Nada para Nadal
Por Juan Manuel de Prada
Aunque son muchas las úlceras, gangrenas y tumefacciones que dañan esta España pastoreada por lobos, no puedo dejar de referirme a la indigna e indignante despedida que se ha dispensado al tenista Rafael Nadal; pues su deslucimiento birrioso es también una expresión palpable de la degradación que se respira en nuestro país. Nos caiga más o menos simpático, lo cierto es que Nadal es el más relevante deportista español de nuestra época y de cualquier época; y tal vez –si nos atenemos a su palmarés– el segundo mejor tenista de todos los tiempos, sólo por detrás de Djokovic, y sin ningún género de dudas el indisputado dominador de la tierra batida, con marcas sobrehumanas que no creo que puedan ser superadas en el futuro (al menos mientras no dejen competir a los cyborgs).
Ciertamente, Nadal no ha demostrado, en la hora de la despedida, el tino que en su día demostró Sampras, haciendo mutis por el foro tras salir campeón en el Abierto de los Estados Unidos. Habría sido óptimo que Nadal se hubiese retirado tras conseguir su último Roland Garros, una hazaña que logró en las circunstancias más adversas, jugando completamente cojo y con el pie anestesiado. Pero Nadal cometió el error trágico de competir luego en Wimbledon; y, desguazado por completo, quiso concederse una última oportunidad, tras pasar por el quirófano. En ocasiones anteriores, Nadal había logrado resurgir de las cenizas de forma casi milagrosa; pero los años no pasan en balde, y su regreso a las pistas, titubeante y guadianesco, enseguida nos permitió comprobar que se trataba de una dolorosa equivocación. A nadie le gusta ver a un gigante arrastrándose por las pistas, lento de reacciones, torpe en los desplazamientos, sin agresividad ni profundidad en los golpes, fallón e incapaz de leer los saques de rivales muy inferiores.
Su reciente derrota en las Olimpiadas ante Djokovic podría haber sido una oportunidad honrosa para la retirada. No hubiese sido una despedida triunfal, pero al menos habría tenido como escenario la pista Philippe Chatrier que lo coronó hasta catorce veces; y lo habría acompañado el rival de tronío que se merecía. Pero Nadal se ha equivocado no una, sino varias veces desde su reaparición; y volvió a equivocarse concediéndose una última oportunidad en la Copa Davis, una competición que ha honrado, en diversas fases de su carrera, con actuaciones inolvidables. Pero la Copa Davis ha sido por completo desnaturalizada, tras su secuestro por el infausto Piqué, que la ha convertido en una pachanga infecta, despojándola de todos los alicientes que la convertían en una competición vibrante (por ejemplo, la posibilidad de que el anfitrión elija el tipo de superficie sobre la que se juega).
Es indigno e indignante que un tenista legendario como Rafael Nadal, en la hora de su despedida, no pudiera jugar a cielo abierto, y sobre la superficie que ha bendecido con su magisterio. Es indigno e indignante que, por el capricho de una patulea de mequetrefes metidos a promotores, Nadal tuviera que jugar en una pista cubierta, donde nunca ha logrado descollar (como prueba su pobre ejecutoria en la Copa de Maestros). Es indigno e indignante que la casposa Copa Piqué no cambiara sus normas de chichinabo (normas inventadas y sin solera, surgidas del caletre de mequetrefes) para honrar al campeón veterano que se despedía. Es indigno e indignante que la despedida de Rafael Nadal no fuese emitida con el ringorrango que merecía por la televisión pública, para que todos los españoles pudieran verla gratis, como convenía a un acontecimiento semejante. Es indigno e indignante que la organización de la casposa Copa Piqué no se asegurase la concurrencia en Málaga de los principales rivales de Nadal –con Djokovic y Federer a la cabeza–, que tras el partido deberían haberlo arropado en la pista (como ocurrió en la Laver Cup donde se escenificó la retirada de Federer). Es indigno e indignante que las máximas autoridades que han acompañado a Rafael Nadal en sus victorias más resonantes lo dejasen en esta ocasión última solo.
Toda esta acumulación de indignantes indignidades sólo se compensa porque, al menos, el doctor Sánchez no ha destinado ni una palabra afectuosa al campeón que se retira. El mezquino silencio de semejante personajillo narcisista debe considerarlo Nadal, sin duda alguna, como un timbre de gloria e incorporarlo a su restallante palmarés en un lugar de relumbrón; pues el día de mañana, cuando contemplemos con la debida distancia estos años oprobiosos, el silencio de ese personajillo no hará sino agigantar todavía más su figura. Los aficionados al tenis hemos sido muy afortunados de disfrutar durante dos décadas del juego de Rafael Nadal y de asombrarnos con los logros inconcebibles de una personalidad deportiva de energía incontenible y una mentalidad única (sólo así se explica su hegemonía durante veinte años). El joven rozagante que alcanzaba todas las bolas, pegándose unas carreras inverosímiles, fue mutando en un jugador maduro que ya no necesitaba correr tanto, porque aprendió a servir y a restar mucho mejor, porque logró imprimir a la pelota una altura, un peso y unos efectos endiablados, porque –en fin– logró intimidar a sus adversarios con su mera presencia y su robustez mental. Su deslucida y pobretona despedida ha sido indigna e indignante; y fiel reflejo de lo que esta España hecha unos zorros sigue siendo, tristemente, en acertada síntesis machadiana: «Un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín».
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