La decadencia globalista y el lumpenismo
Por Facundo Martín Quiroga*
La pandemia planificada por la élite globalista dejará a los Estados, los gobiernos, y las sociedades, en una situación en la que la moral marginal se universalizará mucho más respecto de lo logrado hasta ahora. Uno de los objetivos para el control social es concretar un proceso de lumpenización permanente, mucho más masivo e inexorable. La ostensión, el lujo, la perversión impune se buscan imponer en todas las clases: mientras más malo y vil seas, más asequible será tu vida sin importar que seas pobre, rico o de clase media. El dios dinero construye seres abyectos y carroñeros hasta la psicopatía. Ahora bien, hubo una época en que esta inversión de los valores clásicos se comenzó a desarrollar, un velado experimento social y cultural que se vislumbra entre las vetas del naciente siglo.
El origen
Un militante del Partido Obrero, pelo largo, barba, estudiante crónico, nos decía, sumamente jactancioso, en aquellas tardenoches de Sociales UBA, que estaba armando una asamblea en un comedor, o merendero con otros partidos, agrupaciones estudiantiles y algunos representantes de grupos piqueteros. Nos contaba detalles, efusivo, -lo mirábamos casi como un héroe, o como una figura de autoridad moral- de lo que hacían en aquellas jornadas: cines-debate, ollas, algún que otro picadito… y “terminábamos bailando cumbia villera arriba de las mesas”.
Recuerdo casos como ese, cada vez que pienso en el universo de la estudiantina facultativa. Hijos o sobrinos de intelectuales, profesionales, sin demasiado problema para pagar sus estudios. Juntarse a tomar unas cervezas, discutir sobre el movimiento piquetero, la revolución, el naciente progresismo. Corría el año 2005, todavía no teníamos una noción clara de lo que se estaba construyendo, de esta articulación extraña en un principio, pero luego absolutamente predecible, de impulso supuestamente revolucionario (omnipresente materialismo histórico), estética barrial, aires de aventura suburbana… en fin, lo que ya comenzaban a transmitir algunas series, que luego se masificarían al compás de la popularización de otras cosas, también transmitidas por TV, pero en otros horarios. Comenzaba a gestarse en la clases medias el proceso de romantización de la pobreza, que luego, en su fase extrema, con el correr de la debacle social rediviva, devendrá en el lumpenismo.
¿Qué es la romantización de la pobreza? Me atrevería a definirlo como un sentimiento que parte de las clases medias, que se expande en forma de reivindicación y estetización de la vida del pobre, que atraviesa distintas posiciones políticas, de acuerdo a los códigos transmitidos y legitimados primero por medios de difusión y luego por redes, expresiones musicales y figuras mediáticas, que se va radicalizando con el correr de los años hacia el lumpenismo, que implica el mismo proceso, pero con un énfasis muy marcado en la marginalidad y en la legitimación de nuevos códigos que se convierten en antivalores.
¿Qué son estos antivalores? Son la inversión posmoderna de valores como la dignidad, el progreso, la decencia, la honradez… Parece muy conservadora nuestra posición, pero hay un trasfondo, un contexto que la explica. El relativismo absoluto que deja al sujeto a merced del mercado global, considera a aquéllos valores como estorbos al afán de consumo. Al dejar de estimular en la sociedad un anhelo de progreso por el cual las generaciones venideras podrían estar mejor que sus antecesoras, ya que las condiciones para el mismo escasean, el vivir el puro presente se universaliza, o como se gusta decir ahora, se hace “transversal” al conjunto de las clases sociales.
Este proceso se encarna en numerosos indicadores, algunos de los cuales trataremos de analizar brevemente a la luz de nuestra vivencia, cómo pensamos que se expandieron por la sociedad, se validaron y legitimaron.
La expansión
Un elemento que comienza a permear a las clases medias es cierta sensación de culpa de clase, que termina generando la necesidad de rearticular con los sectores marginados que pasan a llamarse “populares”; se estructura en torno a consignas salidas a la luz de la catástrofe de 2001: “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Es muy importante hacer la diferencia entre “pueblo” y clases o sectores “populares”: el primero es una totalidad, de tradición netamente nacional, marca una clara oposición entre éste y las élites, las oligarquías; el segundo ya asume la fragmentación: clases, sectores, agrupaciones, dan cuenta del proceso de desestructuración social, que muchas veces pone a estos colectivos a enfrentarse entre sí.
Otro hecho importante de la romantización de la pobreza es la traslación de términos referidos a los procesos de construcción del hábitat: de “villas miseria” a “barrios populares”. En la década del ‘30 del siglo XX, las villas comenzaron a surgir en Buenos Aires y los conurbanos. Muchas de ellas, que se formaron como asentamientos, se convirtieron en barrios de clase media a partir del masivo, rápido e indiscutible ascenso en la calidad de vida a partir de los gobiernos del pueblo, representados y llevados a la práctica por el General Perón. Con la desafiliación, -a decir de Robert Castel, la destrucción de los lazos sociales que posibilitan tanto la supervivencia como el progreso individual y colectivo- como moneda corriente del día a día de la sociedad, la marginalidad se hace un modo de vida, sin horizonte, y lentamente va generando sus propios códigos para sobrellevar la existencia.
Las luchas sociales dejarán de estar centradas en el pleno empleo, la nacionalización de los recursos estratégicos, la vida industrial, la producción, el sindicato, y pasarán a ocupar el centro de la vida política los movimientos sociales, piqueteros, asambleas barriales, comedores y merenderos, y la llamada (y maldita) “puja distributiva”: planes, subsidios, bonos. Esto va acompañado con el envilecimiento de la casta política, reducida a una administración de los medios por los cuales se desarrollará dicha puja de intereses, abandonando toda intención de elevar a debate proyectos de largo plazo; pero también una fuertísima legitimación de los antivalores también de parte de las clases altas (sean estas tradicionales y oligárquicas o “nuevos ricos”), vía los medios de difusión, hacia los demás sectores de la sociedad.
Esos antivalores se van acentuando a medida que la lucha por la supervivencia se transforma en una necesidad intrínseca. La depredación entre los propios gesta una urgencia, de parte de los mismos marginados y sus familias precarizadas en todo sentido, de intervención directa de las fuerzas represivas para que los ayuden a limpiar su terreno, si no de la suciedad y la desesperanza, por lo menos de los depredadores que acechan en forma de pibes pasados de paco y armados, o de mulos que meten a muchos de los propios en el vicio. Las frutillas del postre de esta situación son dos: por un lado, la televisación del lumpen en forma de periodismo morboso y con mucho rating; por el otro, la mediatización de una nueva moral para seducir a los adolescentes de clases medias a juguetear con el riesgo, en medio de una fragmentación que afecta a todos los estratos sociales.
La moral del lumpenismo es mediatizada a la inversa de la honradez: se opera, al decir del antropólogo Pablo Semán, al analizar la cumbia villera, “por ostensión”, no por austeridad ni tampoco por voluntad de cambio estructural: ya no aparece la pobreza como un ámbito del que salir, sino más bien por una condición de la que jactarse. “Estamos re jugados”, “pelamos los fierros y todos abajo”, son expresiones recurrentes que invitan a que las clases medias televidentes las consuman como invitación a la aventura, a la transgresión, en medio de familias que ya están desestructuradas por la propia necesidad de sobrecargarse de ocupaciones, ya sea por la esperanza vana de subir, o por el miedo constante a bajar.
Este es un fenómeno con resonancia mundial: gran parte del reguetón, el hip hop, el funk brasileño, el narcocorrido, son expresiones típicas de esa invitación a la adolescencia y la juventud a transgredir, pero siempre en el puro presente, sin ningún tipo de proyección, es más, a veces para olvidarse de pensar en un proyecto de vida, porque sencillamente no lo hay en el horizonte. Alcoholismo, precocidad y promiscuidad, no son más que marcas trágicas de esa relación paradójica que las clases medias tejen con el lumpenismo, en el que se juega a la marginalidad (por momentos con serio riesgo), pero se vuelve a la esfera familiar, muchas veces con rencor (hoy exacerbado por el feminismo, claramente un factor de discordia en su interior), pero siempre clamando por límites y seguridades, que es lo que realmente hace un adolescente cuando incursiona en los excesos.
La fragmentación
El lumpenismo y la romantización de la pobreza son el primer fenómeno de “empatía” superficial que fue y sigue siendo absolutamente funcional a la fragmentación de la sociedad, a la destrucción de su tejido. La izquierda, en su afán de hacer que el que está en el fondo se pelee, antes que nadie, con el que está un poco mejor que él, es uno de los principales actores desarticuladores, a medida que va ingresando su discurso en las asambleas, sindicatos, clubes, comedores, familias.
La falta de mirada estratégica de parte de la casta política, la estrechez y la inmediatez que predominan la política de estos tiempos, favorecen el resentimiento de clase, que es la turbia agua de un río revuelto de reclamos sectoriales que, como hormigas de distinto color y de distinto hormiguero metidas en un frasco, chocan entre sí con cada parche, con cada aumento de los planes sociales y subsidios, con cada política concedida a las minorías (de género, pueblos originarios, ecologistas, lo mismo da), con cada aumento de presupuesto para abordar cuestiones coyunturales e incluso insignificantes.
A cuento de esto, y como factor de empeoramiento de la situación, al lumpenismo se agrega, de forma vil, perversa, la cuestión de las minorías y el feminismo. Personajes como Miss Bolivia, Sara Hebe y muchos otros, osan su cancherismo progre legitimando el lumpenismo pero desde la degradación “femi”, construyendo productos de una estética deplorable, porque para luchar contra el patriarcado hay que degradarse, rebajarse para poder luego victimizarse todo lo que haga falta.
Salir a la calle “vestida para mí” en una peligrosa madrugada suburbana, pretendiendo que nadie ofenda, pero también estimulando a que chicas cada vez menores las imiten, es la más vil de las venganzas “de género”: saber que giramos en entornos peligrosos y, una vez recibida la ofensa (por otra parte, también injustificable, ni hablar de las conductas abusivas o vejatorias) buscar actores externos -cuando no directamente a las fuerzas represivas- para enrostrar a los “machos” que ahora el poder “lo tenemos nosotras”, tal como lo dejó entrever Malena Pichot mientras le apuntaba con una Itaca a un hombre en su stand up de Netflix, legitimando una triste discordia más: la de los sexos.
En rigor, muchos de los crímenes que hoy son catalogados como “femicidio”, en realidad esconden un trasfondo de marginalidad, de ajustes de cuentas violentísimos, de pérdida de códigos, de bolas de nieve sanguinolenta que son moneda corriente en los llamados “barrios populares”. No se trata de una cuestión de género, sino del propio proceso que estamos describiendo, y del cual el feminismo no da cuenta por sus propias carencias interpretativas, al reducir todo a una sola construcción ficcional.
Y es así como terminamos hoy con un lumpenismo de varios colores, apabullando la consciencia, consumido como producto del descarte, que ha dotado su espectro de ventas con nuevas delicadezas: lumpenismo pachamamista, lumpenismo trans, lumpenismo feminista, gordo, gay… nos ahorraremos ejemplos, pero invitamos a los lectores a buscarlos. La estética de la degradación y de la indignidad presupone siempre que hay que seguir bajando la vara. ¿Por qué? Porque es indispensable que las juventudes sigan consumiendo falsas brillantinas de revuelta, que la energía siempre se gaste allí, y nunca en integrar al pueblo como un todo, en volver a subir la vara.
Lejos de marcar un fracaso de la integración social que ofrece la globalización, la romantización de la pobreza es su apoteosis: esa es la forma en que proyecta la casta política global y local la “integración”, la farsa inclusiva que es contemplada como “cool” por los jóvenes de clase media y los partidos de izquierda y hoy, la progresía; integración que se produce como una rémora cultural mucho antes que como una promesa de bienestar. Las “altas llantas”, el anhelo imposible de tener el convertible del elegido para salir en la tele pateando una pelota, están muy por afuera de la idea de integración a un proyecto de país. Presenta una relación contradictoria de odio al rico, pero de resignación ante la magra supervivencia que implica combinar el subsidio con la changa.
Nunca olvidemos que el elogio del lumpen se ejerce a partir de una relación que se pretende disruptiva con el sistema económico; muchos progresistas, incluso, continúan ejerciendo su laica fe de anticapitalistas. Nada más erróneo que esa interpretación, sólo basta mirar las causas por las cuales se mata: un celular, unas zapatillas, una campera de marca. El lumpenismo clasemediero no tiene en cuenta que se mata para obtener los bienes del sistema como trofeos de guerra, para exhibirlos. Ese es el triste alcance de la supuesta rebelión que la progresía le asigna al lumpen, y ante la que se queda impávidE, porque sus prioridades pasan por la “diversidad” y sólo por ella.
El lumpenismo es la legitimación de la matanza entre hermanos de una misma Patria, precisamente, el arma cultural perfecta para que las juventudes sigan destruyéndose cada vez a menor edad, para que el que está en el fondo de la olla deplore al que está sólo un poco más arriba (que muchas veces, sin entender el juego, lo desea muerto o lejos), mientras el controlador globalista los mira matarse entre sí. También es el arma perfecta para que los sectores medios se fragmenten aún más entre el que aborrecen al lumpen y le asignan toda la responsabilidad de la decadencia (piqueteros, “indios”, migrantes) y entre el que lo goza en las series y en las salidas de boliche, con aventuras y trampas de por medio… a veces, la misma persona en distintos momentos.
La declarada pandemia no hará otra cosa, a nivel social, que acentuar el lumpenismo de facto y como producto de consumo masivo. La crisis desatada de forma artificial por el globalismo financiero, implicará un retroceso de las variables de bienestar social como nunca se ha vivido, para así aumentar exponencialmente las ayudas estatales a medida que lo poco que queda de producción soberana se desploma mientras la eugenesia (con o sin vacuna) hace su trabajo silencioso. Por algo se sigue insistiendo en leyes progresistas como el aborto, la legalización de las drogas o la eutanasia. Ya no hay forma de que el arco de los dizque intelectuales y académicos no lo vean: sencillamente, son cómplices.
La Verdad, la Bondad y la Belleza, para volver a expresarse como amalgama de la Patria, deben incluir, en el medio del pantano del hedonismo, el relativismo y el materialismo, la Liberación Nacional. Sus valores y su indeclinable voluntad servirán para aplastar los antivalores de la colonia global posmoderna en la que nos quieren convertir.
* Sociólogo y docente.
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