por Juan Manuel de Prada
Ya hemos explicado en diversas ocasiones que los negociados de derechas e izquierdas se han repartido los papeles, en su apoyo conjunto a la revolución del capitalismo global que destruye a los pueblos. Mientras la derecha apoya orgullosa esta destrucción (metiendo miedo a sus adeptos), la izquierda apacienta a los trabajadores hacia el redil de la rendición, convertida en el perro caniche de la plutocracia. Y es que, como nos enseña Pier Paolo Pasolini (a quien ya hemos citado en alguna ocasión anterior), «el neocapitalismo se presenta taimadamente en compañía de las fuerzas del mundo que van hacia la izquierda».
Para desactivar la protesta de los trabajadores, la izquierda traidora se sirve de los mismos métodos que el Estado empleaba en Un mundo feliz, la distopía de Aldous Huxley: la libertad sexual y el reparto de ‘soma’ (droga). «En la medida en que la libertad política y económica disminuyen –escribe Huxley–, la libertad sexual tiende a aumentar». Así se explica que la izquierda traidora ponga tanto empeño en las ‘políticas de identidad’ financiadas por la plutocracia, que desactivan por completo la vieja ‘lucha de clases’, atomizándola en un enjambre de egoístas luchas sectoriales que dejan al trabajador más solo y desvinculado que nunca, absorto en el desciframiento de su sexualidad polimorfa. Pero la izquierda traidora no se conforma con desactivar la protesta de los trabajadores; necesita también asegurarse de que no se reactive. Y así se declara también partidaria del reparto de ‘soma’; o sea, de la legalización de las drogas.
Resulta, en verdad, lastimoso que la izquierda, que empezó denunciando la ‘alienación’ del trabajador en la sociedad capitalista, haya acabado reivindicando «el consumo de marihuana con fines recreativos». Resulta, en verdad, patético que una ideología que execró la religión, tildándola de ‘opio del pueblo’, postule ahora que el pueblo se drogue, para habitar pasajeramente realidades menos crudas. Pero ¿no era la religión una salida mágica que impedía al trabajador tomar conciencia de su situación oprobiosa? ¿Es que fumar porros, en cambio, lo ayuda a recuperar esa conciencia? Que la izquierda, después de haber combatido la religión, promueva la legalización de la marihuana tiene muchísima miga. En primer lugar, nos vuelve a confirmar que cuando alguien deja de creer en Dios puede empezar a creer en cualquier paparrucha. Pero también nos muestra que la droga ejerce de modo indubitable los efectos adormecedores que la izquierda atribuía falsamente a la religión. En la novela de Huxley, de hecho, se presenta el ‘soma’ con el que el Estado embrutece a los trabajadores como una sustancia que «tiene todas las ventajas de la religión, sin ninguno de sus efectos secundarios»; de ahí que, para controlar las emociones de los trabajadores alienados y mantenerlos contentos, el Estado se encargue directamente de su reparto.
Esto mismo pretende hacer la izquierda traidora con la marihuana. Para defender su legalización, utiliza las consignas más burdamente mercantilistas, asegurando que así se proporcionarán «ingentes beneficios» al Estado. Naturalmente, todas estas pamplinas delicuescentes no hacen sino ocultar la connivencia de la izquierda con la plutocracia, que necesita trabajadores dóciles y manipulables que, a la vez que se empobrecen y aceptan condiciones de trabajo cada vez más oprobiosas, encuentren consuelos vicarios y paraísos artificiales. Así se explica, por ejemplo, que el plutócrata y especulador globalista George Soros esté impulsando la legalización de la marihuana, con la disculpa propagandista de acabar con las mafias del narcotráfico (que tal vez encubra su propósito de sustituirlas en posición monopolística). Pero este plutócrata protervo, como otros de su cuerda, anhela crear sociedades pasivas y devastadas por el hedonismo que acepten lo mismo la destrucción de su identidad que los más clamorosos abusos laborales; pues su fin último no es otro sino asegurar el acopio de mano de obra barata y mansurrona. Y para lograr culminar sus desmanes, necesita tanto las avalanchas migratorias como la legalización de la marihuana. En lo que demuestra actuar con irreprochable (aunque maligna) lógica.
La estrategia de la plutocracia, en su desactivación de la resistencia de los pueblos, es cristalina: primero les ofrece un supermercado de identidades de bragueta, para que abandonen la lucha por la dignidad de su trabajo; luego los adormece y convierte en guiñapos con el reparto de ‘soma’. Mucho más turbia y abyecta es la posición de cierta izquierda, convertida en un perro caniche de la plutocracia.
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