Por Pablo Laborde
En la novela El proceso de Franz Kafka un individuo es notificado de que pesa sobre él una grave acusación; no se especifica el crimen, sólo se lo intima a permanecer alerta al llamado de la ley. No hace falta leer ese perturbador libro para intuir el martirio de un hombre que no puede defenderse porque desconoce el hecho que se le imputa.
Cien años después, el clima de época es opresivo, gris y persecutorio; procesal y burocrático; kafkiano. Las alarmas y advertencias van desde los URGENTE y los ÚLTIMO MOMENTO de tv, con sus bandas sonoras de cataclismo intervenidas por las voces chirriantes de impronta agorera de los comunicadores, a las recomendaciones imperativas que suenan por los altoparlantes de los trenes, exhortándonos a que denunciemos acoso y violencia de género, además de ametrallarnos con advertencias y restricciones de todo tipo.
El prejuzgamiento por color de piel o sexo se ha deglutido la noción de igualdad ante la ley: se asume a determinados grupos humanos como víctimas y a otros como victimarios; a los primeros se los absuelve de culpa y cargo ante cualquier incidente, se los sobreprotege, victimiza y atiborra de privilegios como si se tratara de incapaces; a los segundos, se los condena sin pruebas y despoja de derechos.
Así, el hombre blanco heterosexual de clase media no puede ser otra cosa que un ente opresor y perverso; por contraposición, el ser celestial se corporiza en una mujer o transexual negra y pobre. Vaya si no es eso discriminación, además de una enorme falacia.
En una especie de tómbola por linaje, como quien gana o pierde puntos en la licencia de conducir, gira la perinola de valoración social: Hombre heterosexual pobre, 4 puntos (eximido); lesbiana clase media, 7 puntos (alcanzó objetivos); travesti militante, 8 puntos (superó objetivos); heterosexual blanco hombre o mujer abc 1: 1 punto (aplazado: se le retira el carnet); transexual negra y obesa: 10 puntos (protagoniza publicidades de primeras marcas y novelas de Netflix, obtiene subsidio o cargo en ministerio). Y sí, la discriminación positiva también es discriminación, tan injusta y arbitraria como la otra.
Se impone la censura, la autocensura y la cancelación. Muchos comunicadores se ufanan de la nueva directriz represiva: “Cómo la dejan decir lo que dice”; “Ese humor ahora es inviable”; “¡Sacámelo del aire!”; se regocijan extasiados en un Medioevo que marida bien con su intrínseco desprecio por la libertad en su mundo de trigger warning.
Nos privan de Allen, de Depp, de Spacey; cancelan a J.K Rowling, a Domingo; ocultan a Miller, a Bukowski, a Nabokov; silencian a Anaïs Nin, a Gabrielle Wittkop, a Benny Hill. Si sólo falta que lleven a la hoguera a Pepe Le Pew y a Bob Esponja.
Entretanto, se romantiza y naturaliza la droga, la marginalidad y la violencia, con la misma complicidad editorial, mediática y política con que se inunda el mercado audiovisual de contenidos superfluos, naif y propagandísticos, aportados por una industria del entretenimiento que estupidiza y adoctrina.
Se observa al erotismo con moralina victoriana mientras que se celebra la pornografía, la promiscuidad y el onanismo; se criminaliza el levante, pero no se muestra objeción con que las personas sean un número de artículo del catálogo de Tinder. El amor libre y la espontaneidad han sido encadenados a un feed de Happn.
El eufemismo es ley, porque como no está permitido llamar a las cosas por su nombre, hay que hablar de “las infancias”, “los pueblos originarios” o “la persona en situación de calle”, aquel que se atreva al “día del niño”, al “nativo”, o al “tipo que quedó en la calle”, será enviado al cadalso digital, y su muerte cibercivil será inminente. O su muerte civil a secas, porque hoy en día ¿en qué se convierte la vida de quien no puede acceder a sus redes digitales para ejercer su profesión, su arte o su vida comunitaria? La cancelación es la versión moderna de la antigua condena al destierro y al ostracismo. Y es ejecutada sin mediar palabra por unos duendecillos belicosos que mediante berrinches se han adueñado de la moral, germinando la más nauseabunda hipocresía. De evolucionar estas arquitecturas de pensamiento, acabaremos por caminar en cuclillas para no ofender su estatura.
En su afán de sumar poder, gobiernos impopulares se postran ante la lógica de estos autoritarios violentos, concediéndoles sus disparates, menospreciando las necesidades y reclamos de una inmensa mayoría ciudadana abandonada a su suerte, que además muchas veces sufre la ira de este elemento.
A las nuevas generaciones woke se les dificulta diferenciar autor de personaje y sarcasmo de literalidad: hordas enardecidas de niños de cristal ingresan a las redes de los artistas a despotricar contra su arte y a pedir su cancelación, no por la calidad de la obra, sino por las palabras o imágenes contenidas en ella que consideren fuertes, opresivas u ofensivas. Es decir, pretenden que la expresión artística sea un espejo del mundo de gomaespuma en que ellos quieren vivir, y no de lo que el mundo real, indefectiblemente, es.
En la película de los noventa Misery, basada en la novela homónima de Stephen King y dirigida por Rob Reiner, la desquiciada Annie Wilkes, encarnada por una extraordinaria Kathy Bates, no tiene empacho en quemarle el manuscrito a su escritor favorito porque contenía “palabrotas”. Paul Sheldon, interpretado magistralmente por James Caan, intenta explicarle que en su pueblo así se hablaba, y que él solo procura recrear en su narrativa los modismos reales, ser fiel a los hechos; pero no hay caso: para Annie, nada justifica las malas palabras, y así se lo hará pagar a Sheldon. Independientemente de la trama, aquel excelente thriller trataba de la locura. Hoy, esa locura es el status quo: ejércitos de Annies Wilkes andan por la vida “quemando” libros que contienen palabrotas, tomando como tales no sólo los vocablos en tanto significantes, sino también los significados que interpretan arbitrariamente y desde su razón desequilibrada. El sentido común lo han cambiado para mal. Lo han enloquecido.
Un ángel exterminador está fagocitando la cultura occidental, y si esto sigue, la narrativa de ficción acabará convirtiéndose en una lánguida e insípida babosa, hasta finalmente morir aplastada por toneladas de panfletos de propaganda, series con personajes inverosímiles, libros de farándula y horóscopo chino, sagas de fantasy norteamericano y exasperantes bodrios progres subvencionados. El totalitario festejará la hecatombe cultural, pero tal hecho marcará el inicio de un oscurantismo que a largo plazo impactará negativamente su propia vida, si acaso despertara e intentara salir de la Matrix.
El mundo está envenenado porque cancelaron el humor, la sagrada y ancestral herramienta humana que nos protegía de todos los males. Quince minutos consecutivos de carcajadas incontenibles en tv porque alguien cuenta que se tatuó el pene hacen ver que el puritanismo salvaje al que nos arrastraron no tiene válvula de escape.
El sofisma mayúsculo de la ideología de género dio lugar a un festín de falsas denuncias; además de cargarse la presunción de inocencia, la garantía a un juicio justo y el derecho de igualdad ante la ley; pavada de logros que costó a la humanidad millones de muertos y siglos de sangre sudor y lágrimas.
Como resultado de tal iniquidad, flota en el aire un terror implícito a ser juzgado, sentenciado, penado; o como mínimo censurado, cancelado, prohibido, apartado, agredido, burlado, escrachado… y el poder de policía del nuevo Régimen inquisitorio está a cargo de una banda de pichones del Stasi camuflados con nombres de ensueño, tales como sensitive readers, editoras de género, fact checkers; además de institutos estatales de observación y control ciudadano al mejor estilo soviético. Y cualquier manifestación humana que escape al ojo de esta thought police y esquive su Justicia sesgada, servirá de justificación para que una chusma iracunda de dragoneantes y meritorios que sirven de fuerza parapolicial del “progresismo” irrumpa en un evento privado, sabotee una ponencia, cancele un libro, promueva un strike en YouTube, denuncie una canción o voltee una cuenta de Twitter.
Una izquierda incendiaria instiga la división entre sexos, razas, religiones, clases sociales; fabrica una guerra donde no la había, reabre e infecta viejas heridas, para vender después su merthiolate vencido y rancio, que no hace más que gangrenar la zona adrede afectada. Envenena el clima social y revive el odio adormecido de verdaderos racistas, homofóbicos y misóginos, que encuentran en esas manifestaciones airadas y grotescas que suelen sobreactuar los “colectivos oprimidos”, el alimento que todo psicópata necesita para satisfacer su morbo, que requiere que se le anteponga alguien a gritonear su orgullo, para que este perverso narcisista obtenga su placer orgiástico en el acto de aplastar en los hechos esa algarabía exhibicionista.
Hay cosas sobre las que directamente se prohíbe hablar, ni siquiera se permite el debate, y la doble vara es signo de estos tiempos: hay dictaduras malas y dictaduras no tan malas, genocidios malos y genocidios no tan malos, delincuentes malos y delincuentes no tan malos, y así todo.
La “revolución” es estética, starbuckiana: colores, atuendos, pañuelitos, slogans, cánticos, hakas misándricos, cortes de pelo, tinturas, tatuajes, piercings, marcas, insignias… Se trata de una revolución publicitaria, de un comunismo de IPhone y termo Stanley. No se concibe el pensamiento propio. Todo es colectivismo, operando en tándem el izquierdismo identitario de un Che Guevara no binario con el capitalismo inescrupuloso y recalcitrante de Netflix, Disney, Meta y demás agentes lobotomizantes. Y de ahí que la tanda televisiva esté plagada de esa “fealdad” políticamente correcta. Eso sí, no vemos chicos con síndrome de Down en los anuncios de champú. ¿Acaso no se lavan la cabeza? La inclusión es selectiva.
La ESI adoctrina y atropella la potestad de los padres de educar a sus hijos con sus valores, y ensaya una “educación” sexual que no parece basada en biología y psicología, sino en ideología. Porque para esta grey, ideología mata biología, y creencia mata ciencia: mediante fraude dialéctico se niega el sexo biológico, confundiéndolo con la preferencia sexual del individuo, cuando ninguna de esas expresiones pueden negarse, y ambas se deberían respetar: una en honor de la ciencia, la otra en honor de la libertad individual.
Desde el aparato de propaganda del Estado y la publicidad privada de las empresas multinacionales se induce sistemáticamente a la feminización del hombre y a la masculinización de la mujer, una campaña que por insistente y ubicua no parece ingenua ni casual. No queda claro por qué la promueven, pero sí que lo hacen. Algunos pensadores convienen un fin maltusiano.
A propósito de la consabida pandemia, la coacción de gobiernos corruptos, déspotas e inservibles ha encerrado a la ciudadanía so pretexto de un supuesto bien común incomprobable, contrafáctico y controvertido, conformando la célebre figura de dictablanda, o si se prefiere, de democradura. Estados que se jactan de cuidarnos usan nuestros impuestos para privarnos de derechos y garantías, al tiempo que son indulgentes con el hampa, cuando no permisivos o encubridores. Y como no se trata de un fenómeno regional, sino global, creo que no exagera aquel que habla de dictadura mundial.
Verbigracia, pudieron advertirlo quienes investigaron lateralmente lo que los grandes medios callaron los últimos dos años, asistiendo con espanto a la brutal represión y al inaceptable cercenamiento de libertades civiles ocurridos en Canadá, Francia y Australia, por citar sólo algunas “democracias”; y eso sin contar la bochornosa y sempiterna cuarentena argentina. O como ahora, que peligra la soberanía sanitaria de las naciones y podría ser sometida al imperio de la OMS, un organismo cuestionable por donde se lo mire, que ejerce de facto un poder no consensuado por las mayorías ciudadanas, digitado a discreción por alienígenos responsables de usar la hipocondría como arma de destrucción masiva.
Algunos minimizan esta tendencia absolutista, incluso llegan a burlarse de quienes la denuncian, y así se convierten en parte del problema, en lugar de aportar su grano de arena para que podamos salir del Truman Show.
Como si no existiera la constante amenaza de encerrarnos, de infectarnos con “virus” y “vacunas”, de privarnos de nuestros derechos humanos, como el de tránsito o permanencia, de la propia libertad; como si no estuviera amenazada constantemente la propiedad privada (tan amenazada como la misma vida, la más privada de nuestras propiedades); como si todo eso no alcanzara, la inminencia de peligro nos lleva a vivir enajenados, a desconfiar de todo y de todos, dinámica que favorece el consumo patológico y el individualismo.
Si casi parece un plan.
En este apocalipsis zombi, debemos circular en puntas de pie entre personas gestantes, hombres embarazados y entidades menstruantes, cuidándonos siempre de no ofender a algún ente hipersensible, escapando del silogismo de lírica arjona-polpotiana del RadFem; debiendo tragar conceptos retorcidos y racistas como los de racialización (si Martin Luther King resucitara y viera lo que le han hecho a su causa…); apropiación cultural (como si un chimpancé tuviese más derecho a escribir sobre la selva que una neoyorquina); black face o marronidad. Sorteando un ecologismo catastrofista y coercitivo al que convenientemente le ha pasado desapercibida la película The Green Inferno; padeciendo neolenguas orwelianas como el lenguaje inclusivo (“inclusivo” entre comillas, ya que sólo ha servido como consumo irónico y para distinguir al liberal del colectivista, entre otras diferenciaciones), y demás alteraciones performativas del idioma, como el estereotipado giro demagógico “todos y todas”. Con los mismos criterios anticientíficos se niega el omnivorismo atávico en favor de un veganismo fanático y agresivo, que deviene especismo surrealista (las ratas tienen alma, las gallinas son violadas por el gallo machirulo). Con los mismos criterios anticientíficos se acomodan las cifras al relato. Con los mismos criterios anticientíficos se muere la verdad.
La mayor astucia de estos mengueles de la ingeniería social es haber instalado patrones irrebatibles de tan absurdos, antojadizos, trasnochados y delirantes. Mientras tanto, una Argentina pobre, analfabeta y sitiada por la delincuencia, no es prioridad para este socialismo mentiroso que ha demostrado que no deconstruye, destruye. Teníamos un mundo imperfecto y libre, ahora habitamos una perfecta cárcel de cristal.