Terciopelo Lynch
Por Juan Manuel de Prada
Se nos ha ido David Lynch, pontífice máximo de la posmodernidad, buzo de las alcantarillas del subconsciente, apóstol rezagado del surrealismo, y también jeta superferolítico, impostor supremo, sardanápalo del capricho estético, orfebre de la baratija y artífice de algunos de los más insignes camelos del cine contemporáneo. ¿Cómo juzgar a David Lynch? Si no hubiese dirigido películas como ‘El hombre elefante’ o ‘Una historia verdadera’ estaríamos tentados por despacharlo como un simpático urdidor de pacotillas, un pícaro genial que supo metérsela doblada al esnobismo gafapasta con tomaduras de pelo a veces sarcásticas, a veces lóbregas, casi siempre desquiciadas y desquiciantes. Pero, firmando esas dos películas, demostró incluso a sus detractores que podía ser un maestro consumado del clasicismo; y que, si sólo lo fue intermitentemente, fue porque no le dio la real gana serlo a tiempo completo. Hoy podemos afirmar que muchas de las creaciones lynchianas han envejecido horrorosamente; pero no es menos cierto que algunas merecen figurar entre las cúspides del arte contemporáneo.
Lynch se dio a conocer con una pesadilla rodada en un áspero blanco y negro, ‘Cabeza borradora’ (1976), una película alucinada y macabra, pululante de onirismo y mal rollo, que mezclaba el miedo a la paternidad con la paranoia apocalíptica; y que lograba envolver al espectador en un clima de malestar difícilmente superable. Tras aquel estreno perturbador dirigiría la espléndida ‘El hombre elefante’ (1980), que podría haberse convertido en un desatino ‘bizarre’ si Lynch se hubiese entregado al hormiguero tumultuoso de sus fantasmas interiores; pero que resultó una película conmovedora, de un patetismo sobrio y desgarrador, que se asomaba a los abismos dolientes de un alma delicada encerrada en un cuerpo repulsivo, adentrándose en los infiernos de la crueldad humana y también en los purgatorios de la redención. El éxito de aquella obra magistral permitió a Lynch rodar una adaptación de ‘Dune’, la célebre novela de ciencia-ficción de Frank Herbert, que despliega una atractiva imaginería pero a la postre resulta trivial y a la vez plúmbea, con una falta de brío narrativo lindante por momentos con la catatonia. La película, que sería un estrepitoso fracaso en taquilla, al menos serviría a Lynch para encontrarse con quien desde entonces se convertiría en su actor fetiche, el modosito Kyle MacLachlan, protagonista de algunos de sus títulos más celebrados.
Entre ellos, desde luego, hay que citar ‘Terciopelo azul’ (1986), una película donde todavía Lynch, sin renunciar del todo al clasicismo, se adentra en los sótanos del desvarío humano, para completar una película a la vez aterciopelada y angustiosa, una sátira de la vida aparentemente idílica de los suburbios residenciales americanos que se resuelve en apoteosis del horror histérico, con un maligno Dennis Hopper que nos hiela la sangre en las venas (y en las arterias) cada vez que entra en escena, armado de su mascarilla de oxígeno, para amargarle la vida a una desvalida Isabella Rossellini, ángel con las alas manchadas de fango. También Kyle MacLachlan será el protagonista de ‘Twin Peaks’, (1990-1991), la mítica serie que fue erigida en ‘objeto de culto’ entre los modernos de la época, no exenta de virtudes (la socarronería con que retrata la vida provinciana, el aliento preternatural que gravita sobre las pesquisas policiales), pero a la postre fallida, farragosa, reiterativa, a veces incluso tontorrona, infestada de friquismos archisabidos y salpimentada con un dudoso humor que a veces provoca vergüenza ajena. Los peores vicios de ‘Twin Peaks’ se enseñorearían desde entonces de la filmografía de Lynch, con truños divagatorios como la lúgubre ‘Carretera perdida’ (1997) o la harapienta ‘Inland Empire’ (2006), donde la estética ‘bizarre’ y la narrativa delirante se convierten en manierismos de un estilo cada vez más exhausto que alcanzaría su apoteosis gagá en la secuela de ‘Twin Peaks’ (2017), que fue el estertor de un genio carcomido por la gusanera de su propia pretenciosidad.
Antes, sin embargo, David Lynch firmaría dos obras memorables de muy diversa intención. ‘Una historia verdadera’ (1999) rescata al director de los cenagales de la rareza malsana para brindarnos un quintaesenciado ejercicio de clasicismo cinematográfico, en el que –a través de una anécdota argumental mínima, pero a la vez de una grandeza épica incalculable– entronca con los maestros Hawks o Ford. La serena maestría que destilaba aquella película se enturbiaba de demonios oscuros en ‘Mulholland Drive’ (2001), tal vez el canto del cisne de la genialidad lynchiana, que después se internaría en una acelerada putrescencia, hasta perecer. En ‘Mulholland Drive’, Lynch recrea los alambicados mecanismos defensivos del sueño frente a la conciencia de culpa, echando mano de la parafernalia freudiana, cuajando una obra de textura surreal y rocambolesca, donde los pasajes ininteligibles se combinan con sorprendentes epifanías, siempre envueltas en una atmósfera mefítica, como de cadáver que se pudre en un armario o aberración sexual escondida en un cementerio submarino.
Aquella pesadilla fue el testamento cinematográfico de un artista que durante décadas apacentó el papanatismo gafapasta, halagándolo y a la vez burlándose de él. Sospecho, ahora que su genio locoide y guadianesco nos ha dejado, que en el futuro recordaremos a David Lynch como un maestro del clasicismo encerrado en la jaula del vanguardismo posmoderno, que para entonces nos parecerá vanguardismo viejuno y hasta fiambre.
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