficientes hospitales privados y clínicas privadas como para absorber el aumento de la afluencia de enfermos provocado por la epidemia.
Origen del error estratégico
La idea original del confinamiento viene de la CEPI (siglas en inglés de la Coalición para las Innovaciones en Preparación para las Epidemias). Esa entidad fue creada en Davos, en ocasión del Foro Económico Mundial de 2015 y se halla bajo la dirección del doctor estadounidense Richard J. Hatchett, personaje cuya biografía usted no encontrará en Wikipedia o ni siquiera en la página web de la CEPI porque el propio Dr. Hatchett se encargó de hacerla retirar.
El Dr. Richard J. Hatchett concibió el confinamiento de las personas sanas por cuenta de Donald Rumsfeld, cuando este último era secretario de Defensa del presidente George Bush hijo [4]. En 2005, este miembro del Consejo de Seguridad Nacional del presidente Bush hijo tenía como tarea adaptar los procedimientos de las fuerzas armadas de Estados Unidos para aplicarlos a la población civil en el marco de un plan de militarización de la sociedad estadounidense. Los militares estadounidenses destacados en el extranjero tienen como instrucción confinarse en sus bases en caso de ataque biológico, así que el Dr. Richard J. Hachett aconsejó confinar a toda la población civil en sus casas en caso de ataque biológico en suelo estadounidense. Ese proyecto militar encontró un rechazo unánime de parte de los médicos estadounidenses, encabezados por el profesor Donald Henderson, de la universidad Johns Hopkins. La comunidad médica estadounidense subrayó entonces que los médicos nunca habían confinado poblaciones sanas.
El Dr. Richard J. Hatchett fue el primero en comparar la epidemia de Covid-19 con una guerra, en una entrevista transmitida en Channel 4, días antes de que lo hiciera el presidente francés Emmanuel Macron. Por supuesto, la primera donación que Hatchett hizo a través de la CEPI fue para el Imperial College de Londres. Esa venerable no se halla bajo la dirección de un súbdito británico sino de una estadounidense, Alice Gast.
Además de figurar en el consejo de administración de la transnacional petrolera Chevron, Alice Gast trabajaba en Estados Unidos con el Dr. Hatchett para movilizar a los científicos contra el terrorismo. En el marco de tal esfuerzo, Alice Gast apoyó la propaganda tendiente a hacer creer que yo escribía cosas absurdas sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001. Otro personaje conocido como una de las figuras más célebres del Imperial College de Londres es precisamente Neil Ferguson, el ya mencionado autor de las proyecciones estadísticas alarmistas sobre la propagación de la epidemia.
Lo único que las vacunas “ARN mensajero” tienen en común con las vacunas clásicas es la denominación de “vacuna”. En estas nuevas vacunas ya no se trata de inocular una pequeña cantidad de virus para provocar la aparición de anticuerpos sino de manipular el material genético de las personas para que ya no sean receptivas al virus.
Segundo error estratégico: la orientación de la investigación sólo hacia las vacunas
Ante esta nueva epidemia, los médicos se encontraron en la oscuridad total en cuanto al tratamiento que debían dispensar a los enfermos. Los gobiernos occidentales optaron desde el primer momento por la búsqueda de vacunas.
Debido a la envergadura de las sumas en juego, orientaron todos los presupuestos hacia la concepción de vacunas genéticas y renunciaron a las investigaciones sobre la patología y los tratamientos necesarios para las personas ya contagiadas.
Aunque el uso de la técnica de vacunación basada en el «ARN mensajero» –la que han escogido Moderna/NIAID, Pfizer/BioNTech/FosunPharma y CureVac– no debería provocar efectos secundarios clásicos, tampoco puede decirse que esté exenta de riesgos. Hasta ahora, esta técnica era considerada con extrema prudencia ya que interviene en el patrimonio genético de los pacientes. Debido a ello, dado que no existen estudios lo suficientemente profundos, las compañías exigieron a sus clientes estatales ser eximidas de toda responsabilidad jurídica.
Sin embargo, médicos que recurren a sus conocimientos para determinar qué tratamiento aplicar a los enfermos han sido perseguidos por instancias disciplinarias de la profesión y los tratamientos que han aplicado han sido objeto de burlas –incluso prohibidos– en vez de ser evaluados científicamente.
Ese es el segundo error estratégico.
Los médicos occidentales –que salvo raras excepciones nunca habían tenido que afrontar las exigencias de la medicina de guerra o situaciones de catástrofe– en ocasiones cedieron al pánico. Al principio de la epidemia, algunos optaron por no hacer nada ante los primeros síntomas, en espera de la aparición de lo que se suele llamar en el lenguaje médico la «tormenta de citoquinas» o «tormenta de citocinas» [reacción inmunitaria potencialmente mortal. Nota del Traductor] para poner el paciente en un estado de coma artificial. De manera que los primeros enfermos morían mayormente a causa de tratamientos inadecuados, más que como resultado de la enfermedad. Prueba de ello son los desastrosos resultados de ciertos hospitales comparados con los resultados de otros hospitales de la misma región, aunque mencionar esto no sea compatible con la regla interna de la profesión médica consistente en abstenerse de criticar a los médicos incompetentes.
Los faraónicos presupuestos asignados a la investigación en búsqueda de vacunas sólo se justifican si no se descubren tratamientos para los enfermos y sin esas colosales sumas de dinero las transnacionales farmacéuticas quedarían financieramente expuestas. Eso explica la implacable censura que hemos podido ver contra todas las investigaciones sobre tratamientos para las personas ya contagiadas con el virus.
Sin embargo, en Asia se está poniendo a prueba un “coctel” de medicamentos que licúan la sangre y estimulan el sistema inmunitario y que además incluye antivirales y antiinflamatorios. Ese coctel sirve para tratar a casi todo tipo de pacientes, si se administra en cuanto aparecen los primeros síntomas. Igualmente, en Venezuela la autoridad médica y farmacológica del país ha otorgado su aprobación a un medicamento –el Carvativir– que al parecer permite curar a prácticamente cualquier paciente, incluso en estado grave [5] [N. del E.: situación similar ocurre con la Ivermectina].Al no ser yo un conocedor de este tema, me abstendré de pronunciarme aquí sobre esos tratamientos, pero es aterrador que los médicos occidentales no tengan información sobre ellos ni posibilidades de evaluarlos.
En Francia, el Instituto Pasteur de la ciudad de Lille y la firma APTEEUS lograron –en septiembre de 2020– determinar que un medicamento ya caído en desuso impide la replicación del virus [6]. Pero evitaron cuidadosamente darlo a conocer para no exponerse a la hostilidad de la industria de concepción y fabricación de vacunas. En este momento, el Instituto Pasteur de Lille y la firma APTEEUS han terminado sus experimentos con ese medicamento, originalmente un supositorio para niños, cuya fabricación se ha reiniciado en Francia y podría darse a conocer próximamente.
Pero la censura que se impone a la aparición de medicamentos no occidentales es totalmente inadmisible, no sólo porque se aplica en detrimento de la salud humana sino también porque es resultado de la acción de poderes no electos por los pueblos: Google, Facebook, Twitter, etc. La cuestión aquí no es saber si estos tratamientos son eficaces o no sino que es necesario liberar la investigación para estudiar las moléculas y decidir entonces si deben ser rechazadas o aprobadas o si es necesario mejorarlas.
El origen del segundo error estratégico
Al mismo tiempo observamos que existe una contradicción estratégica entre empeñarse por un lado en frenar el contagio imponiendo medidas de confinamiento a las personas sanas y por el otro acelerar la difusión del virus mediante la aplicación generalizada de vacunas con carga viral viva o inactiva. Sin embargo, esta observación no es válida en el caso de las vacunas que recurren al ARN mensajero, llamadas a hacerse predominantes en el mundo occidental.
El segundo error estratégico tiene su origen en lo que podríamos llamar el “pensamiento grupal”. Los responsables políticos parten del principio de que sólo el progreso técnico puede resolver los problemas que hoy parecen insolubles. Imaginan así que si se logra crear vacunas recurriendo a una nueva tecnología que ya no se basa en los virus sino en el «ARN mensajero», eso significará automáticamente el triunfo sobre la epidemia. Pero a nadie se le ocurre que si logramos curar el Covid-19 ya no sería necesario invertir colosales sumas de dinero.
La ideología utilizada frente a la epidemia de Covid-19 es la ideología del Foro Económico Mundial de Davos y la CEPI. Es por consiguiente “normal” que los gobiernos se mantengan silenciosos cuando las transnacionales censuran los trabajos de médicos, con lo cual bloquean la libertad de la investigación científica.
[1] «Seconde allocution d’Emmanuel Macron sur l’épidémie», par Emmanuel Macron, Réseau Voltaire, 16 de marzo de 2020.
[2] «Covid-19: Neil Ferguson, el Lysenko del liberalismo», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 19 de abril de 2020.
[3] «EMPIRICAL ASSESSMENT OF MANDATORY STAY-AT-HOME AND BUSINESS CLOSURE EFFECTS ON THE SPREAD OF COVID-19», Eran Bendavid, Christopher Oh, Jay Bhattacharya, John P.A. Ioannidis, University of Stanford, 12 de enero de 2021.
[4] «Covid-19 y “Amanecer Rojo”», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 28 de abril de 2020.
[5] «Venezuela anuncia haber hallado un medicamento contra el Covid-19»; «Covid-19: Google, Facebook y Twitter censuran información sobre el Carvativir», Red Voltaire, 26 y 27 de enero de 2021.
[6] «La recherche sur la COVID-19: l’Institut Pasteur de Lille mobilisé face à la pandémie», Institut Pasteur de Lille, actualización del 26 de enero de 2021.
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