Ezequiel Adamovsky *
Los conceptos democracia y república representan abstracciones teóricas que deben ser repensadas en sus plasmaciones históricas. La regla general nos habla de la distancia entre la teoría y la práctica. Esto es mucho más grave en los gobiernos neoliberales que las utilizan para efectos propagandísticos.
Las protestas contra la reforma previsional que se dieron el miércoles, el jueves y el lunes pasados dejan un sabor agridulce. Con una mayoría estrecha (que incluyó veinte votos peronistas en la cámara de Diputados y otros tantos en Senadores) el gobierno consiguió convertirla en ley. Pero la extraordinaria movilización que colmó la Plaza Congreso durante el día, sumada a los cacerolazos espontáneos que volvieron a confluir allí durante la noche del lunes, marcan el retorno de un actor político que parecía bajo control: la multitud callejera.
En estos días ocupó el espacio público con las típicas tramas multiformes que la caracterizan. El miércoles fue el momento de la enorme marcha de los movimientos sociales, encolumnados en la CTEP, la CCC, Barrios de Pie y otras organizaciones. Los días posteriores estuvieron marcados por la confluencia de los partidos de izquierda, parte de la militancia kirchnerista, varios sindicatos importantes y mucha gente suelta, en el marco de un paro general convocado a regañadientes por la CGT. El cacerolazo nocturno porteño, con réplicas en varias ciudades, tuvo su aspecto más clásico: familias autoconvocadas en decenas de esquinas de cada barrio que, espontáneamente, marcharon sobre el centro de la ciudad sin banderas políticas. En Rosario y Tucumán hubo además conatos de saqueo. Entre los cánticos del jueves, tanto durante el día como a la noche, volvió a resonar el “Que se vayan todos”.
El contexto es completamente diferente, claro, pero tanto en esa trama como en su disposición a la lucha resonaba la experiencia de 2001. Aunque luciera caótica en sus diversas manifestaciones, la multitud estuvo eléctricamente conectada, tal como entonces. Esta vez la movilización callejera no alcanzó para torcerle el brazo al gobierno. Pero será seguramente un dato de aquí en más. Y un dato no menor. Cambiemos cuenta con la facilidad de una oposición fragmentada en varios pedazos difícilmente articulables en el corto o mediano plazo. Sobre esa fragmentación avanza, implacable. Pero lo que los dirigentes opositores no pueden lograr por arriba, lo expresó en estos días la multitud por debajo, con una combatividad impresionante. Ese dato solo ya cambia el escenario.
“La violencia”. La manifestación del miércoles fue bastante pacífica. Los incidentes de la del jueves corren por cuenta exclusiva de la brutalidad con la que Patricia Bullrich conduce las fuerzas de seguridad, que atacaron sin motivo ni medida con el único fin de provocar y amedrentar. La del lunes fue, por comparación, diferente. Incluyó desde temprano combates con la policía y abundantes pedradas. Sobre este dato diversas voces públicas salieron a imprimir interpretaciones. “¡Son infiltrados!”, denunciaron algunos, acaso bienintencionados, para que no se perdiera de vista que la enorme mayoría no tiró piedras. No hay dudas de que los hubo, como en todas las manifestaciones recientes. El ex diputado Claudio Lozano vio con sus propios ojos a hombres que ingresaban al Departamento de Policía quitándose pecheras de ATE bajo las cuales lucían chalecos antibala. Pero hay que decir que el lunes el combate con la policía lo protagonizó una parte de la militancia de base, minoritaria, sí, pero bastante numerosa. Quienes estuvimos allí lo vimos de cerca: chicos muy jóvenes picando veredas y pasando cascotes al frente, corriendo a la policía, replegándose y volviendo a avanzar.
Frente a este hecho también abundaron las interpretaciones veloces. La prensa dominante ya las viene ensayando desde hace meses: son “violentos”, incluso “terroristas”. Como no alcanza la letra K para la demonización, en estos días se agregaron rótulos disparatados, que incluyeron el nuevo “anarcokirchneristas” o “trotskismo K”. Acaso para proteger la legitimidad de la protesta, algunos intelectuales y periodistas salieron a diferenciar a los supuestos “lúmpenes”, la “minoría violenta”, de la mayoría pacífica de las manifestaciones. Uno incluso desempolvó la palabra “imberbes” para denunciar que buscan una “guerra”, términos en los que resuenan a la vez los ecos represivos del Perón del ’74 y los más recientes de Alfredo Leuco. Pero la verdad es que la gran mayoría de los que no tiró piedras el lunes acompañó pasivamente a quienes sí lo hacían: permaneció en el lugar, avanzó y retrocedió con ellos, celebró sus ocasionales triunfos en el combate con la policía, los alentó con sus cantos. En Plaza Congreso la multitud estaba conectada: los tirapiedras, aunque minoría, fueron parte orgánica de ella. Guste o no guste, eso es lo que pasó.
¿Qué hacer con esa constatación? Personalmente, creo que es un error involucrarse en combates ofensivos contra las fuerzas de seguridad. Pero me parece un grave error demonizar a la militancia en este contexto, corriendo el foco del verdadero generador de la violencia de hoy, que es el Estado. El tango se baila de a dos, dice el dicho, y este es un buen ejemplo. Nadie puede darse por sorprendido de que hoy haya pedradas en una manifestación si desde hace dos años se liberó a las fuerzas de seguridad para que violenten a los ciudadanos a gusto, sin ningún control, incluso alentados por la Ministro de Seguridad. “Violencia” son los balazos de plomo y de goma que repetidas veces hemos tenido que soportar en manifestaciones de todo tipo. “Violencia” es que las fuerzas de seguridad hayan empujado a Santiago Maldonado a la muerte y asesinado por la espalda a Rafael Nahuel, sin que haya un solo efectivo apartado por ello. “Violencia” es arrestar gente al voleo y fabricarles causas con pruebas falsas, como ha hecho repetidas veces la policía en las últimas semanas. “Violencia” es que un juez oficialista allane luego sus hogares en busca de algo para endilgarles. “Violencia” es la jauría de uniformados que atacó a un anciano sin motivos, la que manoseó y arrestó a una mujer que ni siquiera participaba de las manifestaciones, o la que pisó con la moto deliberadamente a un hombre dejándolo gravemente herido, según vimos todos en los videos viralizados. “Violencia” es, sobre todo, que se transfieran millones de pesos de los bolsillos de un jubilado o de una madre desempleada a los de los ricos. “Violencia” es la mentira permanente en los medios de comunicación, sin pausa, abrumadora, desde hace años.
Con todo esto en claro, por supuesto, es legítimo discutir acerca de las tácticas y formas de lucha callejera. Quienes participamos en manifestaciones tenemos que garantizar que no se produzcan situaciones de riesgo o de agresión contraproducentes o moralmente indefendibles. Pero que nadie pretenda plantear el debate como si las pedradas vinieran de sí mismas, incausadas, del puro afán destructivo de un pibe que no entiende nada, de una “conspiración” que sólo existe en la mente de Carrió, o de un “golpe de Estado” manufacturado en el call center del Jefe de Gabinete. Es cierto que las escenas de ataque a la policía generan descrédito entre la población común que pueden alimentar deseos de represión. Pero, para discutir el panorama completo, hay que señalar que las tendencias “micro-fascistas” ya estaban extendidas en buena parte de la población antes de que hubiera piedras y que los medios de comunicación inventan amenazas virtuales –como la fantástica idea de mapuches financiados por las FARC, la ETA, el IRA, ISIS, etc.– y se las arreglan para generar escenas de “violencia” incluso de movilizaciones perfectamente pacíficas. Con todo esto quiero decir que, si vamos a discutir los métodos de la protesta, es preciso que lo hagamos en la relación que entablan con los métodos de la represión estatal y con la violenta manipulación de las percepciones en la que nos vemos obligados a maniobrar.
Republicanismo intermitente. En estos días quedó más clara que nunca la falsedad del discurso pseudo-republicano que movilizan los partidarios del gobierno. La expresión “clima destituyente”, antidemocrática cuando estaba en boca de kirchneristas, ahora aparece en boca de los macristas para descalificar a quienes nos oponemos a la reforma. No hay diálogo, ni institucionalidad, ni división de poderes, sólo retórica y, tras ella, el poder del capital avanzando sobre nuestras vidas. La reforma previsional no sólo perjudica claramente a las mayorías, sino que fue tramitada de un modo antidemocrático. Pocos días antes de las elecciones pasadas Macri y Marcos Peña aseguraron que no habría ninguna reforma previsional (ni laboral). Una vez más, como en 2015, engañaron a los votantes. Todas las encuestas indican que una abrumadora mayoría de la población está en contra, pese a lo cual avanzaron. Esto, incluso a pesar de increíble e inédito estilo de comunicación de este gobierno, que recorta jubilaciones diciendo que en realidad las aumenta. Más aún, como pudimos seguirlo todos a través de los principales diarios, una parte de los votos de los senadores y diputados peronistas que acompañaron al gobierno se consiguieron mediante extorsiones y promesas presupuestarias a los gobernadores. La famosa “chequera” que antes criticaban. Y como broche de oro, los diputados fueron forzados a debatir el proyecto bajo la amenaza explícita de que, de no apoyarlo, de todos modos sería aprobado vía Decreto de necesidad y urgencia. Nada de esto cabe bajo el rótulo “democracia” ni bajo el de “República”.
Ante este panorama, me van a disculpar, pero no puedo tomarme en serio los argumentos de quienes tratan de explicarnos que en una República son los representantes y las instituciones los que definen las decisiones y que es “antidemocrático” pretender hacerlo desde la calle. Puede que así sea en algún mundo de chocolate, o desde algún saber libresco o teórico. Pero en la realidad de nuestra historia, los pocos avances democráticos que hemos tenido nos han venido de la movilización popular, que con frecuencia ha debido doblegar poderes fácticos y privilegios que se hacen fuertes en el control que ejercen sobre las instituciones, en las leyes que los protegen y en su capacidad de maniatar las voluntades de nuestros representantes. Si algo hemos comprobado en estos tiempos es el enorme esfuerzo que conlleva conseguir una pequeñísima reforma legal que favorezca a las mayorías y la facilidad con la que los empresarios y sus personeros las barren de un plumazo a la primera oportunidad, por las buenas o por las malas.
En Argentina, lo mismo que en todas partes, una democracia que empiece y termine en el funcionamiento rutinario de las instituciones será siempre una democracia boba. Así la quieren quienes pretenden acallar o demonizar las manifestaciones callejeras. Si alguna vez hemos de tener una democracia sustantiva, verdadera, que atienda los intereses de la mayoría y no los de los más ricos, no será sentándonos tranquilamente a esperar que nos llegue de Balcarce 50 o del palacio de la calle Entre Ríos. De eso podemos estar seguros
* Ezequiel Adamovsky – Licenciado en Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires; PhD. in History, School of Slavonic and East European Studies (University College London, University of London); Profesor Adjunto de la Cátedra de Historia de Rusia, Facultad de Filosofía y Letras UBA, de la Cátedra de Historia de Asia y África, Universidad Nacional de Luján.
Fuente: www.revistaanfibia.com