Por Caterina Giojelli*
“El daño causado es inconmensurable. Nadie sabe cuántos años de dogma ideológico, tratamiento inadecuado y un fracaso culpable a la hora de considerar el bienestar mental de los niños tratados por la clínica Tavistock afectarán a las miles de personas remitidas a su Servicio para el desarrollo de la identidad de género”.
Hay que empezar por aquí, por un editorial del Times del 29 de julio de 2022 en el que se comenta la decisión del Gobierno británico de cerrar el legendario Servicio de Desarrollo de la Identidad de Género [GIDS, por sus siglas en inglés] de la clínica Tavistock & Portman de Londres, para comprender el alcance del “caso Tavistock”.
Un caso serio de periodismo, de un movimiento de base nacido de filtraciones, médicos, padres, detransicionistas, feministas críticas con el género, y que aterrizó en la portada del Times el 9 de abril de 2019:
“Un experimento masivo está en marcha con niños, los más vulnerables”, una investigación que sacudiría Reino Unido y culminaría con el cierre del GIDS, cuando el equipo de expertos liderado por Hilary Cass, expresidenta del Real Colegio de Pediatría, tuvo por fin acceso a los historiales médicos de los más de nueve mil menores tratados por disforia de género. El informe era aterrador. Cass confirmaba todas las denuncias de los medios de comunicación: el GIDS habían obligado a miles de chicos a seguir “un camino tortuoso e innecesario, permanente y que les cambiaría la vida […] un modelo de tratamiento que les expone a un riesgo considerable de angustia mental y que no es ni una opción segura ni viable a largo plazo”.
Tavistock: un nombre que simboliza el horror de un experimento sobre menores de edad al dictado de una ideología. El vídeo muestra una entrevista sobre esto de Sky News Australia a Douglas Murray, autor de ‘La masa enfurecida’ (Península).
Fueron necesarios tres años. Durante los cuales incluso los periodistas de los periódicos más cercanos a los movimientos LGBT se preguntaban dónde estaba la verdad, si en los eslóganes con los que los lobbies animaban a las familias de los niños a adherirse a la “terapia afirmativa” (o “protocolo holandés”, que prevé la administración de bloqueadores de la pubertad a partir de los 9-11 años y hormonas cruzadas a partir de los 16 con el argumento de “¿Prefieres tener un hijo muerto o una hija viva?”), o en las denuncias de niños “arrepentidos” de la transición como Keira Bell, testigo clave en los juicios contra la clínica Tavistock.
Y de la enfermera Sue Evans y su marido Marcus, psicoanalista, los primeros en dimitir de manera polémica con lo que la clínica ofrecía como “tratamiento reversible” a niños con trastornos del espectro autista. De David Bell, psicoanalista, autor del primer informe sobre el abuso de bloqueadores en la clínica Tavistock, donde trabajaba desde 1995.
De los diez primeros médicos que encontraron el valor de entrar en su despacho y contarle el sufrimiento de sus pacientes (decenas de ellos menores de cinco años), iniciados en el tratamiento tras solo dos citas, tachados de trans por psicólogos inexpertos que acababan de ser contratados (y a bajo precio).
Al parecer, Bell pagó caro su ataque al GIDS, donde se prescribían fármacos experimentales “bajo la presión de grupos de defensa de los derechos de los transgénero”. Fue The Guardian [un periódico de izquierdas] en noviembre de 2018 y luego en febrero de 2019, el que expresó su desacuerdo, The Guardian el que en mayo de 2021 dio voz a su invectiva contra la reticencia de la izquierda a asumir el tema: “Piensan que esto tiene que ver con ser liberal… Mermaids y Stonewall [asociaciones británicas LGBTI] han hecho que la gente tenga miedo incluso de escuchar otro punto de vista… El miedo a ser señalado como transfóbico prevalece sobre cualquier otra cosa”.
El testimonio de David Bell, directivo de Tavistock que tuvo la honestidad intelectual y moral de denunciar las consecuencias del uso de bloqueadores de la pubertad sobre menores.
La neolengua de los derechos
El reportaje del Times abre la caja de Pandora: 18 médicos dimitieron de la clínica Tavistock por “razones de conciencia” (“este tratamiento experimental se lleva a cabo en niños muy vulnerables, que han tenido problemas de salud mental, abusos, traumas familiares”, relatan). Se habla de 2.519 pequeños enviados a la clínica, 1.740 niñas y 624 niños: solo 30 habían cumplido 18 años, el más pequeño tenía tres. Se abre el debate sobre la peligrosidad del uso de fármacos fuera de lo indicado, “un experimento en vivo no regulado con niños”.
La investigación sobre el GIDS abre varios procesos judiciales, la clínica Tavistock se convierte en el centro de una intensa inspección y vigilancia por parte del Departamento de Salud. Datos deficientes, seguimiento insuficiente, documentos ausentes: resulta que durante años la clínica londinense había logrado enterrar los resultados de otra alarmante investigación interna iniciada por el director médico David Taylor en 2016 tras las denuncias de Sue Evans.
Evans solo podrá ver su contenido cuando Hannah Barnes, periodista de la BBC, consiga hacerse con ellos en 2019. Con el New Statesman, Barnes logrará publicar Time to Think: The Inside Story of the Collapse of the Tavistock’s Gender Service for Children [Un tiempo para pensar. La historia interna del derrumbe del Servicio de Género para niños de Tavistock], una investigación destinada a hacer historia sobre el “caso Tavistock”, donde era habitual la salida “al paso que vamos, dentro de poco no quedará ningún gay”. Pero llevará tiempo, como informaba The Economist, defendiéndola: “Un libro que revela que niños de tan solo nueve años empiezan a tomar bloqueadores de la pubertad ha sido rechazado por 22 casas editoriales”.
El libro de Hannah Barnes dio a conocer los informes secretos de Tavistock.
En los años del “bombazo” del Times, el Reino Unido se vio desbordado por la neolengua y el aspecto de la atención médica se superpuso con el de los derechos de los transgénero, polarizando el debate: la consigna pasó a ser la cancelación de las “mujeres”, abriendo las puertas a las “personas que menstrúan”, a las “personas con cérvix”, a las que “tienen vagina”, iniciando una caza a las “brujas” que creen en el sexo biológico como J.K. Rowling, prohibiendo la entrada en universidades a las TERF (Trans Exclusionary Radical Feminist: feministas radicales trans-excluyentes) como Kathleen Stock o Julie Bindel.
Incluso Suzanne Moore, redactora histórica de The Guardian, dimitió del periódico para el que llevaba escribiendo 25 años: 338 colegas pidieron su despido, acusándola de transfobia: “He sido censurada más por la izquierda que por la derecha… The Spectator y The Times contaban historias que nosotros decidíamos ignorar; en el Telegraph he podido escribir lo que he querido”.
La involucración de los grupos de presión
Los periódicos conservadores y progresistas no se ponen de acuerdo en materia de género. Pero respecto a la clínica Tavistock, la “censura” vacilará hasta convertirse, si no en una denuncia explícita, al menos en un cuestionamiento honesto: “Si cualquier otro tipo de protocolo y tratamiento de salud mental o física está sujeto a un constante y riguroso escrutinio, debate y modificación a la luz de nuevas investigaciones, ¿qué hace del transgenerismo un caso especial?”, escribió The Guardian, el primer medio en anunciar, en noviembre de 2022, la dimisión de Susie Green, consejera delegada de Mermaids, madre de un niño que empezó a tomar bloqueadores a los 12 años, estrógenos a los 13 y que recibió cirugía de reasignación de sexo en Tailandia a los 16.
Mermaids, una poderosa organización benéfica para transgénero, es el nombre más recurrente en las denuncias de médicos que han dimitido del GIDS. En 2005, relataba Sue Evans, los activistas se reunían regularmente con los médicos: en los últimos años habían llegado a dictar “las directrices de atención a nuestros pacientes”.
Esta ONG siempre ha gozado de buena prensa: apoyada abiertamente por figuras públicas como el príncipe Harry o Emma Watson, Mermaids ingresó en 2021 más de 1,8 millones de libras gracias a subvenciones, actividades de formación para la policía, el sistema sanitario, escuelas, la Lotería Nacional y decenas de colaboraciones con empresas (desde Starbucks a Amazon Prime).
Hasta que en octubre de 2022, otra investigación, esta vez del Telegraph, desencadenó una inspección por parte de la Charity Commission: el periódico recopiló pruebas sobre los métodos utilizados por la organización para promover la transición de niños con bloqueadores y enviarles dispositivos para el vendaje del pecho a pesar de la oposición de sus padres. Dispositivos “dolorosos y dañinos” que, según Scotland Yard, pueden representar una forma de maltrato infantil. Eso no es todo: la investigación de The Telegraph demuestra que Mermaids utilizó un importante bufete de abogados para ayudar a jóvenes de 16 años a cambiar en secreto sus nombres en “pasaportes, cuentas bancarias, historiales médicos”.
De Europa a América
Un año antes, Stonewall había acabado en un lío: las investigaciones dirigidas por The Times y dos periodistas de la redacción de la BBC en Belfast, David Thompson y Stephen Nolan, destaparon el “tinglado arco iris” del lobby LGBT más influyente de Europa, “enfangado en la cuestión trans” (palabras de su cofundador, Matthew Parris). Mermaids y Stonewall son solo algunos de los movimientos que manipularon para hacer pasar la clínica Tavistock como un emblema no de experimentación clínica, sino de derechos y aceptación social y política.
Sin embargo, con la caída del tótem también se ha abierto una brecha al otro lado del océano, donde el género se ha convertido en una guerra cultural. El 5 de abril de 2023, The Economist publicó un artículo de portada titulado “Lo que Estados Unidos entiende mal sobre la medicina de género”: “Cambia la vida y puede llevar a la infertilidad. La opinión general en Estados Unidos es que la intervención médica y la afirmación de género son buenas para la salud, y que deberían ser más accesibles. En Europa, varios países sostienen que no hay pruebas suficientes, que estas intervenciones deben hacerse con precaución y estudiarse más a fondo. Los europeos tienen razón”.
Le sigue una investigación de The Atlantic (que en 2018 ofrece la primera indagación sobre las personas que detransicionan) sobre el mismo tema, hasta la última, inesperada, publicada en el New York Times: “De niños pensaban que eran trans. Ahora ya no”, es un artículo de opinión de Pamela Paul publicado el 2 de febrero que echa por tierra la narrativa de los activistas (durante años alimentada por el periódico más importante de Estados Unidos). El mismo New York Times que se había negado a publicar la opinión de dos gurús de la medicina transgénero, como la cirujana de fama mundial Marci Bowers y la psicóloga clínica Erica Anderson, ambas en la cúpula de la Asociación Profesional Mundial para la Salud Transgénero [WPATH, por sus siglas en inglés], ellas mismas transgénero y contrarias a tratar a los menores con bloqueadores.
Marcha atrás en Escandinavia
Hasta entonces, su voz solo había encontrado espacio en Common Sense (ahora The Free Press). El substack “no alineado” de Bari Weiss se convirtió rápidamente en el hogar de quienes, desde la izquierda, decidieron asumir el riesgo periodístico y de reputación de arrojar luz sobre la terapia afirmativa en unos Estados Unidos donde la “cuestión trans” se ha convertido en una “guerra cultural trans” entre extremistas de derechas, progresistas antiliberales y liberales resignados a “no decir nada” para no parecer conservadores.
Entre los testimonios más impactantes publicados por The Free Press se encuentra el de Jamie Reed, una mujer queer casada con un hombre trans, que denunció ante el fiscal general de Misuri el escandaloso trato que recibían los menores al cuidado del Centro de Personas Transgénro de la Universidad de Washington en el Hospital Infantil de San Luis, donde la propia Reed trabajaba como gestora de casos: “Usted es republicano. Yo soy progresista. Pero la seguridad de los niños no debería ser objeto de nuestras guerras culturales”.
O la de la pionera mundial Riittakerttu Kaltiala: fue ella quien abrió en Finlandia la primera clínica de reasignación de sexo de menores, ella quien destruyó con pruebas clínicas el incuestionable “protocolo holandés”, ella quien denunció que los tratamientos que descubrió que se hacían sobre la piel de sus jóvenes pacientes eran mucho más que “peligrosos”.
Finlandia no es la única nación que ha publicado directrices y pruebas para posponer la transición de género a la edad adulta. En 2022, Suecia dijo stop a la administración de hormonas a menores, admitiendo que “hemos perjudicado a los niños”. En este país, el Karolinska Institutet reconoció que había dañado irreparablemente la salud de algunos niños tratados con bloqueadores.
Historias como la de Leo y su “esqueleto sano destruido por la medicina experimental” contada en el documental Trans Train han llevado al país a cambiar totalmente su enfoque apuntando a las terapias psiquiátricas y psicológicas como una primera ayuda.
¿Dónde están las pruebas?
Más aún. En enero de 2023, el NRC Handelsblad, uno de los periódicos más importantes de los Países Bajos, revela que el “protocolo holandés” se basa en un estudio de 2006 realizado en muy pocos niños y casi todos varones, financiado por la empresa que comercializa la triptorelina y desacreditado por la ausencia de controles y de los resultados esperados: ningún cuerpo “en pausa” con bloqueadores, sino una “profecía autocumplida”. En el documental The Transgender Protocol [El protocolo transgénero], los expertos admiten: demasiados fallos estructurales en los estudios en los que se basó el modelo adoptado en todo el mundo.
En marzo de 2023, la Junta de Investigación Sanitaria de Noruega anuncia la revisión de las directrices sobre disforia, que considera que no están basadas en pruebas científicas: a partir de ahora, “el uso de bloqueadores de la pubertad, terapias hormonales y cirugía de reasignación de género se restringirá a contextos de investigación y dejará de proporcionarse en entornos clínicos”.
En agosto de 2023, Dinamarca anuncia que se ofrecerán terapias psicológicas y no fármacos a los menores que no hayan manifestado disforia de género desde la infancia. Quien pide el fin de la administración de bloqueadores experimentales es sobre todo el Danish Rainbow Council danés, uno de los mayores grupos LGBTQ del país presidido por el transgénero Marcus Dib Jensen. Marcha atrás a los bloqueadores también en una treintena de estados norteamericanos, Australia, Nueva Zelanda.
Hace un año, por atreverse a informar sobre los “niños trans” (léase: dar espacio a las dudas sobre los bloqueadores a la luz de nuevos datos), el New York Times fue atacado con una carta firmada por más de mil de sus colaboradores, y más de cien organizaciones arco iris se manifestaron frente a la sede del periódico con carteles de “La ciencia está de acuerdo”.
“A menudo los progresistas describen el debate sobre los niños transgénero como un enfrentamiento entre quienes intentan ayudarles y los políticos conservadores que no permiten que los niños sean ellos mismos”, ha escrito recientemente Pamela Paul, recogiendo las palabras de expertos que desmienten a sus colegas (“recitan eslóganes sobre tratamientos seguros que salvan vidas, dicen que la ciencia está asentada, pero nada de eso está basado en pruebas”), detransicionistas tratados como marionetas “en manos de la derecha” ya que solo los periódicos conservadores están interesados en escucharles, padres “obligados por médicos y escuelas a aceptar la identidad de género declarada de sus hijos con el argumento de ‘¿Quieres un hijo muerto o una hija viva? “”.
“No son pacientes sino títeres en manos de los políticos”
Como dejaron claro 21 expertos de nueve países al Wall Street Journal, así como los estudios más recientes y el propio decano de los psiquiatras estadounidenses, Stephen B. Levine, no hay pruebas de que la transición hormonal sea una medida eficaz para prevenir el suicidio. Hay niños con disforia de género y comorbilidades “que en lugar de ser tratados como pacientes se convierten en títeres en manos de los políticos” (New York Times).
Para poner fin al “experimento” de la clínica Tavistock hicieron falta más de tres años, la dimisión masiva de muchos médicos, las denuncias de pacientes ante los tribunales, el valor de un pequeño grupo de personas y periodistas, conservadores, liberales, progresistas, pero sobre todo libres.
En Italia, donde los periódicos empiezan ahora a publicar titulares sobre la triptorelina “salvavidas” y los bloqueadores que “previenen el suicidio”, donde se grita denunciando la “desinformación”, los “prejuicios anticientíficos” o la “campaña de odio transfóbico” como reacción a la decisión del Ministerio de Sanidad de iniciar una inspección en el hospital Careggi de Florencia o a la decisión del Comité Nacional de Bioética de revisar su dictamen sobre el uso de bloqueadores, se llama “oscurantistas” a quienes recuerdan lo que ocurre en los países más progresistas de Europa: “Nuestro deslizamiento hacia países como Hungría y Polonia está ya tan avanzado que está devorando vidas e historias” (Tomaso Montanari en Il Fatto quotidiano).
En Italia, donde la triptorelina se utiliza desde 2019 y no se sabe en cuántos niños ni con qué resultados, estamos todavía en el año cero de un modelo de tratamiento ya superado y desacreditado por cualquiera que le ha facilitado el camino, recogiendo “daños inconmensurables” mucho antes que nosotros.
*Publicado originalmente en Tempi.it