Una teología reclamante de un mundo mejor ante el ateísmo de nuestras clases medias. Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

El ateísmo representa un desafío para una espiritualidad reclamante de un mundo mejor

Quiero tratar acá un aspecto del pensamiento, común a muchas personas pertenecientes a nuestros sectores sociales, medios y altos, del siglo XIX hasta nuestros días. Me refiero a las que han estado influenciadas por una cultura fuertemente impregnada con las ideas de la Ilustración, que han hecho sentir su presencia en la espiritualidad de América Latina de los últimos siglos. Ya había quedado dicho que la batalla ideológica que se desató en la Europa de los siglos XVI y XVII entre la nobleza reinante y la burguesía en ascenso partió aguas demasiado abruptamente. El tema religioso no estaba en los primeros momentos en el tapete de la discusión. El problema era de índole política, eran cuestiones de poder lo que enfrentaba a ambos bandos. El peso nefasto de un orden económico sostenido para beneficio de las clases ociosas, netamente rentístico y tributario, impedía el desarrollo de una economía cada vez más pujante, sobre todo a partir de la primera globalización del siglo XVI. La conquista del resto del planeta incorporaba mercados que demandaban cada vez mayor cantidad de manufacturas.

En ese debate la jerarquía de la Iglesia católica, la de mayor peso en ese entonces, se alineó junto a las clases dominantes y se aferró a una teología legalista que defendía el derecho de sangre y los privilegios de clase que ella también compartía. Una parte importante de los obispos europeos eran señores feudales con dominio sobre vastas extensiones de tierra. Además, para mostrar su compromiso con el régimen imperante, tenían también a su servicio a siervos de la gleba para su explotación. Por lo tanto el conflicto revistió carácter institucional y político. No era la religión, mucho menos la tradición comunitaria, igualitaria, del cristianismo lo que  estaba en juego. Para una mejor comprensión debemos decir que, de un modo u otro, todos eran cristianos.

Las clases burguesas: artesanos, comerciantes, financistas, reclamaban una mayor libertad y una menor carga impositiva para seguir avanzando en el desarrollo de sus negocios. Estos sectores sociales comenzaban a enarbolar ideas libertarias, muy tibias al comienzo, que estallaron con diferentes modalidades políticas, primero en Inglaterra y luego en Francia. Fue la obstinada defensa de los intereses y grandes privilegios lo que convirtió a las iglesias, sobre todo a la católica, como enemigas de la revolución en marcha. Y fue Francia el territorio en el que se confrontó con mayor virulencia en el siglo XVIII. Con anterioridad, en el siglo XVI, se había producido en Inglaterra la ruptura anglicana con Roma, lo que le había otorgado una mayor independencia. Un siglo después la “Revolución gloriosa” de Oliver Cromwell [[1]] le dio un carácter más burgués a la política. La particularidad del proceso inglés radica en que los intereses de la monarquía coincidían en gran parte con la burguesía, cada vez más poderosa, por lo cual la resolución de los conflictos fue mucho más simple.

El avance de las clases burguesas en Francia requería su ingreso al escenario político. Para ello era necesario aportar las justificaciones ideológicas que avalaran y legitimaran sus reclamos. Esta convergencia entre la lucha política y el debate ideológico abrió un nuevo espacio para la conciencia de la época. Esta poderosa efervescencia atacaba con violencia todo lo que se le ponía por delante. Esa potencia fue venciendo una gran cantidad de prejuicios de la época: no fueron excepción las ciencias, ni la religión revelada. La Ilustración, que va haciendo sentir su poderosa influencia en la época, muestra un irresistible movimiento de profundos cambios, que en su rápido avance, se interesa sobre todo por su origen y su meta. Si algo caracteriza al siglo XVIII es la profunda creencia en la unidad e invariabilidad de la razón. Ésta es la misma para todos los sujetos pensantes, para todas las naciones, épocas y culturas. El vocablo “razón” pierde, por consiguiente, su simplicidad y su significación unívoca. Se torna un componente de la espiritualidad europea.

La definición que hace del siglo XVIII Jean le Rond d’Alembert (1717- 1783) matemático y filósofo francés, en las páginas de La Enciclopedia no puede ser más clarificadora:

«Nuestra época gusta de llamarse la época de la filosofía. De hecho, si examinamos sin prejuicio alguno la situación actual de nuestros conocimientos, no podremos negar que la filosofía ha realizado entre nosotros grandes progresos. La ciencia de la naturaleza adquiere día por día nuevas riquezas; la geometría ensancha sus fronteras y lleva su antorcha a los dominios de la física, que le son más cercanos; se conoce, por fin, el verdadero sistema del mundo, desarrollado y perfeccionado. La ciencia de la naturaleza amplía su visión desde la Tierra a Saturno, desde la historia de los cielos hasta la de los insectos. Y, con ella, todas las demás ciencias cobran una nueva forma».

Se puede comprender que tales vientos de libertad de pensamiento, consecuentes con las demandas políticas de la burguesía, arrasaron con el pesado bagaje de ideas que se arrastraban desde siglos atrás. Se abrió así un ancho campo al pensamiento que sedujo a las capas medias de la época. La iglesia católica no estuvo a la altura del debate imperante y se atrincheró en los viejos argumentos, ya insostenibles. Este retroceso de las iglesias en el ámbito del pensamiento la obligó a retroceder y a abroquelarse en su aislamiento. Se impuso la necesidad de esa defensa por los temores de perder los privilegios que detentaba. Ya no contaba con la amenaza de las excomuniones, éstas ya no lograban su efecto. Entonces, para una pequeña capa de la población, las nuevas ideas libertarias ejercieron una fuerte seducción. No debe olvidarse que más de las dos terceras partes de la población europea era iletrada. Ella, con su militancia, hizo pesar su peso numérico por encima de sus argumentos.

La fuerte presencia del racionalismo imperante, llevó a d’Alembert a afirmar que la filosofía había desplazado a la teología. Ofrecía sólidos argumentos que enfrentaban y derrotaban a la verdad revelada en los textos bíblicos, entendidos en su literalidad. La Ilustración se presentaba como un faro de luz que arremetía contra “siglos de oscurantismo”.

Nuestras élites intelectuales de América encontraron allí una fuente inagotable para sostener la lucha que encarnaban contra la dominación colonial. También en estas tierras la jerarquía eclesial se comportaba dentro de los mismos cánones de Europa. De este modo el anticlericalismo y luego el ateísmo ingresó a nuestras tierras pero como un fenómeno fundamentalmente urbano. Un esquema un tanto simplista nos permite decir que en el plano ideológico las personas se dividieron en dos corrientes: la católica ligada al tradicionalismo (aunque muchos miembros del clero bajo participaron de las revoluciones libertarias), y el liberalismo que se enseñoreó en las capas medias intelectuales que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, detentaron el poder.

Diferencias de comportamiento frente al tema religioso

Sin embargo, sin perder de vista el cuadro pintado, debemos reconocer que la incidencia de esa actitud de rechazo al tema teológico tuvo consecuencias muy disímiles en el área de la cultura latina que la que se presentó en el área anglosajona. En el ámbito de la educación, lugar privilegiado para la formación de la conciencia colectiva y maduración de la nueva espiritualidad, que avanzaba en una nueva elaboración, nos encontramos con manifestaciones opuestas.

Como un modo de comprender en qué medida el ateísmo ha impactado en culturas similares del mundo occidental se puede ver que en nuestro país, tal vez también en Uruguay, pero no tanto en otros países latinoamericanos, la preferencia por una educación laica hizo sentir su peso. La desvalorización de una educación religiosa apartó a las capas medias de ese tipo de estudios. Esto puede encontrar un sinnúmero de razones, y la iglesia católica, claramente mayoritaria, debe cargar con una parte no despreciable de ellas. El resultado ha sido que, salvo instituciones dependientes de las diversas iglesias, ninguna universidad, tanto pública estatal como privada, tuvo cátedras o planes de estudio sobre las ciencias teológicas.

Éste no es el caso de los países del norte. Por ejemplo en los EEUU: la Universidad de Yale dicta teología en el Yale Divinity School; la Universidad de Stanford concede el Diploma in Biblical and Theological Studies; la Universidad de Pennsylvania tiene The Department of Religious Studies; la Universidad de California-Berkeley concede el The Religious Studies undergraduate major; la Johns Hopkins University tiene un Instituto Ecuménico de Teología; la Universidad de Chicago tiene la Escuela de Divinidad; La Universidad de Harvard tiene una Facultad de Teología.

Para no abundar ,en el país del norte donde se pueden citar muchas más universidades que presentan ese cuadro pedagógico, pasemos a Europa: la Universidad de Oxford tiene una facultad de teología; la Universidad de Cambridge tiene una Facultad  de Estudios Religiosos y de Teología; la Universidad la Sorbona tiene la Facultad de Teología de París; La facultad de teología católica de la Universidad de Louvain-la-Neuve en Bélgica es íntegramente subvencionada por el Estado; en Alemania la Universidad de Tubinga, la Universidad de Bonn, Universidad de Munich, Universidad de Leipzig, Universidad de Augsburgo, etc., tienen una facultad de teología.

Las universidades públicas han sido autorizadas en Europa para la creación de facultades de teología que mantienen su independencia. En Gran Bretaña e Irlanda los estudios de  teología de las universidades son reconocidos o integrados en una universidad que otorga los títulos públicos. En otras partes de Europa, en Escandinavia, Alemania, Holanda y Grecia, los departamentos de teología son una parte integral de las universidades estatales. La Sociedad Europea para el Estudio de la Ciencia y la Teología (ESSSAT) es una institución académica que nuclea a organizaciones no confesionales, con sede en Europa, y que tiene como objetivo promover el estudio de las relaciones entre las ciencias naturales y puntos de vista teológicos. A partir de la mitad del siglo pasado se ha dado una actitud revisionista respecto a la reposición de cátedras de Teología en varias universidades estatales.

Mi intención es mostrar que la actitud laicista, anticlerical, antirreligiosa, atea, que ha dominado la conciencia de una parte de nuestras clases medias, y no sólo en nuestro país, adopta una posición cerril frente a un tema muy delicado para el hombre de nuestro tiempo. Que tantas importantes universidades, no confesionales, del primer mundo desarrollen estudios, seminarios, investigaciones, carreras de grado, debe llevarnos a repensar que algo importante, trascendente, profundo, debe estar analizándose allá que no puede ser colocado bajo el simple, superficial y prejuicioso rótulo de “retrógrados”, “infantiles”, “obtusos”, “crédulos”, etc. La conciencia occidental moderna se encuentra frente a un abismo existencial que exige respuestas serías. Por tal razón, intelectuales de primera línea, se han abocado al estudio de esta problemática que no puede seguir siendo despreciada sin más.

Se puede afirmar, sin riesgo de exageración alguna, que se extiende un reclamo para investigar, debatir, la reformulación de una espiritualidad que profundice la reflexión sobre los reclamos de la conciencia colectiva, una espiritualidad, que reclama por nuevas respuestas para la salud integral de esta humanidad enferma. El escepticismo es más una agonía de la espiritualidad que un distanciamiento de la razón, dentro de esta problemática.

[1] Oliver Cromwell (1599-1658) fue un destacado político y militar inglés del siglo XVII. Se destacó especialmente por instalar la República en Inglaterra, luego de una larga dominación monárquica; la Mancomunidad de Inglaterra o Commonwealth of England, tal reza su denominación original, es el nombre con el cual se designa al gobierno republicano que gobernó Inglaterra, Gales, y más tarde Escocia e Irlanda, entre los años 1649 y 1660.

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