Por María Pía López *
[En estos días se discute la interpretación de las elecciones, incluyendo el concepto de hegemonía, tan tentador siempre. En el trasfondo de este artículo, ese debate, y en especial los escritos de Jorge Alemán, José Natanson, Pablo Semán, Martín Granovsky. Pero también, y muy especialmente, el lúcido análisis de Vidal de Verónica Gago en Las12 y una intervención de Marina Mariasch en un chat privado acerca de la posdemocracia].
Estamos ante una nueva derecha, que conjuga entonaciones sensibles a la vida popular con énfasis represivos que hereda de las antiguas dictaduras. Que combina algo de los saberes golpistas, el ejercicio antidemocrático del poder, con investigaciones precisas sobre lo que el electorado espera y desea, y con actitudes resueltas a partir de esas pesquisas. No son ajenas unas de otras, pero por lo mismo es difícil discernir ante qué estamos. Porque los procedimientos de investigación del alma son más eficientes y dirigidos, e incorporan entre las respuestas que dan a los deseos sociales, una respuesta represiva. También deseada. También ensoñada en la vida argentina. No son ajenas unas de otras, porque no es aparato represivo por un lado y furibunda ideología por el otro. Deseo, ideología y disciplinamiento se engarzan, se articulan, se mimosean en nuestra propia existencia de votantes. El gobierno, presto a la lucha electoral, sabe que su dureza represiva le habla a la fantasía de país ordenado de sus votantes. Soy automovilista reciente y poco sagaz. Durante el conflicto docente, a principios de año, padecí el primer corte de la Panamericana al volante. Dos horas estuve recordándome que apoyaba las luchas sociales, esa muy en especial, y que no debía dejar lugar a mis tentaciones imaginarias fascistas. Pero tuve que argumentar, disciplinada militante. ¿Por qué no suponer que en una capa relevante de la sensibilidad está el otro movimiento, el que lleva a pedir que no haya cortes, que nos permitan llegar a casa o al trabajo a horario, que las vidas, ya suficientemente caóticas no sean aún más perjudicadas por la protesta? El trato por vía gendarmería del conflicto social encuentra corazoncitos receptores.
El punto de partida de esa nueva derecha fue la prisión de Milagro Sala. Producen contrapuntos: que a una imagen le corresponde la contra-imagen, para que se afirme mejor lo que se dice. El maniqueísmo, se sabe, es eficaz. Milagro, la perversa, la violenta, la militante, la que quería cambiar todo y no respetaba jerarquías, fue confrontada con Margarita, la de los comedores, cristiana, bonachona y obediente. De la negra rebelde a la pastora de almas. No se trata de encabezar movilizaciones, hacer campamentos, tomar plazas, sino de quedarse en el merendero, cocinar, asistir. La vieja escena de Eva Perón discutiendo con las señoras de las sociedades de beneficencia se reitera, se actualiza dramáticamente. Termina en la cárcel. En la venganza linchadora. No quieren permitir que se reedite una experiencia social que puso a Blaquier, el gran señor de Jujuy, el terrateniente azucarero, en las puertas de la cárcel. Quieren vengar esa ignominia del mundo puesto sobre su cabeza. Ordenar. Linchar para atrás, disciplinar para adelante. Muchos jujeños se identifican con eso. Muchos argentinos. Que aceptan una cadena significante que articula política con mafia, porque de última se trata de organizaciones non sanctas, tramadas por dinero o por poder, oscuras en su incomprensibilidad, alejadas de la vida cotidiana individual y familiera. Se votó, también, a favor de la prisión de Milagro, adheridos a la venganza clasista que repone un orden y al condenar la indisciplina nos resguarda de ser conscientes de nuestra propia obediencia.
Fuerzas conservadoras siempre habitan la sociedad. Suelen ser mayoría. A veces, la monolítica adhesión se rasga por la crisis social y política (como sucedió en el 2001), por el empobrecimiento que impide la reproducción vital (los años finales de la década del 90), por la emergencia de corrientes militantes que desbordan los cercos establecidos para las minorías activas (como ocurre en los setenta, ante la proscripción del peronismo y los entusiasmos revolucionarios). Pero no es de extrañar que la mayoría de las personas quieran vivir tranquilos, sin violencias que alteren su ritmo, sin amenazas sobre sus vidas o las de sus hijos o amigos, sabiendo que pueden trabajar y ahorrar, comer y educar. Que cuando la reproducción de esas vidas se hace difícil o es impedida, aparece la voluntad de transformación. El kirchnerismo gobernó sabiendo eso –de ahí su énfasis desarrollista, su saber de la crisis anterior, su cuidado del engarce de empleo y consumo– pero coqueteaba con un discurso de la politización, no olvidando el linaje de las luchas sociales ni las retóricas de la transformación. Fue litúrgico siempre que pudo, para no olvidar que heredaba a los muertos de los setenta. Eso fue condenado por parte de los votantes. Que vieron ahí una politización amenazante. Justo ahí donde sus seguidores anclamos entusiasmos y pasiones, en una política que miraba el pasado porque no quería resignarse a un estado de cosas, y enmarcaba políticas reparatorias y reformistas, en el deseo utópico de alterar el orden de las cosas y la idea de una sociedad distinta. También en hechos contundentes, como las políticas de memoria, verdad y justicia, o el intento de producir una inédita transformación en el campo de la comunicación.
El macrismo interpela esas fuerzas conservadoras. Más bien las cultiva y las aloja en su discurso. Pliega el poder del Estado, de modo tautológico, sobre los poderes económicos y comunicacionales. No deja aire para la discordancia. Unos y otros son lo mismo. Y el capitalismo se realiza sin contradicciones en la propia gestión estatal, desplegada por una clase gerencial. Las interpela y las reconoce, les da entidad. Parte del ejercicio realista de saber de qué se trata el alma y piensa las tecnologías para moldearla. Para anclar en ella una fuerza mayúscula, proceder a tramar con sus hilos conservadores la apología más contundente al orden y la adhesión a la pérdida de derechos –aún los propios– en nombre de un sinceramiento necesario, el que reconoce jerarquías y desigualdades sin fábulas que las atenúen. O con una sola fábula, la del timbreo. Que construye una escena de presunta igualdad conversacional entre absolutos diferentes.
La figura clave en esta interpelación es la de la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, diseñada como contrafigura de Cristina, con el estilo de una muchacha de colegio parroquial, modelo para todas esas familias que ven con preocupación a sus hijas barderas, rebeldes, rolingas, de pelos pintados, aritos por doquier, escuela pública a los saltos, y consumos ilegales a la mano. Porque la gobernadora articula el éxito de un modelo estético y vital, una propuesta para la sensibilidad general, con una construcción precisa de su figura con relación a la descripción de la provincia que hace. Es decir, narra una provincia de narcos, mafias, violencias, a las que hay que enfrentar, y declara hacerlo. Y, como decía antes, mafia es política, o política es mafia, en esa magnífica construcción de la apología individualista. Desde su elección de vivienda hasta su ropa y su discurso están pensados para conjugar esa narración y ella como combatiente. O por lo menos, como muy ajena.
Nadie deja de saber que cada día la provincia está más inundada de droga barata. Pero a medida que la inundación prosigue, que los pibes y pibas carecen de otras alternativas, que la policía los enrola, los encarcela y los mata, no es ella la acusada sino la víctima. Una liquidación en forma de la vida popular se lleva a cabo. Vidal tiene el mérito de decir que esos problemas son problemas. A la vez, las manos liberadas de las fuerzas de seguridad, lejos de atender a esos problemas para resolverlos, los entraman a las instituciones y radicalizan su grado de violencia. Cristina está tanteando, en su campaña electoral, la otra cuerda, la de la necesidad económica, el empobrecimiento, lo que llama la desorganización de la vida. Ambas se refieren a la vida, y eso es una condición de época. Tocan algo sensible en eso. La experiencia. Mientras Cristina gana en los barrios populares, la gobernadora se ratifica entre las clases medias. Eso en conurbano. Porque en el interior de la provincia, se votaron otras cosas. La 125 y sus efectos y una economía sustentada en el vínculo con la producción rural.
Pasada la elección, dos impresiones. Por un lado, el gobierno ratifica sus políticas y las agudiza, desplegando estrategias cada vez más agresivas sobre las instituciones judiciales y las representaciones sindicales. Toma la elección como puro triunfo. Cree que finalmente puede festejar su hegemonía. Pero al mismo tiempo, dibuja esa victoria a partir de hechos fraudulentos, modificando los cómputos de las mesas en los distritos en los que su performance era escuálida y toqueteando los conteos, y mucho más la exposición de los resultados. El fraude siempre es violento. En este caso arrastra la violencia del racismo, hay votos que no se cuentan porque esos cuerpos no cuentan. La idea de números ilegibles y de telegramas confusos repone en el imaginario la vieja tradición de la voz incomprensible del bárbaro. Son desechables. Olvidables a la vera de un camino de progreso que siempre exige su cuota de sacrificios. Pero también es violento en otro sentido, en que se hace para arrasar la idea misma de elección. No se pone 0 en un telegrama por puro desvarío. Se pone 0 para que sea evidente que es fraude. Como cuando se muestra la escena farsesca del saludo en el vacío o el colectivo falso. La eficacia del cinismo radica en mostrar toda la escena. Recordarnos que como todo es puesta en escena nada vale. Ni sus cero votos de mentira ni los efectivamente realizados por nosotros. Lo hacen para apostar a la pura abstracción, el voto electrónico, total ninguno existe.
El macrismo no es democrático. Es post democrático. Viene a decir que puede encarcelar sin ley, echar jueces con la argucia de demorar un acto de asunción, omitir votos, suspender conteos, y que nada importa. Porque el poder está en otro lado. Y si queremos ser invitados, lo somos como convidados de piedra. Asistentes a ese espectáculo como corifeos, para abrir la puerta en el seudo timbreo o gritar cosas en las redes. Es post democrático como hay post verdad en su discurso. Pero algo tocan en el alma, su sentido conservador, el reclamo de que nos dejen con vida, que atiendan nuestras vidas, para que esa ritualidad sea aceptada.
Se discutió en estos días si estábamos ante una nueva hegemonía. No lo creo. Las urnas dejan la evidencia de una sociedad transida de tensiones y disputas. Las calles, pobladas de un activismo multicolor, muestran que hay otros modos de interpelar desde la experiencia. El movimiento de mujeres mostró a lo largo de este año que, nombrando vida, pone en juego una idea de la conflictividad y no la mera reproducción de las condiciones vitales. Porque es conflictiva la misma puesta en escena pública de los cuerpos en su derecho a tener derechos y a existir. De cómo se conjuguen y confluyan los tonos de esa conflictividad, de la que sigue expresando el kirchnerismo y las fuerzas electorales de las izquierdas, dependerá también la potencia de ruptura de esa temible cerrazón que se avecina. Que festeja el poder, violenta nuestros símbolos, acorrala nuestra existencia, encarcela y empobrece, con la sonrisa amable y la ilusión de la verdad.
* María Pía López (1969) – Licenciada y Doctora en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires); es ensayista, investigadora y docente; Profesora del Seminario de Doctorado Posiciones intelectuales, Ensayo y Política en América Latina, en la Facultad de Ciencias sociales, UBA.
Fuente: www.pagina12.com.ar – 21-8-2017
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