Trump: el retorno de un ciclo que puede marcar el fin de una era – Por Marcelo Ramírez

Por Marcelo Ramírez

Las recientes palabras de Peskov, vocero del Kremlin, no dejan espacio para interpretaciones rebuscadas. Cuando dice que “es prácticamente imposible que las relaciones entre Estados Unidos y Rusia empeoren”, está señalando que el vínculo ya tocó fondo. En el contexto de las elecciones norteamericanas, la indiferencia de Rusia hacia el resultado habla de una profunda crisis diplomática. ¿Por qué? Porque Estados Unidos, con su hostilidad sostenida, hace rato que dejó de ser un interlocutor fiable.

Trump, en este tablero, no es precisamente una figura de esperanza para Rusia, pero sí representa un cambio de tono. Sus promesas de acabar con la guerra en Ucrania, si es que se cumplen, ofrecen a Rusia una oportunidad de al menos moderar el conflicto. Claro que las promesas en campaña y la realidad en el Salón Oval rara vez coinciden; el propio Peskov se encargó de remarcarlo. La historia estadounidense está plagada de presidentes cuyas ideas se diluyen en la niebla del poder.

No solo Rusia se mantiene escéptica. Las políticas de Trump hacia los llamados valores “woke” anticipan un cambio radical en la postura estadounidense. Esta cruzada contra la cultura de la corrección política es, a todas luces, un golpe a la agenda globalista, alimentada por organismos internacionales y sostenida a fuerza de subsidios. Si Estados Unidos decide retirar su apoyo financiero a estas políticas, muchos países seguirán su ejemplo. Lo que queda claro es que la “cultura woke”, como herramienta política, tiene los días contados. El desgaste ya se ve en eventos como la reciente marcha del orgullo en Buenos Aires, donde la baja participación y el rechazo social son un síntoma del hastío colectivo.

Los planes de Trump para la economía son otro golpe al globalismo. La era de los impuestos sobre el carbono y las energías “verdes” podría entrar en una recesión tan profunda como la que él mismo promete para las políticas de movilidad eléctrica. La vuelta al proteccionismo estadounidense significa un cambio estructural: Trump, con su enfoque aislacionista, busca fortalecer la industria interna a expensas del comercio global. Este modelo choca de frente con el sueño del “libre mercado” que tanto pregona el globalismo y también con la visión que en Argentina algunos insisten en idealizar.

En la Unión Europea, la cosa está lejos de ser optimista. Mientras Estados Unidos se repliega, Europa, último refugio del globalismo, queda expuesta a sus contradicciones. Los países que hasta ahora apostaban al paraguas protector de Estados Unidos, como Polonia y los bálticos, ahora deberán replantearse hasta dónde están dispuestos a seguir sosteniendo un conflicto con Rusia sin el respaldo estadounidense. Esta posible ruptura del consenso europeo abre la puerta a un fortalecimiento de los movimientos nacionalistas y antiglobalistas, que ven en Trump un aliado indirecto en su cruzada por recuperar la soberanía perdida.

Medio Oriente, en tanto, enfrenta su propia encrucijada. La relación de Estados Unidos con Israel es cada vez más ambigua. Trump, pro-israelí en su discurso, tiene, sin embargo, una cuenta pendiente con Netanyahu. La historia reciente ha demostrado que el sionismo, aunque coincide a veces con el globalismo, también tiene su propia agenda. Trump, consciente de esto, no duda en mantener un equilibrio difícil con Irán y otros países de la región. La consolidación de Irán como potencia y su acercamiento con Arabia Saudita bajo la mediación china crean un escenario inédito en la región, que ni siquiera el aliado histórico de Israel puede ignorar.

Todo esto tiene un trasfondo más amplio: la desconfianza de Rusia hacia las intenciones reales de Estados Unidos. Moscú aprendió hace décadas que cualquier acercamiento con Washington puede ser un arma de doble filo. La caída de la Unión Soviética fue el resultado de una jugada maestra en la que Estados Unidos utilizó a China para debilitar a Rusia. Hoy, Rusia y China juegan en equipo, pero el temor a una repetición de esa estrategia sigue latente. Trump, con su discurso aislacionista, puede ofrecer una tregua, pero el tiempo dirá si realmente Estados Unidos está dispuesto a aceptar un mundo multipolar o si esta es solo una pausa en su estrategia de dominación global.

China, como era de esperar, observa con cautela. La relación comercial con Estados Unidos sigue siendo vital, pero Beijing no confía en un retorno a los “buenos tiempos” de cooperación sin reservas. Trump, de llegar al poder, no dudará en presionar a China en temas como el comercio y la tecnología, pero esta vez, en un mundo cada vez más alineado con el bloque BRICS, el gigante asiático tiene la capacidad de resistir. Rusia, consciente de que necesita mantener a China como aliado, jugará en este tablero de poder con equilibrio, evitando cualquier confrontación que pueda ser interpretada como un signo de debilidad.

Lo que está claro es que el mundo del globalismo está en franco retroceso. Si bien la “Agenda 2030” sigue en pie en algunos sectores, su impulso ha perdido fuerza. Los organismos internacionales, como la ONU y sus agencias, fueron herramientas para imponer un modelo global, pero el cambio de era que representa la figura de Trump implica redefinir estas estructuras. Los nuevos actores que emergen en el escenario global exigen mayor soberanía y menos intervención externa, y el propio sistema liberal-democrático, que se creyó eterno, comienza a tambalear.

Para concluir, el retorno de Trump marca, si se quiere, el fin de una época. No porque él sea el salvador, sino porque simboliza el desgaste de un modelo que no supo sostenerse. Las protestas sociales, las políticas de identidad y la corrección política, que se convirtieron en estandartes del globalismo, han dejado de ser suficientes para mantener el control. Trump es, en el fondo, el reflejo de un sistema que se resiste a morir. Lo que está en juego no es solo el futuro de Estados Unidos, sino el equilibrio de un mundo que parece haber alcanzado su límite. El péndulo de la historia se mueve, y con él, se desploman las certezas de quienes creyeron que la globalización era un camino sin retorno.

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