América es el continente de la esperanza. Reflexiones sobre la utopía. Por Ricardo V. López

Por Ricardo Vicente López

Parte II

Quedó dicho, en el final de la nota anterior [1] un aspecto fundante de la Modernidad que los siglos posteriores fueron ocultando. La primacía del individuo por sobre la comunidad presentado filosóficamente por John Locke (1632-1704) [2] y Thomas Hobbes (1588-1679) [3] autor de la famosa sentencia: “El hombre es un lobo para el hombre”. Estos dos pensadores sostenían posiciones divergentes respecto a su concepción del ser humano: el primero defendió la libertad intransferible hombre y del orden social; el segundo lo conceptuaba como una especie de animal salvaje, lo que permitió fundamentar la necesidad de una monarquía despótica. Ambos coinciden en la idea del individuo como punto de referencia del orden social.

El saber moderno, entonces, está sostenido sobre la idea de un orden social compuesto por átomos que se relacionan entre sí según las reglas del poder. Estos liberalismos terminaron defendiendo una conciencia individual que dio como resultado la experiencia burguesa; ésta privilegió la riqueza material como camino de realización. Ello hace más difícil, pero al mismo tiempo más necesario, el avance de un pensamiento que se sostenga por la vocación de construir un mundo de iguales: la utopía de una sociedad más equitativa y fraterna. El filósofo argentino Ricardo Forster nos ayuda a reflexionar:

«Se me ocurre pensar en la palabra utopía, una palabra que creó espacios nuevos, que supuso la organización de experiencias históricas, sociales, culturales, experiencias generacionales, una palabra que suponía que el mundo podía transformarse, que era posible imaginar lo nuevo, que era posible pensar en una historia distinta, sacarse de encima la rutina, el costumbrismo, la repetición y el realismo asfixiante».

Entonces, la utopía que debemos proponernos es nuestra utopía, y al decir nuestra debemos pensar en la conciencia colectiva de las comunidades de nuestro continente, plasmada en la particularidad de nuestro ser nacional. No hay una utopía válida para todos los pueblos aunque si hay utopías convergentes. Parte esencial de la elaboración utópica será la de reformular la concepción y práctica de la política.

La propuesta de incursionar en otros modos del pensar, abre la posibilidad de abordar otros temas que pueden implicar los mismos problemas pero planteados desde ópticas diversas. En este sentido, dar los primeros pasos por este sendero, los obstáculos que se nos presente revelará de qué manera y con qué profundidad estamos sumergidos culturalmente en la cultura noratlántica, defensora del viejo liberalismo. Por esta razón campea un menosprecio por lo indo-latino-americano. O, dicho con otras palabras, un distanciamiento de los temas y problemas propios, o que debieran serlo, que están enraizados en este continente.

Esa especie de compromiso con lo que nos envían los centros de poder, aunque estemos lejos de ser conscientes de ello, obnubila nuestro entendimiento respecto de aquello que tenemos más cercano, que nos rodea, que sostiene nuestra cotidianeidad. Hablar de cultura americana pareciera remitir necesariamente a ciertos folclorismos. Las instituciones educativas (de todos los niveles, con especial peso en las universitarias) refuerzan esa concepción del mundo. La información que recibimos a través de los grandes medios consolida en nuestra conciencia ese modo de ver y pensar.

El Profesor Doctor Guzmán Carriquiry Lecour (1944) uruguayo, estudió en la Universidad de la República (Montevideo), donde se doctoró en Derecho y Ciencias Sociales, abordó este tema.  Una síntesis sobre nuestra historia la presenta en esta tesis:

El continente americano emerge en la historia mundial, al alba de la modernidad, en la primera fase de la globalización, como una sorprendente novedad que, desde su génesis, provoca un fuerte ímpetu de esperanza. Muchos estudiosos han escrito sobre la “utopía” americana de los misioneros, sobre el “reino milenario” de los franciscanos, sobre el influjo del abad italiano Joaquín de Fiore (1135-1202); sobre el franciscanismo radical en América. También el humanista inglés Tomás Moro (1478-1535), mencionado en la nota anterior, imaginó una comunidad, que ubica en las tierras del Nuevo Mundo, la que se rige por los principios de la solidaridad cristiana, por la cual todos viven en paz.

Respecto a los tiempos actuales podemos leer del ilustre mexicano Octavio Paz (1914-1998), una de sus citas:

«Las naciones del Viejo Mundo, replegadas sobre ellas mismas consagran las propias inmensas energías en la creación de una prosperidad sin grandeza y cultivan un hedonismo sin pasión y sin riesgos. En ellas, más que de nihilismo es necesario hablar de hedonismo. El espíritu del nihilista es trágico; el del hedonista es resignado».

Debo agregar dos encuentros altamente significativos: la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (Colombia 1968) y la de Puebla (México 1979) representaron llamados a la esperanza y a la liberación de los pueblos que repercutieron, asombrosamente, en Europa. El comienzo del siglo XXI volvió a sorprender al mundo la capacidad de crear nuevos caminos políticos para la construcción de sociedades libres e igualitarias. La primera década auguraba un avance del pensamiento político progresista: Brasil y Bolivia parecieron anunciar un final para esas experiencias, los pueblos de Chile, Ecuador, Perú y Colombia advirtieron que no estaban dispuesto a seguir sometidos. América, siempre América, estuvo dispuesta a comenzar de nuevo.

Se impone, nuevamente, la necesidad de construir nuevas formas de pensamiento, porque la reflexión de la utopía exige la ruptura con las ideas que funcionaron como justificación del orden imperial. Todo ello supone un debate profundo del que nadie debiera excluirse. Todo ello supone una ruptura con los paradigmas reinantes. Se torna un paso ineludible pensar desde la utopía, pero ésta impone la ruptura señalada. Al hablar de paradigmas estoy haciendo referencia a un saber que ha colonizado la educación institucional convirtiendo la neutralidad y la objetividad de los saberes como la condición sine qua non, como la asepsia imprescindible para la construcción de conocimientos aceptables por la Academia. Todo ello acarrea el resultado de mantenerse alejado de las necesidades humanas, sobre todos la de los más excluidos. Se entiende así el rechazo a toda ética, es decir a todo compromiso con una justicia para todos, por el socorro a los más necesitados, en un mundo en el que unos pocos tienen muchísimo y los más apenas comen.

Todo ello nos permite entender que en las manifestaciones de tantos intelectuales muestren un distanciamiento de toda esa problemática, bajo la excusa de mantenerse alejados de los compromisos políticos. Negándole a la política su sentido originario: la vocación por el bien común y, en su origen cristiano-occidental, en el compromiso primero con los más necesitados.

Hablar de la utopía, pensando desde la particularidad de nuestra América sin exclusiones de ningún tipo, exige entrar en la consideración de quién habla, desde dónde habla, para quiénes habla. Quién habla es la pregunta por el sujeto portador del discurso utópico, supone dejar aclarado el grado de compromiso con la liberación de nuestros pueblos. Este quién debe ir acompañado del para quién, y dejar explicitado que es en el desde dónde que el suelo americano adquiere relevancia política. Allí son los pueblos (aunque esta categoría política aparezca como vetusta) los sujetos y los destinatarios de la utopía. Entonces, desde ellos, con ellos y para ellos es que la realidad de la política utópica adquiere sentido y vigencia, al plasmarse en luchas utópicas (pero posibles).

[1]  América es el continente de la esperanza – Parte I, fue publicada en esta misma página el 1-2-2020.

[2] Filósofo y médico inglés, considerado como uno de los más influyentes pensadores y como el «Padre del Liberalismo Clásico.

[3] Filósofo inglés considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna.

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