-William Shakespeare, El Mercader de Venecia.
Por Fausto Frank
“Teníamos una deuda impagable que nos dejaba sin presente ni futuro”, sostuvo el presidente argentino, Alberto Fernández. Y tenía razón, solo que ahora tenemos otra deuda impagable para pagar esa deuda impagable; a lo que habrá que sumar indignas “revisiones trimestrales” del Fondo Monetario, para asegurarse de que la usura internacional se cobre la misma con el trabajo de todos los argentinos. Una deuda ilegitima por donde se la mire: contraída sin ser aprobada en el Congreso, con el destino de brindar dólares baratos a amigos del poder y terminar siendo fugada al exterior, superando los límites estatuidos por la propia entidad usuraria, y pergeñada para establecer un mecanismo más de control a los fines de evitar cualquier futuro desarrollo nacional y soberano. La historia indica que, más allá de las promesas y relatos, los ajustes se terminan aplicando sobre jubilaciones, salarios y áreas estratégicas: Educación, Salud, Ciencia y Tecnología y Defensa.
Argentina perdió incluso la oportunidad que daba la “pandemia”: la excusa perfecta para determinar la imposibilidad del pago mientras se podía ganar tiempo para enjuiciar a los responsables, internos y externos, del desfalco financiero y sentar un precedente internacional. Un proceso de auditoría no era algo imposible, lo llevó adelante Ecuador a partir de 2007 y hasta dirigentes del actual gobierno argentino realizaron extensas peroratas en este sentido, para terminar siendo, como era de esperar, claro, “discursos para la tribuna”. Una tarea de esa naturaleza solo podía encararse cuando se disponía de legitimidad para llevarla a cabo, al comienzo del mandato, pero era claro que Alberto Fernández no venía a acometer eso, sino a darle sustentabilidad al sistema de deuda eterna. La desmesura de Macri requería de ajustes para que la usura pudiera cobrar sus sacrosantos intereses.
Los eternos devotos del posibilismo, peregrinos incansables del escudarse en la “correlación de fuerzas”, sostendrán que “no había otra opción” y que toda alternativa era peor, ya que dejaba a la Argentina sin crédito externo, y, por tanto, sin acceso a divisas para el desarrollo de la industria estratégica. Claro que toda opción es peor, pero eso es así si no hay un proyecto integral de país, que contemple su desarrollo a varias décadas, con una moneda soberana basada en el valor trabajo, con alianzas geopolíticas dispuestas a sostener esa apuesta. Para el caso, tampoco hoy abunda el acceso a divisas, amén de que el mismo debería lograrse de manera genuina, vía la promoción y aumento permanente de nuestras exportaciones, y no a través de más endeudamiento.
A modo de insulso consuelo, se podrá contemplar que la dependencia de las divisas, como problema económico y político histórico, afecta a la casi totalidad de los países del mundo. Solo se resolverá, a nivel internacional, por acuerdos entre naciones soberanas para el intercambio vía el trueque de su producción. Pero para todo eso, se requieren ya no acuerdos, sino gestas históricas de las que estamos evidentemente muy lejos al día de hoy.
Terminando la Segunda Guerra Mundial, los acuerdos de Bretton Woods encumbraron al dólar norteamericano como la moneda elegida para los intercambios comerciales internacionales. De este modo, la Reserva Federal de los EEUU, entidad privada fundada en 1913, crea de la nada los papeles de colores que luego, vía poderío militar, el resto de los países está obligado a usar para transaccionar sus productos estratégicos, especialmente el petróleo. Según el investigador Thomas D. Schauf, diez bancos controlan a la Reserva Federal: Goldman Sachs de New York, JP Morgan Chase Bank de New York, N.M. Rothschild de Londres, Rothschild Bank de Berlín, Warburg Bank de Hamburgo, Warburg Bank de Amsterdam, Lehman Brothers de New York (hasta antes de su caída en 2008), Lazard Brothers de Paris, Kuhn Loeb Bank de New York e Israel Moses Seif Bank de Italia. Su primer presidente fue de hecho el banquero Paul Warburg. Como puede observarse, más de cien años después, las mismas entidades, la misma plutocracia, sigue parasitando la economía productiva mundial.
Cuando países como la Argentina se endeudan con el mercado financiero internacional a un punto tal de volver insostenible su capacidad de repago, aparecen el FMI, junto al Banco Mundial, que actúan como prestamistas “de última instancia”, ofreciéndoles “menores intereses” que los bancos comerciales o fondos financieros, pero a cambio de someter sus economías a sus dictados, perpetuando la imposibilidad de un desarrollo autónomo, primarizando a estas naciones, destruyendo sus clases medias y condenándolas a ser meras proveedoras de materias primas. Creadores de valor de toda laya, sean trabajadores asalariados, pequeños comerciantes, industriales o productores agropecuarios, verán incrementar sus tributos e impuestos, para que el Leviatán estatal los destine a satisfacer la voracidad de la usura institucionalizada. El destino, el camino augurado por la “Agenda 2030”: un mundo donde reinará la igualación en la pobreza (ya prefigurada en el 60% de los niños argentinos), situación insostenible si no fuera debidamente anestesiada por los créditos del Banco Mundial que promueven las diversas formas que va adquiriendo el asistencialismo social.
Como viene ocurriendo en la superestructura política, endeudadores seriales “neoliberales” se dan la mano con pagadores seriales “progresistas”. Como se verá, el problema excede a un gobierno. El trato se cumple: mientras algunos resuelven sus problemas judiciales, otros realizan paso a paso la tarea que vinieron a hacer. En el llano, el pueblo argentino seguirá pagando a Shylock su libra de carne con sangre, sudor y lágrimas, eso sí, mientras escucha floridos discursos de inclusión y justicia social.