Profetas de estas tierras. Leopoldo Marechal – Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

Una breve historia

Debemos poner la mirada en un momento, el siglo XVI europeo, que inaugura una nueva civilización: la Modernidad occidental. Allí comienza una etapa en la que se producirá una profunda revolución cultural que marcará a fuego los siglos siguientes. Para el tema que estoy abordando, la consecuencia más notoria es la lenta desaparición de los viejos contenidos de la sabiduría que van dejando lugar a un saber científico, muy eficiente, de conquistas notables, que abrió las puertas al gran capitalismo industrialista. Entonces los misterios  de la naturaleza se fueron desvaneciendo al verse reducida ésta a un conjunto de fórmulas y ecuaciones, que todo lo podían explicar. Al convertirse en un depósito de insumos para la gran industria los duendes se escaparon, la magia desapareció, y el frío cálculo se enseñoreó en ese vacío.

Puede esto ser interpretado como nostalgias romanticonas: es una posibilidad. Pero si no nos proponemos pensar meditativamente sobre este tema no descubriremos cuántas otras cosas perdimos que fueron depredando el alma del hombre moderno. Una fórmula se estableció para hablar de él: comienza con que cada cosa “… es nada más que…” Cada ciencia se apropió con exclusividad de una parcela sobre la cual ejerció un dominio despótico, sin negarse el derecho a opinar sobre otras áreas (claro que ello estaba justificado “científicamente”). La psicología pretendió adueñarse del terreno de la espiritualidad y la convirtió en un entramado de  interpretaciones biográficas, dejando sus más profundos misterios en el altillo, junto a los viejos trastos.

Los cofres que atesoraban el contenido del pasado de los pueblos: sus tradiciones, la riqueza de las viejas herencias, fueron arrojadas a ese altillo polvoriento donde también se refugiaron las Humanidades. Todo un viejo saber fue desplazado por el instrumento mortífero en que se convirtió el lenguaje periodístico: chato, superficial, lineal, más que pobre. Las metáforas y las analogías huyeron espantadas. Las palabras adquirieron un sentido ramplón, rústico, tosco, perdiéndose toda la gama de las sinonimias. La poesía lloró desconsolada acurrucada su un rincón desde el cual observa este mundo de tanta devastación.

Ante este panorama, una palabra que nos convoca ahora es: Profeta. Ha padecido, como no podía ser de otro modo, en un cuadro ya pintado, con múltiples distorsiones y deformaciones. Necesitamos una reflexión seria y comprometida:

El concepto profeta deriva del griego profétes, cuyo significado etimológico es “ser mensajero” o “portavoz” de otros. Proviene del lenguaje religioso y habla de aquellos que se propusieron ser intermediarios entre los hombres y las grandes preguntas. Estrictamente hablando, un profeta es alguien que sostiene haber tenido una experiencia personal en la cual se sintió convocado a una misión. Posee para ello cualidades que pueden ser reconocidas por la gente de su pueblo. Ése es su carisma [[1]]: interpretar la historia desde una perspectiva que le permite proyectarse hacia un futuro. Se le ha adjudicado la capacidad de la adivinación, pero ello no corresponde a su sentido originario, es en realidad una adherencia medieval. Según la tradición hebrea: Yahveh le había prohibido a Israel toda clase de oráculos, prácticas comunes entre los paganos, y siempre condenó a todos aquellos que recurrían a la adivinación y a la magia, proponían augurios, ciertos encantamientos, confiaban en amuletos, consultaban a los adivinos o magos, o interrogaban a los espíritus de los muertos.

En la religión griega, los profetas eran sacerdotes adscriptos a los templos, en especial los oraculares, en la Antigüedad grecorromana, era una respuesta que una deidad daba a una consulta, a través de un intermediario y en un lugar sagrado: que se encargaba de interpretar los vaticinios divinos. La palabra profeta traduce, a su vez, el término hebreo nabi´ de la literatura bíblica: se dice de quien habla con vehemencia y bajo el influjo de una potencia superior, para anunciar cosas inaccesibles al común de los mortales. Aparece aquí la calidad de intercesor: [[2]].Todo aquel que se para en esa instancia a favor de alguien o de algo se convierte en intercesor.

No ignoro que, para más de un lector, todo esto puede parecer pensamientos anacrónicos, extemporáneos, imposibles de colocar en los análisis de nuestros tiempos. Sin embargo, le he propuesto, amigo lector, la consideración de esta breve nota para interpelar su escucha acerca de ciertas figuras humanas, hoy descartadas por el pensar moderno; son aquellas necesarias para encuadrar la función que han cumplido, y siguen cumpliendo, aunque hoy no se lo perciba, en la comprensión de estos tiempos que vivimos. Son aquellos que saben mirar por debajo de la superficie del torrente de la historia y, tomando perspectiva, van colocando los acontecimientos de modo tal que permitan des-cubrir (con guion que remarque la acción de quitar lo que cubre) el entramado político que tejen esos sucesos, preanunciando su preñez de futuros. Tal vez, la ausencia de profetas haya convertido el futuro en un manto de lo impredecible o incomprensible, o, peor aún, en una insignificancia para el alma colectiva.

Entre otros, quien a mi juicio merece entrar en esa categoría de profeta de estos tiempos ha sido Leopoldo Marechal [[3]] (1900-1970). La agudeza de su mirada histórica y la fineza de sus análisis le posibilitaban comunicar a los que lo leyeron significados profundos que latían por debajo del vivir cotidiano y que poco dicen para el hombre común cuando falta su palabra. El rescate de esos acontecimientos ayudó a comprender mejor nuestra Argentina, inserta en la articulación de los pueblos indo-americanos. Estas interpretaciones se mueven en una especie de meta-tiempo —un tiempo más allá del tiempo histórico— pero que se mantiene pegado y arraigado a él. Dijo en Fundación espiritual de Buenos Aires (1936):

«Y es que la historia moderna, fiel a su siglo, sólo se mueve en el plano de lo natural y temporal, totalmente desvinculada de lo sobrenatural y eterno, que es la causa de las causas. Es así que la historia, por no trasponer el círculo de las causas segundas, se hace de más en más ininteligible».

Cuatro años después del movimiento político del 4 de junio de 1943, momento de la emergencia de Juan D. Perón, quien reinterpretó la Historia argentina, Marechal escribió unas páginas en las que vuelca esa capacidad de lectura de la historia viva:

«El movimiento pone en circulación una serie de principios generales referentes a la “recuperación nacional”, tema que venía germinando profundamente, como se vio después, en la conciencia de la ciudadanía, tema que algunos argentinos habían expresado ya, bien que sólo como una dramática “enunciación de deseo”, pero que, desde el 4 de junio, abandona el campo teórico en que se desarrollaba y cobra de súbito el rigor de una consigna: «el país ha sido enajenado», y la raíz de su penuria está en su misma enajenación; es necesario recobrar el país, a todo trance, aquí y ahora. Y la verdad es fácil. Pero hay ciegos, que no la ven, y tuertos que la miran oblicuamente».

Es cierto que ese movimiento político estaba compuesto por una masa de contradicciones ideológicas y de luchas intestinas, pero en su seno Marechal apreció una figura en la que detectó a su verdadero “artífice”, «caliente de alma y frío de manos… trabajaba la materia real del país con un conocimiento exacto de la misma; el 17 de octubre lo anunció definitivamente». Agrega luego un diagnóstico del estado de la Nación:

«El país ha vivido y vivirá por largo tiempo esta revolución profunda. Es preciso recordarlo incesantemente, sea cual fuera la materia sobre la cual se planifique con vías al mañana del país. Algunos compatriotas no han advertido aún que se trata de una revolución en todo el grave sentido de la palabra; otros lo han olvidado ya, o tienden a olvidarlo alegremente. Es que, por un benévolo designio de lo alto, las revoluciones argentinas fueron todas incruentas y pobres de aquel dramatismo que requieren las memorias olvidadizas. Nuestra revolución ha seguido también esa pauta misericordiosa; pero es necesario y saludable recordar que, sea criollo o no lo sea, Dios tiene dos manos con las que suele obrar alternativamente: la de su benevolencia y la de su rigor; y que la mano de su rigor actúa cuando no basta la de su benevolencia».

Nuestro profeta percibe que la “revolución en curso” se iba a prolongar en la historia y en esto fue clarividente. Con muchas contramarchas, tropezones, recomienzos, traiciones y heroísmos, todavía su fuerza se hace sentir en pleno siglo XXI. Atribuye ello al carácter original de la misma: a.- Esta revolución no intenta adaptar el hombre a los intereses del Estado, por el contrario lo subordina a los intereses de aquel; «ha concebido y realizado una forma estatal hecha a “la medida del hombre”»; b.- Para ello parte de «un conocimiento integral del hombre, al reconocer en la unidad-hombre un compositum de cuerpo y alma… entendiendo por lo primero los aspectos que se refieren a su naturaleza corporal y, por lo segundo, su dimensión personal que atañe a su naturaleza espiritual».

En su Simbolismos del Martín Fierro (1955) se pregunta: «¿Por qué necesita un mensaje  la conciencia de la Nación?», entendiendo que eso es lo que encierra la obra de José Hernández [[4]] (1834-1886), y contesta:

«Porque la Nación, desgraciadamente, no se ha iniciado bien en el ejercicio de su libertad recién conquistada. Y no se ha iniciado bien  porque ya en los primeros actos libres de su albedrío, ha comenzado ella la enajenación de lo nacional en sus aspectos materiales, morales y espirituales. Esto que podríamos llamar “una tentativa de suicidio precoz”, iniciado por el ser nacional en la segunda mitad del siglo XIX, es un drama histórico que muchos han denunciado y cuyo estudio sería útil profundizar, sobre todo en la dirección de los “responsables”».

Es en esta capacidad de unir tramos de la historia argentina reconociendo los hilos subterráneos que le otorgan continuidad, hilos que se muestran, pero son invisibles ante la mirada superficial, donde emerge su figura de profeta, tal como fue antes definida.

En un cierto sentido, también podemos encontrar en los versos del poeta José Hernández [[5]] como la figura a Martín Fierro representa al profeta del destierro. Las mil y una peleas para mantener la rebeldía como bandera:

«Andaremos de matreros si es preciso pa’ salvar; nunca nos ha de faltar ni un güen pingo pa juir, ni un pajal ande dormir, ni un matambre que ensartar».

Palabras que expresaban la rebeldía de los que no aceptaban bajar la mirada ni entregar el facón [[6]]. Y de tanto andar atravesando pampas, montado en buenos animales para que aguanten las largas travesías, las inclemencias del tiempo, durmiendo al sereno, mascando amarguras, deja como mensaje estos versos:

«Y dejo rodar la bola, que algún día se ha de parar– tiene el gaucho que aguantar hasta que lo trague el hoyo o hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar».

Marechal reconstruye el sentido de la revolución a la que adhiere fervorosamente, y en la que ve que, a pesar de estar caminando con tantas dificultades, logra cristalizar los viejos anhelos. Y encuentra en el estallido del “subsuelo de la patria sublevado”, como lo definiera Raúl Scalabrini Ortiz [[7]] (1898-1959), un recomienzo que dio nuevas fuerzas a esa revolución… esta revolución. La que comenzó en 1945 cuando ese pueblo ya había comprendido que el criollo que Martín Fierro anunciaba ya había llegado en la figura de Juan D. Perón. Tiempo después les decía que se había cumplido la profecía:

«Desde hace tiempo vengo diciendo que está llegando la hora de los pueblos. Y me siento inmensamente feliz frente a esta grandiosa asamblea, porque observo que este pueblo es digno de esa hora y porque veo que este pueblo está capacitado para realizar lo que esa hora impone a los países».

[1] Del latín carisma, con origen en un vocablo griego que significa “agradar”, el concepto carisma se refiere a la capacidad de ciertas personas para atraer y cautivar a otros. Un sujeto carismático logra despertar la admiración del prójimo con facilidad y de manera natural.

[2] La palabra intercesor procede de voces latinas que significan “hablar en favor de alguien”

[3] Fue un poeta, dramaturgo, novelista y ensayista argentino, autor de Adán Buenosayres, una de las novelas más importantes de la literatura argentina del siglo XX.

[4] Fue un poeta, político, periodista y militar argentino, especialmente conocido como el autor del Martín Fierro, obra máxima de la literatura gauchesca.

[5] Político, periodista y militar argentino, especialmente conocido como el autor del Martín Fierro, obra máxima de la literatura gauchesca; ésta convocaba a quienes querían escuchar sus versos, leídos en las pulperías por aquellos que supieran leer; reunía a la paisanada para mantener viva la figura de la rebeldía hasta que alguien trajera buenas nuevas.

[6] Herramienta originaria de las pampas hecha por los gauchos; es un elemento para cortar, también para defenderse o como herramienta de trabajo, es utilizado para matar animales y cuerearlos, hacer tientos y trabajar el cuero.

[7] Pensador, historiador, filósofo, periodista, escritor, ensayista y poeta argentino. Fue amigo de Arturo Jauretche y Homero Manzi, con quienes formó parte de FORJA. Adhirió a la corriente revisionista de la historiografía argentina.​

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