Por Juan Manuel de Prada
Otro asunto medular tratado por Miguel Ayuso en su espléndido ‘¿El pueblo contra el Estado?’ (Marcial Pons) es el problemático encaje de la monarquía en la democracia. Ayuso rescata una dilucidadora cita de quien fuera piedra angular del consejo privado del Conde de Barcelona, Pedro Sainz Rodríguez, para quien «la lucha secular entre la Monarquía y la Revolución encarnada como mecanismo político de la democracia, ha dado como resultado que estos dos sistemas no sólo se diferencien por su estructura, sino por su contenido moral y doctrinal que como realidad histórica han adquirido y representan. De ahí la ingenuidad de los teóricos accidentalistas de la forma de gobierno. Las formas no son nunca accidentales ni en filosofía, ni en arte y mucho menos en política». En efecto, la Monarquía tiene un ‘contenido moral’ que la democracia necesita remover, porque –prosigue Sainz Rodríguez— «le impone un obstáculo para la realización de su programa».
Ayuso sostiene que la remoción de ese obstáculo comenzó a través de la «monarquía constitucional», en la que el rey retenía el poder ejecutivo mientras las Cortes ostentaban el legislativo. Pero la «monarquía parlamentaria» reduce definitivamente al rey a la categoría de «poder constituido»; y desde ahí –afirma Ayuso– el tránsito hacia la República resulta «casi imperceptible». En medio de este deslizamiento, la Monarquía deja de ser forma de gobierno para convertirse en un mero órgano, la ‘jefatura del Estado’, cada vez más vaciado de contenido. Así, la monarquía pierde su particular aptitud para asegurar la continuidad y el bien de los pueblos: por una parte, como defensa numantina frente al poder plutocrático; por otra, como reconstructora de grandes espacios políticos «al margen de la cerrazón de las estructuras estatales», como lo fue durante los siglos áureos de la monarquía federativa.
A Ayuso no se le escapa que la Monarquía es el régimen político propio de las sociedades religiosas, que captan la existencia de comunidades básicas (la familia, la comunidad política, la Iglesia) a las que no conviene la organización democrática; una vez que las sociedades se asientan sobre bases secularizadas, esta captación desaparece y, como ocurre hoy, la Monarquía «se condena a sí misma a muerte irremisible, solicitando fuerzas de sus adversarios y fundamento en principios que le son contradictorios».
Ayuso sostiene, en fin, la misma tesis de José Mª Pemán, expresada en las páginas de ABC allá por 1964, donde defendía «una monarquía de tipo tradicional, social y representativa» y alertaba contra la fórmula de la «monarquía liberal y parlamentaria», añadiendo clarividente: «Sospecho que si alguien la defiende hoy en España es con intención –o al menos con riesgo grave—de que sirve de puerta y preámbulo para la República». Cuando el tiempo no ha hecho sino confirmar el pronóstico de Pemán, Ayuso nos confronta con este problema ya indisimulable, en un libro tan brillante como perturbador.
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