Luciana Garbarino *
Podría decirse que la pobreza infantil es un muy buen “barómetro” para definir el estado socio-económico de un país. No debemos olvidar que los niños pobres no son nota habitual de los medios importantes, salvo cuando delinquen y aparecen en la sección “policiales”, ya que ponen en cuestión la seguridad de los sectores sociales que todavía consumen. El problema es “la seguridad de los de arriba”, no cómo están ellos ni por qué.
Los cuerpos son pequeños, pero tanto la mirada como la piel son las de un adulto. Sus manos están ajadas, los nudillos curtidos, los pies descalzos y sucios, arrugados. Los niños duermen amontonados, unos encima de otros, para darse calor. En ocasiones miran a cámara y exhalan el humo de los cigarrillos que acompañan su vagabundeo. Algunos sonríen, pero no logran ocultar la tristeza que escupen sus ojos. Otros sencillamente tienen cara de resignación. Visten sacos enormes que acentúan su infancia arrebatada. El blanco y el negro de las fotos refuerzan los contrastes. Su calidad estética no embellece la pobreza. No la frivoliza. No se compadece. La refleja con el genio de un fotógrafo que sabe capturar la esencia de una realidad y sus personajes.
La muestra del chileno Sergio Larraín, exhibida hasta hace pocos días en el Centro Cultural Borges, enseña ese rostro de Chile que poco tiene que ver con el consumo tecnológico y la ropa barata que tanto celebran diarios y turistas argentinos. Tomadas a mediados de los 50, con una perspectiva torcida como la realidad que reflejan, las fotos nos devuelven esa imagen de la América Latina profunda, pobre, pobrísima. Esa realidad rasgada por la miseria, con rostro mestizo, que solemos ver en las imágenes de fotógrafos y documentalistas que salían a denunciarla allá por la década del 50, cuando la chispa revolucionaria se encendía por todo el continente. En el campo audiovisual, son los años del Cinema Novo en Brasil, de los primeros documentales de Fernando Birri o del neorrealismo italiano que exponía los desastres sociales de la posguerra.
Una calurosa noche de enero salimos con mi amiga Lucía de la exposición con una mezcla de fascinación y angustia que no tardaría en acrecentarse. Caminamos por las Galerías Pacífico y nos detuvimos a admirar esa huella arquitectónica de la aristocracia argentina. Inspirados por el Bon Marché de París, a fines del siglo XIX Francisco Seeber y Emilio Bunge crearon ese monumental edificio para ofrecer las últimas expresiones de la moda mundial. Hoy el Bon Marché argentino alberga a las marcas más caras, al Centro Cultural Borges y a la muestra de un fotógrafo chileno que retrata los contrastes de un modelo que continúa concentrando la riqueza y expandiendo la pobreza. Caminamos por la calle Florida con el asombro de un extranjero y por momentos nos entregamos a la fantasía del escenario europeo.
Pero rápidamente, al bajar las escaleras del subte, nos sumergimos de nuevo en la cruda realidad del presente argentino. Mientras esperamos la combinación de la línea “D” en la estación Pueyrredón, un grupo de unos ocho niños de entre seis y doce años se hace notar. No solo porque son muchos, ni porque están solos, gritan y tienen la mirada perdida. Se hacen notar en especial porque todos llevan en sus manos una bolsita negra. Están excitados y confundidos. Uno de ellos nos preguntó si ese subte se dirigía hacia Scalabrini Ortiz. Frente a la respuesta afirmativa, se abalanzaron adentro del vagón apenas se abren las puertas y se dispersan por el espacio.
No sé cómo, pero de repente el vagón estaba casi vacío. Mi amiga y yo estábamos sentadas. Junto a nosotras, una fila de niños y enfrente otra. Los dos más grandes permanecieron parados. El olor a poxiran comenzaba a dominar el ambiente. Con una dramática sincronía, todos los niños se pusieron a aspirar. Metían sus pequeñas caras adentro de las bolsas que se inflaban y desinflaban al ritmo de sus jóvenes respiraciones. La impotencia y la angustia se combinaban en iguales proporciones. La sensación de abandono flotaba espesa con el olor a pegamento en el aire caliente del subte.
Uno de los más pequeños, Demian, se mostró curioso por mi embarazo. Me preguntó por el bebé, me acarició la panza. Esos ojos achinados y ese cuerpo excitado y tenso volvieron a recuperar de pronto la curiosidad y la dulzura de un niño.
En el 2018, en la Argentina de la pobreza cero, los mismos cuerpos pequeños, las mismas manos ajadas y los nudillos curtidos. Los mismos rostros mestizos que retrató Larrain hace más de sesenta años deambulan por Buenos Aires. Sus miradas tristes pretenden borrarse con sustancias que, como el blanco y negro de Larrain, solo las vuelve más dramáticas. Los niños se bajan en Scalabrini Ortiz, en una dirección concreta, con un destino incierto.
* Luciana Garbarino – Licenciada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, especialización en Periodismo. Estudió Crítica de Cine en la escuela El Amante; Responsable de Prensa y Comunicación en Foro Ciudadano de Participación por la Justicia y los Derechos Humanos (FOCO); Redactora de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
Fuente: www.panamarevista.com – 9-3-18