Tom Engelhardt *
Una conmovedora e impactante confesión de culpabilidad de crímenes horrorosos es asumida por el autor de esta nota. Una culpabilidad que tiene muchos socios en el mundo. ¿No deberíamos repasar nuestras conciencias de ciudadanos internacionales si nos mantenemos neutrales en este Juicio Moral? Ante la proximidad posible de este Apocalipsis denunciado no tomar parte puede ser considerado delito.
Crímenes y comportamientos en (con perdón) la era Trump
Permitidme que no me ande con rodeos: desde que en 1991 se derrumbó la Unión Soviética hasta hace muy poco prácticamente todos los políticos y expertos de la corriente dominante de Estados Unidos nos aseguraron que el nuestro era el país indispensable de la Tierra, el único auténticamente excepcional en este nuestro pequeño orbe.
Éramos la única superpotencia, la hiperpotencia de la Tierra, el designado sheriff global, el arquitecto de nuestro futuro planetario. Después de cinco siglos de gran rivalidad entre potencias, en el inicio de un mundo de dos superpotencias que, en medio de la amenaza de aniquilación nuclear parecía que duraría la eternidad y un día (aunque ni siquiera han sido 50 años), Estados Unidos era el superviviente final, el vencedor de vencedores, el último de los últimos. Triunfalmente de pie en el final de la historia. En una lotería que ha durado desde que los primeros barcos de madera rompieron la periferia de la Eurasia y empezaron a colonizar la mayor parte del planeta, Estados Unidos era el elegido, el país que eclipsaría a todos los imperios del mundo desde el romano hasta el británico.
¿Quién podía dudar que este fuera nuestro mundo en un incomparable próximo siglo estadounidense? Y entonces, desde luego, llegaron los ataques del 11-S. Con un costo de apenas 400.000 dólares y 19 secuestradores suicidas (mayormente saudíes) armados con cutters y organizados en Afganistán, un país sumido en la versión islámica de la Edad Media, desafiaron a la mayor potencia de todos los tiempos. Al hacerlo, este grupo también demolería unos edificios icónicos en lo que pronto sería llamado “la patria” por los estadounidenses, y mataría a casi 3.000 civiles inocentes, unas acciones tan impresionantes que en realidad cambiarían el mundo.
Sin embargo, incluso entonces un fervor por un triunfalismo organizador del mundo no hizo más que afirmarse en Washington. Casi inmediatamente, los más importantes funcionarios de la administración del presidente George W. Bush presentaron los atentados del 11-S como su propio “Pearl Harbor”, como el equivalente en el siglo XXI del momento en que –después de la Segunda Guerra Mundial– Estados Unidos había iniciado sus pasos hacia la condición de superpotencia. Tal como el secretario de Defensa Donald Runsfeld les dijo inmediatamente a sus ayudantes en la ruinas del Pentágono, “Atacar en masa. Arrasarlo todo. Lo que tenga que ver con esto y lo que no”. Y ciertamente; fue justamente eso lo que harían, apoderándose del momento con presteza y lanzando muy pronto la “Guerra Global contra el Terror”; apodada entre los entendidos, la Cuarta Guerra Mundial (la tercera, en su mente, había sido la Guerra Fría).
Una sencilla “acción policial” contra la modesta organización al Qaeda y Osama bin Laden no sería suficiente (quienes sugirieran algo tan patéticamente humilde serían objeto de risotadas). En ese momento, la recientemente desencadenada “guerra” estaba dirigida contra por lo menos 60 países. El mundo debía quedar limpio de “terror; la herramienta para hacerlo y para imponer la versión Washington de orden mundial en gran parte del planeta serían las fuerzas armadas de Estados Unidos, una fuerza jamás vista hasta entonces. Era, proclamaría el presidente Bush, “la mayor fuerza de liberación humana que el mundo ha conocido jamás”. Era, como él y Barck Obama afirmaron, convirtiéndose en el evangelio a ambas lados del altar en Washington (hasta la llegada de Donald Trump en la carrera por la presidencia de 2016), “la más magnífica fuerza de combate” de la historia. Era tan incuestionable su poderío que no había enemigo que pudiera ponerse en su camino. No solo “liberaría” Afganistán, sino también Iraq, un país del interior petrolero de Oriente Medio que nada tenía que ver con al Qaeda ni con el terror islámico pero tenía un gobernante profundamente despreciado por Washington.
Y eso, recuérdelo el lector, solo sería el comienzo. Siria e Irán les seguirían y bastante pronto todo el Gran Oriente Medio estaría bajo la égida de la Pax Americana. Mientras tanto, en el ámbito global, ningún país ni bloque de países sería capaz de desafiar a Estados Unidos en un futuro imaginable. Tal como planteó Bush en un discurso en West Point en 2002, “Estados Unidos tiene, y está resuelto a mantener, un poder militar que supera cualquier desafío; de este modo han perdido sentido tanto la desestabilizadora carrera armamentística de otros tiempos como las restrictivas rivalidades comerciales y otras actividades pacíficas”. Igualmente, ese año, la Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU (USNNS, por sus siglas en inglés) hizo un llamamiento al país con la finalidad de “construir y mantener” su poderío militar “más allá de cualquier reto”.
¡Qué sueño tan desmesurado! En respuesta a la destrucción de una parte del Pentágono y las dos torres en Nueva York, unos pocos altos funcionarios de Washington, que llevaban mucho tiempo esperando una oportunidad como esa, estaban resueltos a imponer su idea de orden y democracia, de predominio militar, en partes importantes del planeta, y nadie sería capaz de resistirla. En todo caso, durante mucho tiempo.
Casi 16 años después, ya sabemos en qué se ha convertido ese sueño de dominación, pero para los actores en el poder en Washington en ese momento todo parecía muy obvio. Aparte de unos pocos musulmanes rebeldes y retrógrados, estaba claro que el mundo era nuestro y de nadie más y que debía ser organizado según nuestros deseos. La Unión Soviética ya no era más que un instante en la historia; a su imperio se lo habían llevado los vientos, y la propia Rusia estaba en la miseria. Los chinos tenían una economía capitalista nada pequeña (aunque administrada por un Partido Comunista), pero militarmente –como el resto del mundo– no impresionaban a nadie. Y, si paseábamos nuestra mirada por el resto del mundo, no había grandes potencias a la vista; ya no quedaban superpotencias en el horizonte imaginable.
Dadas la historia de la guerra global contra el terror y la sorprendente incapacidad de las fuerzas armadas de Estados Unidos para imponer prácticamente a nadie la voluntad de Washington, mucho menos sus sueños planetarios, hizo falta un atrozmente prolongado tiempo para que semejante pensamiento empezara a morir. Y antes de hacerlo, la clase política, en un impulso de exageración defensiva comenzara a insistir con su mantra de la “indispensabilidad” y la “excepcionalidad” de… bueno, nosotros. Fue como si la sensación de decadencia que la mayoría de los estadounidenses había empezado a sentir en sus huesos no estuviese ocurriendo. Por supuesto, justamente ella misma, la constante invocación a la singular idiosincrasia del país debería haber señalado lo mal que estaban las cosas, porque cuando se es verdaderamente indispensable y excepcional no es necesario repetirlo una y otra vez (ni siquiera decirlo un sola vez).
Esto llevó a que una estrella de los ‘realities show’ de la televisión con un curioso arreglo capilar, que había quebrado un conjunto de casinos recogiera, un eslogan de la época de Reagan, “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez” y se montara sobre la ola que lo puso en la Casa Blanca. Lo hizo en parte debido a la sensación extendida en el Estados Unidos profundo de que este país, un cuarto de siglo después del colapso de la Unión Soviética, estaba decididamente en decadencia, arrastrándose hacia la salida y no al galope. La expresión “otra vez” de esa frase era la señal que revelaba que el multimillonario ‘empresario’ (y típico mercachifle de este país) había intuido una excusa en el mundo estadounidense de guerras fracasadas y furiosa desigualdad acerca de las cuales tanto sus rivales republicanos como sus adversarios demócratas en las elecciones del año pasado, todos ellos continúan machacando con la indispensabilidad y la excepcionalidad sin tener idea de lo que dicen.
¿Quién? ¿Nosotros?
En este momento, aquí estamos en el planeta que Estados Unidos iba a dominar y regir durante una eternidad, con un presidente preparado para la pelea y rodeado de generales formados en las perdidas guerras estadounidenses del siglo XXI. Si el lector quiere un indicio personal del deterioro estadounidense, piense en esto: en apenas medio año en el cargo, Donald J. Trump ya está amenazando con desencadenar una guerra nuclear e investigando si acaso tiene la potestad de indultar –no solo perdonar– a sus funcionarios, amigos y familiares sino también a sí mismo en caso de futuras condenas judiciales. Teniendo en cuenta la última década y media, aquí surge una pregunta: Perdóneme, pero aun si él se indulta a sí mismo, ¿quién habrá de indultarnos a todos nosotros?
Quiero decir, ¿estoy equivocado o no estamos viviendo acaso en un mundo caótico que la única superpotencia contribuyó a crear y estaba, hasta no hace mucho tiempo, extremadamente deseosa de atribuirse el mérito de ello? Así, me parece raro que nadie importante aquí parezca sentir la menor responsabilidad por el malísimo estado del planeta. De haber conseguido Estados Unidos hacer realidad la fantasía de una Pax Americana en el mundo, ninguno de los políticos, representantes del poder y expertos de Washington, habría titubeado en atribuirse tal logro; en estos días, les falta el tiempo para situar en otro sitio la culpa de lo ocurrido.
Ya conocéis la historia. Cuando se trata de los males del mundo, hablamos de Vlad, el Empalador de Ucranianos, o Vlad, el Pirata Informático, que tanto ha estropeado. Se nos ha dicho que, entre otras cosas, él ha tenido la temeridad de entrometerse en el sacrosanto sistema electoral del país más democrático del orbe, un sitio tan puro que sus moradores jamás habían oído hablar de una acción tan chocante –excepto, por supuesto, la cantidad de veces en que Washington hizo exactamente eso en otros países– (¿quién recuerda en estos días en EEUU el primer 11-S, el de 1973?). En Washington, se atribuye al presidente ruso gran parte de la culpa del lamentable estado de nuestro planeta, desde la Europa Oriental y la inquieta alianza OTAN hasta Siria. Y en cuanto al resto de culpables: son los chinos, por supuesto, quienes han tenido el valor de mostrar su músculo de gran potencia agrandando sus fuerzas armadas, construyendo “islas” artificiales en el mar de China Meridional y reclamando como propias partes importantes de ese cuerpo de agua, al mismo tiempo que no presionan más duramente a Corea del Norte. De alguna manera, son los iraníes los responsables de gran parte del desbarajuste en Oriente Medio junto con varios sucesores y subsidiarios de la al Qaeda original. Ellos cargan con el resto de la culpa por un mundo caótico que continúa extendiéndose por todo el Gran Oriente Medio, partes de África y, últimamente, Filipinas (por no mencionar a los refugiados que escapan del asedio y la desesperación y amenazan –se nos asegura regularmente– con el desastre al Estados Unidos continental).
De ninguna manera quiero decir que semejante panda (salvo los refugiados) no merezca una parte de la culpa por nuestro mundo en desintegración, sino apenas recordarme: ¿No nació el Daesh en una prisión militar estadounidense en Iraq? ¿No se criaron los teócratas iraníes, eses satánicos campeones del odio, en el nefasto crisol del gobierno del Shah (y de su brutal policía secreta) después de que la CIA ayudara a urdir un golpe de Estado para derrocar al primer ministro electo de ese país en 1953? ¿No ignoró Washington las promesas hechas al ex líder soviético Mikhail Gorbachev y a otros de que harían lo imposible para no avanzar la línea de control de la OTAN en zonas del antiguo imperio soviético y países satélites asociados?
¿No fue la administración Bush la que metió a Corea del Norte junto con Iraq –un país al que ansiaba invadir–, e Irán –otro al que planeaba dominar más temprano que tarde– en el tristemente célebre “eje del mal”, a pesar de que Corea del Norte no tenía nada que ver con esos países? De la forma más pública posible, en un discurso sobre el Estado de la Nación dirigido a todo el país el presidente de Estados Unidos vinculó a los tres países con el terrorismo y lo maligno en lo que, sin dejar lugar a dudas, era un paquete de “cambio de régimen” (si uno está ansioso por convencer a la dirigencia de Corea del Norte que la única posibilidad viable es contar con un arsenal nuclear, ciertamente ese fue un buen comienzo). Mientras tanto, ¿no fue George W. Bush y sus funcionarios quienes destrozaron el acuerdo negociado por Clinton mediante el cual los norcoreanos habían de verdad congelado su programa nuclear, en parte gracias a su Revisión de la Posición Nuclear de 2002, en la que se incluyó a ese país como “uno de los países que podían llegar a ser blanco de un ataque preventivo”?
Y eso solo para empezar a explorar el significado de vivir en el mundo de superpotencia única entre 2001 y 2017. Recordadme, por ejemplo, ¿cuál es el único país que anunció recientemente su retiro del acuerdo climático de París, la arquitectura global decisiva para proteger de la destrucción el medioambiente del planeta y, con él, el futuro de la humanidad?
¿Quién nos sancionará?
Entonces, esta es mi pregunta siguiente: si se reparte la culpa en este planeta nuestro, ¿por qué volcarla toda en los hacedores del mal? ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué pasa con la única superpotencia, con su alternante dirigencia, con la más estupenda fuerza de combate de la historia universal? ¿No nos cabe alguna responsabilidad por la situación que hoy enfrentamos en el mundo, desde Corea del Norte al Gran Oriente Medio, desde Ucrania a Venezuela? ¿Nada tienen que ver las autoridades de Estados Unidos y su estado de la seguridad nacional con el mundo que provocó la ola Trump, una ola que hoy podría hacer que naufraguen tantos barcos-estados? Quizás el presidente Trump puede sin duda indultarse a sí mismo (una cuestión que en estos momentos es tema de debate de eruditos constitucionalistas), pero ¿quién indultará a alguien que haya echado una mano –grande o pequeña– para la creación de lo cada vez más parecido a un mundo fracasado?
¿No existen delitos mayores y comportamientos de los cuales los estadounidenses no sean responsables en un planeta por lo demás culpable?
Este es un pensamiento que a veces tengo en noches deprimentes. Estoy seguro de que el lector recuerda la forma en que la administración Bush utilizó el engaño acerca de las armas de destrucción masiva (WMD, por sus siglas en inglés) para tener una excusa que justificara la invasión y ocupación del Iraq de Saddam Hussein. De hecho, ciertamente ha habido un arma de destrucción masiva en Iraq y no fue necesario buscarla. Estoy hablando de las fuerzas armadas de Estados Unidos.
Se trataba de un arma que creó destrucción. Un arma que abrió en canal a Iraq, que hizo que tanto shíies como sunníes solo pensaran en degollarse unos a otros, que desencadenó un nefasto proceso de “limpieza” religiosa en el propio país y en la región, proporcionando así un terreno fértil para lo peor de lo peor. La “exitosa” invasión estadounidense fue el factor decisivo en la preparación del alumbramiento de al Qaeda en Iraq y más tarde del Daesh en un país en el que jamás había existido una organización parecida.
Hay que reconocer que en cada lugar del Gran Oriente Medio y África donde esas fuerzas armadas estuvieron involucradas en hostilidades, desde Libia a Iraq, desde Yemen a Afganistán, dejaron en su estela países convulsos o fracasados, enormes contingentes de desesperados refugiados y proliferación de organizaciones terroristas. Han sido un jugador principal de una década y media de desastres que han ayudado a desestabilizar importantes partes del planeta. Aun así, cuando se trata de repartir responsabilidades, quienes se llevan la peor parte del desastre que ha sido la guerra contra el terror son aquellos que han sido convertidos en refugiados, quienes –se nos dice– si hubiéramos de recibirlos en nuestra tierra, serían un peligro mortal para nosotros.
Y mientras estamos en esto, valdría la pena mencionar otra arma de destrucción masiva en nuestro mundo: el ascenso a la gloria del 1 por ciento y el ensanchamiento del abismo de desigualdad que acompaña a esa glorificación. Desde la presidencia de Ronald Reagan, una serie de administraciones –republicanas y demócratas– ha sido responsable de la creciente y desastrosa desigualdad en el país y en el mundo. Mientras los ricos aumentan pasmosamente sus ingresos y riquezas, los más pobres y los trabajadores lo tienen cada día más difícil para conseguir –en términos relativos– cada vez menos. Esto no es más que otra historia de devastación en lo que una vez supo ser un mundo estadounidense.
En semejante contexto global, a nuestro Congreso le ha faltado el tiempo para imponer sanciones a los rusos, los iraníes, los norcoreanos por su papel en la expansión de la pobreza, pero… ¿quién habrá de imponernos sanciones a nosotros? Francamente, ¿no se pregunta usted cómo es que nos libramos tan fácilmente de la responsabilidad por un mundo que juramos que crearíamos? ¿No es Estados Unidos responsable de nada? ¿No hay nadie que lo recuerde?
Ahora tenemos un presidente cuyo comportamiento es el más extraño que pueda imaginarse, un engreído bravucón que no para de soltar una retórica que, inquietantemente, se hace eco en las amenazas bélicas de Corea del Norte. Sin embargo, al igual que la expansión de las organizaciones terroristas y los estados fracasados del Gran Oriente Medio, él debería ser visto como el productor de las acciones, los programas y los sueños de la superpotencia única en su autoproclamada gloria y sus planes de una Pax Americana impuesta al mundo por las fuerzas armadas. Por su tiempo en el cargo, el presidente Trump puede ser el responsable de delitos mayores –entre ellos los de índole nuclear– de un tipo que ni siquiera la destitución no podría abarcar; ¿quién, en estos momentos, puede acaso desentenderse de su comportamiento? ¿Culpar a los hacedores del mal por la devastación infligida a este planeta? No cabe duda alguna. ¿Pero nosotros? Ni hablar. Y ya que estáis en él, bienvenidos al mundo post-estadounidense.
* Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Fuente: www.tomdispatch.com/post – 29-8-17