Sobre Chesterton, el valor de la tradición y el color de España – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Leo en estos días una magnífica recopilación de G. K. Chesterton titulada El color de España, publicada por Espuela de Plata, uno de los sellos de mi bienamada Editorial Renacimiento, que se ha embarcado en la misión benemérita de rescatar la obra de aquel gordo genial. En El color de España se congrega un ramillete de artículos en los que volvemos a paladear al Chesterton más genuino, siempre dispuesto a combatir todas las falsas filosofías que se presentan a los ojos de sus contemporáneos con el engolosinador marchamo de ‘progresistas’. En Chesterton es constante el esfuerzo por mostrar al lector que toda filosofía que carece de tesis es puro diletantismo, o un mero intento de arrojar al hombre hacia el caos; y también es constante el empeño por demostrar que la recuperación de la tradición no es, como pretende el moderno, la vuelta a un pasado de oscurantismo y barbarie, sino el único modo de aclarar nuestro futuro.

Chesterton insistió mucho en esta cuestión: para salvarse, al hombre no le bastará con bajarse del tren del progreso que trata de moldear su alma, sino que tendrá que desandar parte del camino, hasta llegar a la encrucijada donde tomó el camino errado. Esa fortaleza para desandar el camino errado la halló Chesterton en la tradición, que le mostró el modo de iluminar el futuro con una luz traída del pasado. Pretender que el pasado sea un páramo de barbarie, como pretende la modernidad, es una falacia semejante a la del hombre «que dijera al amanecer que si estaba más oscuro cuatro horas antes tendría que estar todavía más oscuro catorce horas antes», ignorando que esas catorce horas lo devolverían al día anterior, en el que lució un sol radiante. Chesterton sabe que las modas son una falsificación de la costumbre; y se enfrenta a las filosofías falsas que triunfaban en su época (versiones medrosas y germinales de las que hoy campean) con la certeza de que los hombres terminarían abjurando de ellas, porque cuando los hombres han hecho cosas realmente dignas han deseado siempre que perduren. Y, para que algo perdure, tiene que afianzar al hombre en la búsqueda de sentido, no arrojarlo al extravío y el desconcierto, como hacen siempre las filosofías falsas.

Claro que, para desmontar el trampantojo de las filosofías falsas, Chesterton sabe que los hombres tienen que recuperar antes su capacidad para espantarse de las monstruosidades morales. «La gente sencilla no siente horror por las monstruosidades físicas, así como la gente culta no lo siente por las monstruosidades morales». Tal vez la simpatía que Chesterton muestra en este libro hacia los españoles (y, según el propio autor nos aclara, ‘simpatía’ significa sufrir con el otro, no sólo lamentar su sufrimiento, como hace la filantropía) tenga mucho que ver, precisamente, con su simpatía hacia la gente sencilla que todavía siente horror ante las monstruosidades morales. Ese tipo de español sencillo que Chesterton encontró tan admirable podía vestir de negro, pero poseía una alegría mayor que la de ningún hombre culto, porque sabía mezclar las diversiones y los misterios religiosos de una forma chocante «para aquellas personas que no creen en los misterios religiosos» (y tampoco en la auténtica diversión, nos atreveríamos a añadir). Chesterton descubre que los españoles, tan devotos de las corridas de toros, se muestran sin embargo bondadosos con los niños; afirmación que no podría decirse de la España de hogaño, tan civilizadamente animalista, pero terriblemente cruel con los niños (a los que aniquila cuando apenas son una semilla y pervierte antes de que florezcan).

A Chesterton no se le escapa que la aversión que provoca España entre sus compatriotas no es más que una expresión del «odio sincero y salvaje que sienten muchos europeos por la religión de su propio pasado europeo», un fenómeno que no se ha dado en ninguna otra época ante el ocaso de ninguna otra religión. Los paganos se tornaron cada vez más indiferentes ante su religión declinante, pero jamás se revolvieron contra sus reliquias. Si hoy los europeos se empeñan con tanto encono furibundo en arrancar los vestigios cristianos es porque saben que la religión de Cristo nunca podrá ser una reliquia. Y ese mismo odio furibundo fue el que nos dedicaron a los españoles, cuando aún conservábamos aquel color restallante de la fe, que tanto nos hacía desentonar entre todos los europeos. Como afirma Chesterton en otro pasaje de esta suculenta recopilación: «Hemos perdido nuestros instintos nacionales porque hemos perdido la idea de aquel cristianismo que dio origen a las naciones. Y, al liberarnos del cristianismo, nos hemos liberado de la libertad. Ahora no podemos volver a un humorismo meramente pagano, pues el nuevo paganismo es cualquier cosa menos humorístico».

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