Por Ricardo Vicente López
Parte I
Durante muchos años hemos oído hablar de entrar al primer mundo. Lo que daba a entender que no estábamos en “ese mundo”. De allí se puede deducir, sin gran esfuerzo, que hay más de un mundo, tal vez dos o más (el papa Juan Pablo II habló de un cuarto mundo: los pobres del Primero). Reflexionar sobre esta posibilidad de múltiples mundos nos lleva a tomar conciencia de la complejidad de este tema y de la cantidad enorme de facetas que presenta. El pertenecer a un mundo está lejos de ser un tema geográfico o cósmico, está profundamente emparentado con las culturas, los proyectos de vida (individual y colectivos), la tabla de valores, los deseos, las ambiciones, las posibilidades… de cada uno, y tantas otras cosas que se haría muy largo enumerarlas. Y queda aún otra posibilidad: ser un excluido del mundo, lo que nos colocaría en… (?) Asusta el pensarlo.
A esta reflexión me fue llevando un comentario respecto de un libro que analiza el gasto del público estadounidense: “Trading Up: The New American Luxury” (Gastar: el Nuevo Lujo Americano – 2003). En él se observa que el consumidor del norte está dispuesto, de manera creciente, a pagar más dinero (más, por encima de un precio ya excesivo!) por lo que consideran productos de marca. Los autores, Michael Silverstein [1] y Neil Fiske [2], nos proponen un nuevo concepto “New Luxury” (algo así como el nuevo lujo) para comprender las conductas de aquellos consumidores que convierten el precio excesivo de un producto en un símbolo de pertenencia al “mundo de los ricos” (¡otro mundo más!). Comentan que los bienes costosos no excluyen ningún tipo de producto, desde lo suntuario hasta lo de uso cotidiano. «Una lavadora-secadora de una marca de prestigio se vende a más de 2.000 dólares, en comparación con las de las marcas convencionales que se venden al consumidor por unos 600 dólares».
Los autores entrevistaron a numerosos consumidores que les aseguraron que «para ellos poseer una marca de mayor costo les hace sentirse más felices y mejores personas». Los autores, típicos analistas del marketing, pueden comentar alborozados que:
«Estados Unidos está gastando, y esto es bueno tanto para los negocios como para la sociedad; en los cincuenta años que llevamos escuchando a los consumidores, nunca hemos oído expresiones tan llenas de emoción sobre productos, que incluso los iniciados en la industria consideran vulgares y dignos de poca atención».
En otros casos se trata de productos considerados comúnmente de lujo:
«Las empresas de palos de golf de alta calidad han visto cómo una compañía se elevaba hasta la posición número uno en su rubro, cuando antes no estaba ni siquiera entre las 10 primeras. Un consumidor afirmó que había pagado 3.000 dólares por sus palos de golf, en lugar de los 1.000 dólares que cuestan unos palos convencionales, porque «me hacen sentirme rico».
Leamos como se puede caracterizar a cada consumidor por su modo de comprar: lo que nos muestra que no es la clase más alta la que compra de este modo, guiándose sólo por el precio exorbitante:
«¿A qué recurren los nuevos bienes de lujo para garantizar su éxito? Se observa que normalmente se basan en las emociones, y en que los consumidores tienen un lazo emocional más fuertes con ellos que con otros bienes. Esto difiere de los bienes de lujo de siempre, muy caros, basados principalmente en el status, la clase y la exclusividad. Además del factor emocional, los nuevos bienes de lujo deben marcar también diferencias en el diseño o la tecnología. Una vez que se convencen los consumidores de la superioridad de un producto y se forma un lazo emocional con él, están preparados para gastar desproporcionadas sumas de sus ingresos en él. Esto se hace escatimando en otros gastos».
Pero este fenómeno no es exclusivo de la gente de los EE.UU., puede encontrarse en otros países del norte. El comentarista agrega que en Canadá, el periódico National Post, describía:
«La creciente popularidad de los productos de lujo para bebés. Los precios de los cochecitos pueden alcanzar los 500 ó 600 dólares canadienses hasta llegar a los 6.000 dólares en el caso de algunos modelos. Italia también está viviendo el auge de los artículos de lujo, a pesar de su recesión económica. El diario Corriere della Sera mostraba cómo “un creciente número de personas, con ingresos de 40.000 euros o más, están dispuestas a derrochar en artículos caros”, como un segundo o tercer coche».
Estos comentarios de los periódicos o de los autores mencionados, unos entusiasmados otros sorprendidos, dan cuenta de un mundo en el que el consumo configura la identidad personal y llena el vacío de sentido de la vida. Se “tiene” para “ser”, y se “es alguien” en la medida en que se es “reconocido” como un miembro de “ese mundo”. Nosotros estamos, todavía, lejos de ese mundo (¡por suerte!). Pero, por ello, estamos a tiempo de pensar si ese “paraíso” que nos ofrecen tiene frutos tan apetitosos como parecen ser de lejos (o como nos lo quieren presentar). El costado positivo de la pandemia es que nos igualó ante el virus. Por ello debemos pensar cuál ha sido la contrapartida de la vida en ese mundo, cuál es el precio en salud integral que se debe pagar. Creo que queda un poco más claro por qué el Reino del que hablaba Jesucristo no era de “ese mundo”.
Porque el consumo sin freno tiene sus costos, una gran parte de lo que se compra se paga con jirones de vida. La experiencia que comentaban aquellos analistas de marketing nos mostraba que esa pequeña porción de la humanidad, cuya vida gira alrededor del consumismo, se encuentra con una existencia vacía cuyo único sentido se alcanza consumiendo. Trabajar para consumir, consumir para trabajar. La presión psicológica que implica este tipo de vida supone una pérdida creciente de la salud mental de muchas personas, y así lo reflejan las estadísticas.
«La nación del mundo donde el consumismo alcanza sus más sofisticados refinamientos, los EE.UU., es también la que padece la mayor cantidad de depresiones y trastornos psíquicos. En Estados Unidos, que cuenta con sólo el 5% de la población mundial, consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas legales que se venden en el mundo».
Los estadounidenses hacen encuestas para todo. Un estudio sobre necesidades y deseos de consumo realizado sobre esa población resulta ilustrativo al respecto:
«El número de personas entrevistadas que consideraban que tener una “buena vida” era disponer de una casa de vacaciones se incrementó, entre 1975 y 1991, en un 84%; los que pensaban que tener una “buena vida” era poder poseer una piscina, aumentó en un 36%; mientras que aquellos que creían que una buena vida era trabajar en un oficio o profesión interesante no aumentó, sino disminuyó. Los que creían que un matrimonio feliz equivalía a una buena vida disminuyó en un 8%; la mayoría de la gente piensa y actúa cada vez más según los mandatos de la publicidad y del mercado, y muy lejos de los dictados de la razón y los sentimientos».
La “Comisión de Consumo de Ecologistas en Acción” sostiene:
«El consumismo no afecta únicamente a la escala de valores o a la salud mental de la humanidad, también afecta, y con una intensidad creciente, a su salud física. Uno de los negocios más rentables hasta la fecha ha sido el de la industria tabacalera. Las grandes compañías han ingresado fortunas a base de convertir en adictos a millones de personas, ayudándose de la industria química y de la mercadotecnia; a sabiendas de los efectos nocivos que el tabaco ha demostrado tener sobre la salud humana. Cuando los costos sanitarios derivados del tabaquismo han hecho reaccionar a las administraciones de países como EE.UU., se ha desatado una ofensiva antitabaco que amenaza a la industria tabacalera. ¿Amenaza? No es para tanto. Las grandes firmas suelen formar parte de consorcios dedicados al sector de la alimentación que les guardan bien las espaldas. O sea, que mientras el negocio tabaquero sufre alguna pérdida, las compañías responsables de parte de los 3,5 millones de muertes que al año produce el tabaco pueden estar tranquilas: la diversificación de sus negocios en los países del Norte, y el mantenimiento del negocio tabaquero en los países del Sur les garantizan abultados beneficios».
[1] Antropólogo, Lingüista, Filósofo y Profesor estadounidense en la Universidad de Harvard y en la de Chicago.
[2] Se graduó en el Williams College, Licenciado en Economía Política y en Harvard Business School con una Maestría en Administración de Empresas (MBA).
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