Por Lucas Schaerer*
En una de las provincias más pobres de Argentina serán beatificados este sábado el obispo Enrique Angelelli y tres de sus colaboradores, asesinados en 1976 desde el entorno del régimen militar. Angelelli sigue siendo en el sur del continente tan querido como pueda serlo en América Central san Óscar Arnulfo Romero
Enrique Angelelli, un obispo con olor oveja. Así vivió y fue tanta su pasión por los más pobres y por los campesinos en su tarea pastoral que los poderosos terratenientes de La Rioja, una de las provincias con mayor desigualdad de Argentina, lo apedrearon al poco de llegar, en el año 1968; lo difamaron, calificándolo de «obispo rojo» desde la prensa local; de ahí se pasó a las amenazas de muerte, tanto contra él como contra sus colaboradores. Finalmente, tras varios atentados fallidos, el 4 de agosto de 1976, cuatro meses después del golpe de Estado militar, lo asesinaron con un accidente automovilístico provocado.
En los días previos a su muerte, grupos del entorno de los golpistas habían asesinado a dos de sus sacerdotes más cercanos –Gabriel Longueville, diocesano y de origen francés, y Carlos de Dios Murias, de la Orden de los Frailes Menores Conventuales– y al laico miembro de la Acción Católica Argentina y padre de familia, Wenceslao Pedernera.
En junio de 2018 el Papa reconoció el «martirio por odio a la fe» de todos ellos, allanando el camino para su beatificación. La ceremonia se celebrará este sábado 27 de abril, en La Rioja, con la presencia del nuncio apostólico, Léon Kalenga Badikebele, que pese a su origen congoleño es un avezado en la vida de Angelelli y fue un gran defensor de la beatificación ante la Conferencia Episcopal Argentina (CEA).
Puertas hacia adentro, en la Iglesia local ha habido opiniones divergentes con respecto a la causa de Angelelli. En la ciudad de Córdoba, donde nació y fue obispo auxiliar Angelelli, ha despertado muchas críticas el silencio de numerosas parroquias acerca de esta beatificación, lo que se achaca al apoyo que, desde la jerarquía local, se prestó a finales de los años 70 al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional de los militares.
Un obispo del Concilio
A pesar de estas resistencias, la expectativa para la beatificación es enorme. En La Rioja se espera a más de 100.000 visitantes, algunos provenientes de Francia, entre ellos varios parientes del sacerdote Longueville, pero también de otros países de América Latina, donde Angelelli es tan querido como pueda serlo en América Central san Óscar Arnulfo Romero.
«Vayan, llénense los pies de tierra y que la panza les quede verde de mate conversando con la gente, queriendo a la gente y descubriendo en la gente. Ustedes tienen que ser más riojanos que los riojanos», le repetía el obispo Angelelli a cada laico, monja o cura del resto de la Argentina que aceptaban colaborar con él y se internaban en lo profundo de los pueblitos semiáridos de La Rioja.
Enrique Angelelli fue uno de los principales exponentes de una Iglesia comprometida en las periferias de Argentina, en la estela del Vaticano II. Aquella Iglesia renovada y sinodal tenía una referencia inevitable en este obispo apodado «el pelado» por su prominente calvicie. Angelelli fue padre conciliar, participó en tres de las cuatro sesiones del Concilio. Posteriormente, el propio san Pablo VI le entregó el anillo de obispo. Durante su ministerio, se encargó de llevar el legado del Vaticano II a las tierras más recónditas del noroeste argentino, en límite con la cordillera de los Andes.
Un promotor del cooperativismo
Es ilustrativo el testimonio de Osvaldo Caccia, entonces un joven laico porteño con su compromiso en las villas miseria, quien recuerda hoy a sus 64 años que «Angelelli hizo un estandarte del cooperativismo en cada pueblo de La Rioja», ya fuera «para trabajar en los viñedos como en la construcción de viviendas».
«Nosotros –prosigue– acompañábamos, pero quienes administraban eran los pobladores». «Con las ganancias y el reparto igualitario de los beneficios» tomaban indirectamente conciencia de que «los explotaban los terratenientes, cuatro o cinco familias dueñas de todo, desde el almacén, los campos y hasta del agua que bajaba de la montaña para los campos».
«En la cooperativa se juntaba la piedad popular, la doctrina social de la iglesia, la fe y la cultura», explica Caccia. «Había una integridad entre la fe y la cuestión pública. Para trabajar el campo iban todos, y las ganancias eran muchísimas. Eso inevitablemente no le gustó al poder».
*Lucas Schaerer es periodista de profesión y militante de la Alameda/Bien Común.