Por Carlos Raimundi *
La campaña permanente para desacreditar al sindicalismo tiende a debilitar la forma institucional que tienen los trabajadores para defender su salario. Si no hay más empleo en negro es porque existe el poder sindical, y no a la inversa
Pocas veces como esta ha resultado tan sencillo definir un modelo sindical. Sólo basta invertir en términos absolutos las afirmaciones del consultor económico de grandes empresas, José Luis Espert, en su diálogo con el periodista Longobardi del último 21 de febrero.
Todas las citas son textuales.
Espert comienza diciendo: “A la Argentina le va como le va porque ha normalizado la anormalidad. Una malformación total. Este es el único país del mundo donde la medicina para los trabajadores se provee a través de las obras sociales que están en manos de los sindicatos”.
La primera falacia es homogeneizar el estado de la Argentina; en la Argentina no les va a todos igual. Muchas grandes empresas poseen una rentabilidad como no se ve, en este caso sí, en otras partes del mundo. A él mismo, como consultor, no le va mal. A miles de trabajadores informales, amenazados de despido o familias indigentes, sí les va muy mal. Y si no estamos peor, es, precisamente, por la fuerza política que ha tenido históricamente el sindicalismo argentino, aún con sus evidentes claroscuros, desde su unificación durante los primeros tiempos de Perón. Y en buena medida, esa fuerza se la da la adhesión de las y los trabajadores que encuentran en las obras sociales y en los hospitales sindicales la atención médica adecuada para ellos y sus familias.
Luego repudia la condición obligatoria de la cuota sindical, lo que, según sus palabras, “funciona de manera bien fascista. El empresario está obligado a detraerle de su salario al trabajador la cuota sindical y la cuota solidaria, tanto al afiliado como al no afiliado. Otro delirio absoluto”. Si no existiera la obligatoriedad de la cuota para el no afiliado, muchos trabajadores dejarían de estarlo bajo el argumento de que aumentan con ello su salario al verse desvinculados de aportarla. Esto favorecería el modelo individualista que profesa el liberal Espert, y debilitaría el sujeto colectivo llamado sindicato cuyo objetivo es, paradójicamente, beneficiar a cada trabajador individualmente desde una concepción colectiva y solidaria.
Para Espert, las conquistas de los trabajadores camioneros constituyen un problema para la competitividad: “vos no podés tener esta rigidez para manejar las relaciones laborales en un mundo donde todo se vuelve flexible”. Es cierto, para los sectores a los que representa su pensamiento, un trabajador o trabajadora con salarios altos y derechos sociales perjudica la competitividad. Porque están habituados, al amparo de planes económicos liberales, a que el hilo se corte por lo más delgado. Para ellos, si la Argentina no es competitiva debido a sus elevados costos de producción se debe a los salarios, y no a que ellos evaden y eluden impuestos, fugan capitales, no declaran sus ganancias, acuerdan precios elevados a través de prácticas monopólicas, sobrefacturan, ceden privilegios a las multinacionales que los sobornan, etc. Mientras los trabajadores pierden poder adquisitivo, a los grupos más poderosos les va cada vez mejor, pero la culpa de la pérdida de competitividad la tienen los más débiles. Ese es el delirio.
En otro de sus invalorables aportes, Espert señaló: “No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza a los sindicalistas que viven defendiendo los derechos del trabajador (sic), cuando vos tenés casi el 40% del empleo privado en negro”. Todo está teñido por su concepción ideológica profunda, en cuanto a quién le va bien y no le va bien en la Argentina. Para que les siga yendo cada vez mejor a quienes casi siempre les ha ido de maravillas, salvo en las etapas de gobierno popular, los derechos del trabajador no deben ser defendidos. De esa manera, superaríamos largamente el 40% de trabajo en negro, porque hasta el trabajo registrado, al no tener defensa sindical, aceptaría las condiciones salariales y de trabajo impuestas por el patrón.
La apertura económica, la desregulación normativa y la eliminación de políticas públicas que persiguen Espert y su ideología liberal, privarían a la Argentina de contar con la más alta tasa de relaciones laborales regladas por acuerdo de partes, para equipararla a la mayoría de los países de la región, en donde las condiciones laborales y salariales son fijadas por el empresario. Es justamente la presencia de una fuerte acción sindical lo que mejora las condiciones laborales, y por lo tanto impulsa hacia arriba, hacia la formalidad, a todo el universo laboral. Si no existe más empleo en negro es precisamente porque existe poder sindical, y no a la inversa.
En otro tramo de la entrevista sostuvo lo siguiente, insisto, textual. “Detrás de muchos de los impuestos al trabajo se financian gastos (sic) que tienen que ver con la salud del trabajador o que tienen que ver con el sistema de asignaciones familiares”. En definitiva, la salud y la atención de las y los hijos en edad escolar son, para Espert y su ideología liberal, simplemente “gastos”. Y sigue: “Hay otros que son absolutamente innecesarios como el seguro de sepelio. Dejalo al trabajador en paz, que se pague él el sepelio, que se pague él el seguro de vida. Son todos curros esos. Tenés que reformar absolutamente todo el mundo laboral, le tenés que sacar las obras sociales a los sindicatos”.
Finalmente Espert hace explícito su pensamiento profundo en el corolario de la nota. “Tomemos desde fines del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, la Argentina estuvo 40 años entre los primeros diez países del mundo en ingreso per cápita”. Estadística mentirosa, si las hay. Es cierto que nuestro país ocupaba un lugar preeminente en cuanto a ingreso global, gracias a la provisión de carne y granos a una Europa concentrada en la cuestión bélica. Eso enriqueció y empoderó aún más a la oligarquía terrateniente, esa minoría de la Argentina a la que nunca le fue mal, que obstruyó y obstruye nuestro desarrollo industrial, y nos consolidó como país de economía primaria, sin valor agregado, cuya riqueza se fue evaporando progresivamente.
Pero aquella ubicación en los primeros puestos de principios de siglo XX no implicaba un buen ingreso per cápita, sino lo contrario. Sólo el 7% de la población censada terminaba sus estudios primarios. Minorías ricas, pueblo pobre, hasta que se organizó el sindicalismo para transformar esa relación. Un sindicalismo con defectos y contradicciones, claro está. Pero la crítica de Espert, Longobardi y todo lo que ellos representan no persigue la intención de mejorarlo. Apañan a algunos sindicalistas complacientes con todo gobierno liberal, dictaduras incluidas. Y demonizan al sindicalismo que, pese a sus déficits, se opone a los ajustes y defiende a sus representados. Lo demonizan hasta su debilitamiento y desaparición definitiva. La crítica a algunos dirigentes sindicales no tiene por objetivo último a la persona de sus destinatarios, sino que van por los derechos de las y los trabajadores a quienes estos, con aciertos y errores, representan.
* Carlos Raimundi (1957) – Abogado y político argentino. Profesor Adjunto ordinario de “Derecho Político” de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la U.N.L.P; fue Diputado de la Nación por la provincia de Buenos Aires en varios períodos; es presidente del Partido Solidaridad e Igualdad de la Provincia de Buenos Aires. Integrante de la Comisión de Integración Regional y Asuntos Internacionales del Instituto Patria.
Fuente: www.elcohetealaluna.com – 4-3-2018
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