De guerras y paradojas – Cuando todo el mundo es una guerra…

Rebecca Gordon *

La lectura de artículos de intelectuales estadounidenses que abordan los problemas internos de los Estados Unidos, impresionan por su crudeza y realismo. No coinciden con las líneas editoriales habituales que los grandes medios publican. Pero, los antecedentes y formación académica de los autores que publica la página www.tomdispatch.com ofrecen garantía de veracidad.

¿Hay algo que sea moralmente equivalente a la guerra?

Introducción de Tom Engelhardt

Aunque desde 2001, cuando el presidente George W. Bush desencadenó una interminable “guerra global”, no contra al Qaeda sino contra un fenómeno, o quizás apenas una sensación (el “terror”), y contra quienes tenían la posibilidad de producirlo, todos los verdaderos conflictos bélicos de Estados Unidos se han convertido –como la colaboradora habitual de TomDisptach Rebecca Gordon escribe hoy– en algo más metafórico. En cierto sentido, esos conflictos han empezado a ser vistos tan distantes de nuestras fronteras y nuestra vida (a menos que el lector sea un integrante de las fuerzas armadas de este país o un familiar de alguno de los voluntarios que prestan servicio en ellas) y muy cercanos a lo fantástico… o inexistente. ¿Quién en nuestro país se enteró, en las últimas semanas, de que personal de la fuerzas armadas de Estados Unidos, volvió a poner pie en tierra yemení, o que el Pentágono considera perdidos sus drones a manos de los yihadistas filipinos, o que hubo ataques estadounidenses en Somalia, o que civiles continúan muriendo en cantidades importantes en ciudades sirias como consecuencia de los ataques de la fuerza aérea de Estados Unidos? En lo fundamental, la respuesta es nadie.

Las contiendas de Washington en esas remotas tierras no podrían ser más reales; aun así, en su mayor parte en Estados Unidos han sido reemplazados por una única fantasía al estilo del cuco: el terrorismo islámico. Importa poco que el peligro real que afrontan los estadounidenses a manos de eses terroristas sea muy menor. El miedo que despiertan (y la necesidad de sentirse “a salvo” de ellos) ha llenado durante años las pantallas y la mente de los estadounidenses y ayudado a financiar nuestro estado de la seguridad nacional a unos niveles que en otros tiempos habrían pasmado la imaginación, y allanado el camino para la elección de un presidente verdaderamente raro, e incluso estrafalario.

Pensémoslo así: mientras Washington está ocupado en un conjunto de desastrosos y cada vez más extendidos conflictos en todo el Gran Oriente Medio, la población de este país ha sido atrapada por el más extraño fervor guerrero; un desmovilizador conjunto de fantasías militarizadas principalmente enfocadas en nuestra posible destrucción que han distorsionado la visión de nuestro mundo de una forma peligrosa y paralizante. Rebecca Gordon, que desde hace algún tiempo escribe sobre las “guerras interminables” de Estados Unidos y las fantasías que las acompañan, reflexiona acerca de qué pasa cuando la guerra y la metáfora se convierten en una sola cosa, cuando las fantasías militarizadas invaden y ocupan la vida cotidiana.

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Cuando todo el mundo es una guerra… y todas las mujeres y los hombres no son más que soldados

Desde el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos está librando una “guerra contra el terror”. Soldados del todo reales han sido desplegados en tierras lejanas; se han utilizado bombas de racimo y de fósforo blanco muy reales; se han lanzado misiles de crucero de verdad; se ha lanzado la primera bomba MOAB, el más poderoso explosivo no nuclear del arsenal estadounidense; y ciudades realmente existentes han sido reducidas a escombros. En venganza por la muerte ese día de 2.977 civiles, personas reales –millones de ellas– han muerto y más millones se han convertido en refugiados. Pero, ¿es acaso una guerra la guerra contra el terror… o solo una metáfora?

En una guerra de verdad, las naciones o los actores no estatales organizados se enfrentan unos con  otros. Una guerra metafórica se parece a una guerra de verdad –después de todo, eso es una metáfora, una forma de decir que una cosa se parece a algo distinto– pero el enemigo no es un país, ni siquiera un grupo de yihadistas islámicos. Es otra clase de amenaza: un mal, un problema social, o –en el caso de la guerra contra el terror– un sentimiento.

Hay que reconocer que puesto que las guerras metafóricas tienen una asombrosa manera de matar a personas de verdad en guarismos del todo reales, quizá no tenga importancia si la guerra contra el terror es algo real o no. Pensemos, por ejemplo, en la guerra que Estados Unidos libra contra las drogas. En México, esa guerra, alimentada con armas estadounidenses, en la que se utilizan drones estadounidenses y se lleva adelante con la ayuda del Pentágono y la CIA ya ha significado la muerte de muchos miles de personas. Un informe del Servicio de Investigaciones del Congreso de Estados Unidos estima que entre 2007 y 2015 el crimen organizado ha producido 80.000 muertes en México. La mayor parte de las armas de fuego utilizadas en lo que fundamentalmente ha sido un crimen masivo extendido en el tiempo llegaron procedentes de EEUU, que también es el principal mercado de la marihuana, la cocaína y la heroína, identificadas todas ellas como el enemigo en esta nuestra guerra. Tal como pasa con nuestras guerras propiamente dichas de los últimos años, la guerra contra las drogas no muestra señales de que acabe alguna vez (tampoco el ansia estadounidense por el consumo de drogas muestra indicio alguno de disminución). Si hay algo que está ganando esta particular guerra, son las drogas… y, por supuesto, las organizaciones criminales que trafican con ellas en todo el continente.

Las guerras metafóricas de Estados Unidos libradas durante mi vida empezaron con la “guerra contra la pobreza” del presidente Lyndon Johnson anunciada en 1964, cuando yo tenía 12 años. Por cierto, mi madre “prestó servicio” en esa guerra. En ese tiempo vivíamos en Washington DC, y ella trabajaba en la Organización de Planificación Unida (UPO, por sus siglas en inglés), una agrupación comunitaria creada a partir del programa Ciudades Modelo de Johnson. Luchaba contra la pobreza en los barrios bajos de nuestra ciudad, a unas pocas calles de la Casa Blanca. Como sucedió con otros grupos por el estilo en todo el país, en la guerra contra la pobreza el personal probó nuevas “armas”: programas de formación profesional, centros de asesoramiento ciudadano y acciones de organización comunitaria de variadas formas. Yo estaba orgullosa de que mi madre fuese un “soldado” en esa guerra, en la que durante unos pocos años incluso parecía que podíamos ganarla.

Y hubo algunas victorias. Después de todo, el legado de la Gran Sociedad de Johnson y la guerra que le acompañó contenía el Medicare, para los más mayores –el mes que viene, yo seré incluida en él–, y el Medicaid, para las personas de menores recursos de cualquier edad. Las luchas, los sacrificios y la muerte de militantes por los derechos civiles junto con la influencia política del presidente Johnson nos dio la ley de los Derechos Civiles, de 1964, y la ley del Derecho al Voto, de 1965 (por supuesto, el departamento de Justicia de la administración Trump está haciendo lo imposible para recortar ambos derechos). Entonces, como hoy, la pobreza afectaba a muchos blancos, pero cundía mucho más en las comunidades de piel negra o morena; fue así que esos nuevos derechos para la gente de color –creíamos algunos– eran una luz al final del túnel en la innegable eliminación de la pobreza.

En 1968, Martin Luther King y el Consejo por el Liderazgo Cristiano en el Sur (SCLC, por sus siglas en inglés) estaban encarando la pobreza asociada con la discriminación racial y organizaron una Campaña de los Pobres. Incluía una marcha a Washington que culminaría con la construcción, frente al Capitolio, de la “Ciudad de la Resurrección”, que sería el modelo –una metáfora– de renacimiento de un Estados Unidos crucificado por la pobreza. Sin embargo, Luther King fue asesinado en abril y no vivió para ver esa ciudad. De cualquier manera, resultó en un campamento de tableros de madera contrachapada que terminaría cubierto por el barro después de una lluvia torrencial que duró varios días. En la mente de quienes todavía la recuerdan, la Ciudad de la Resurrección se convirtió en una triste metáfora de la guerra contra la pobreza de Lyndon Johnson. “La guerra contra la pobreza”, como se dijo, “se acabó. Ganó la pobreza.”

Mientras tanto, buena parte del país se olvidó de esa guerra metafórica con la muy real guerra de Vietnam, en la que la única metáfora que hubo fue la insistencia del comandante de las fuerzas estadounidenses, general William Westmoreland (a finales de 1967), en que “se veía una luz al final del túnel” antes de que aquello acabara en un desastre.

¿Qué hay en el interior de una metáfora?

De ninguna manera fue la iniciada contra la pobreza la primera guerra metafórica de Estados Unidos. En los años treinta del pasado siglo, el director del FBI, Edgard Hoover, lanzó una “guerra contra el crimen”, anticipándose así unos 40 años a la guerra contra las drogas de Richard Nixon, que ha durado otros 40 años sin un final a la vista. Nixon también nos regaló la “guerra contra el cáncer” –que aún continúa– incluso mientras seguía con la verdadera guerra de Vietnam, una extraña contienda estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, metafórica o no, que tuvo un final definido (aunque fuese una derrota).

Tampoco es exclusivo de Estados Unidos el librar “guerras” contra enemigos no humanos. Por ejemplo, el Banco Mundial sostuvo en Kenya una “guerra total” de siete años contra el sida. El proyecto acabó en 2014; para entonces, 1.600.000 personas, o el 6 por ciento de la población, estaban infectadas por el virus HIV. Tal vez el banco fue más inteligente que EEUU; optó por declararse victorioso y volver a casa, lo mismo que había sugerido George Aiken, el famoso gobernador de Vermont, que debíamos hacer en relación con Vietnam.

¿Cuál es el problema, quizás se pregunte el lector, de utilizar una metáfora en una acción colectiva para combatir y vencer algún mal social? Ciertamente, pelear una guerra a menudo requiere un tipo especial de heroica concentración de toda la población, una disposición para la movilización y el sacrificio, un compromiso de la comunidad o el país, y para los uniformados, una lealtad para con los compañeros en armas. Al pueblo, también se le exige que renuncie a sus intereses más nimios en aras de un objetivo mayor. El corresponsal Chris Hedges captó este aspecto de la guerra en el título de su convincente libro War Is a Force That Gives Us Meaning (La guerra es una fuerza que nos da significado). ¿No son acaso útiles esas cualidades para unirnos en la lucha para resolver urgentes problemas que destruyen la visa, como son la enfermedad, la pobreza o las adicciones? ¿No sería estupendo que los seres humanos pudiéramos enfrentar esos horrores con la misma pasión, intensidad y recursos que dedicamos cuando se trata de guerras reales?

Sí y no. Por supuesto, una metáfora es una comparación insinuada en la que dos cosas comparten bastantes cualidades; nombrar a una con el nombre de la otra será esclarecedor. Si, por ejemplo, decimos “Donald Trump es un gran Cheeto”  [aperitivo inflado hecho con harina de maíz; tiene sabor a queso], no estamos sugiriendo que el presidente es realmente un trozo enorme e inflado de comida basura. Estaríamos destacando cómo comparte él con esta exquisitez cierta coloración anaranjada así como una estructura hueca que se desmenuza cuando tratamos de morderla, tal como muchas de las afirmaciones de Trump se deshacen entre las muelas de la verdad.

Las metáforas solo funcionan cuando la similitud entre dos cosas es la suficiente como para que podamos aprender algo de una de ellas comparándola con la otra. Sin embargo, ambas cosas deben ser decididamente diferentes; si no fuera así, en lugar de una metáfora tendríamos una ecuación. Por ejemplo, Trump como Cheeto funciona bien porque es muy improbable que transfiramos a Donald J. Trump las sensaciones y cualidades que asignamos a los Cheetos. Sabemos lo suficiente acerca de la naturaleza de uno y otros que nunca querríamos comer al presidente, por mucho que el aperitivo pueda agradarnos (por su sabor salado y su textura crujiente). Sin embargo, cuando conocemos menos acerca de por lo menos una de las características de la comparación –o menos que lo que creemos conocer–, una metáfora potente puede ser una impostura que hace que creamos que entendemos un fenómeno que en realidad no conecta con nuestra mente (otra metáfora). Una mala metáfora puede afectar a la forma en que actuamos –tanto individual como socialmente– e incluso, en algunos casos nefastos, el que nosotros –u otros– vivamos o muramos.

Y la utilización de la guerra a modo de metáfora –el tratamiento de cualquier mal del ser humano como si fuese un enemigo que puede ser vencido mediante un plan de batalla– funciona exactamente de esa manera. Cuando declaramos la guerra contra un fenómeno como el crimen, las drogas o el terror, inmediatamente militarizamos esos problemas y limitamos gravemente nuestros recursos para entenderlos y ocuparnos de ellos.

El poder de la metáfora

¿Qué pasa, por ejemplo, cuando convertimos el problema de las adicciones de los seres humanos en una guerra contra las drogas? En principio, para librar una guerra es necesario un enemigo, al menos un grupo que, desde la lógica de la guerra, podamos imaginarlo no del todo humano y al mismo tiempo un peligro existencial para nosotros. Es fácil olvidarse de que el fin último de una guerra contra las drogas no es –o al menos, no debería ser– destruir a los consumidores de drogas sino liberarles de la esclavitud de la adicción (mezclando metáforas peligrosamente). Es frecuente que en lugar de eso, no solo las drogas sino los drogadictos sean vistos como el enemigo.

Por otra parte, una consecuencia de la militarización del problema de las drogas es que nuestra supervivencia parece depender de la seguridad de que los enemigos capturados estén detenidos hasta el fin de las hostilidades. Y dado que esas hostilidades dan la impresión de que nunca acabarán, eso significa que es para siempre. En otras palabras, tan pronto como entramos en guerra contra las drogas (y por lo tanto contra quienes las consumen) el impulso de detener el sufrimiento humano provocado por la drogadicción se transforma rápidamente en la necesidad, en términos trumpianos, de “ganar”. Eso, a su vez significa garantizar un sufrimiento mucho mayor mediante la violencia real y la encarcelación indefinida de millones de personas, una parte importante de ellas por infracciones relacionadas con las drogas, o lo que podría considerarse la guantanamización de Estados Unidos.

¿Es capaz realmente una metáfora de hacer todo eso? Ciertamente; es capaz en la medida que limita nuestra visión haciendo que cualquier otro enfoque resulte impensable, inimaginable. En la guerra contra las drogas, como en todas las guerras, es necesario que haya buenos y malos: buenos ciudadanos que deben ser movilizados (al menos, su simpatía) contra quienes no son del todo humanos y consumen drogas. Del mismo modo, cuando declaramos la guerra contra una enfermedad, como el cáncer, corremos el riesgo de limitar la comprensión del proceso de la enfermedad y verla como una invasión o agresión territorial; de esa manera, limitamos los tratamientos imaginables a terapias que exterminen a los invasores con veneno o radiación. En efecto, aceptamos que en el caso del cáncer, como lo fue en la aldea vietnamita de Ben Tre, pueda ser necesario destruir al paciente para poder salvarlo (esto no quiere decir que la quimioterapia y la radiación no salven vidas, que las salva. En cambio, sugiero que una aproximación a la enfermedad de tipo militar puede hacer que los médicos piensen que los pacientes son un campo de batalla y no personas).

Con la declaración de “guerras” contra amenazas al bienestar de los seres humanos hay otro problema: una tendencia a hacer una sola cosa con la amenaza y la víctima de tal amenaza. La guerra contra el sida se convirtió en una campaña para proteger a la “sociedad” de los “portadores del sida”, tal como pasó en 1986 cuando se pidió a los votantes de California que apoyaran la Propuesta 64, que habría posibilitado que se pusiera en cuarentena a cualquier habitante del estado enfermo de sida. La Propuesta 64 fue completamente derrotada, pero para entonces casi el 30 por ciento de los votantes californianos habían sido convencidos de que el enemigo no era el sida sino quienes lo padecían.

Supongamos que debemos pensar acerca de la lucha para encarar la drogadicción no como una guerra metafórica sino como un auténtico problema de salud pública (como parece que está sucediendo en el caso de la crisis con los opioides que hoy en día afecta sobre todo a los estadounidenses blancos). ¿Qué podría cambiar? En primer lugar, podríamos separar en nuestra mente la idea del consumo de droga de lo delictivo. El hecho de no identificar automáticamente la drogadicción con el delito haría posible imaginar la adopción de un programa similar al puesto en marcha en Portugal para la despenalización de la tenencia de drogas. En 2001, ese país dejó de perseguir la posesión de drogas ilegales y puso a disposición de quienes quisieran tratamientos gubernamentales de desintoxicación. A diferencia del resto de Europa, por no hablar de Estados Unidos, los índices de drogadicción en Portugal cayeron en picada a partir de la implementación de la despenalización, y ese país empezó a destinar dinero –que antes era utilizado en el sistema carcelario– a los tratamientos de desintoxicación. No obstante, con los estadounidenses aferrados a la idea de librar una guerra contra las drogas, el ejemplo portugués sigue siendo algo inimaginable aquí. Sería el equivalente moral a la rendición.

Otro problema con la guerra como una metáfora para los males sociales es que las actitudes de combate y de cuidado apelan a cualidades morales muy diferentes. Mientras una y otra apelan a la valentía, la constancia y muchas veces la necesidad de pasar por pruebas muy duras, la opción guerrera también requiere otras cualidades: obediencia, indiferencia ante el sufrimiento –propio o ajeno– y el deber de ver el mundo en blanco y negro. La guerra nos obliga a reconocer solo virtudes en nosotros mismos y solo inhumana maldad en nuestro enemigo. No deberíamos sorprendernos cuando el presidente Trump nos dice que en sus guerras contra el crimen y las drogas, los seres humanos enemigos –integrantes de bandas y, por extensión, inmigrantes en general– no son persona sino “animales”. Y se espera que el resto de nosotros, para ser buenos soldados, practiquemos también la deshumanización del enemigo.

En el siglo XX, cuando Estados Unidos empezó a librar sus metafóricas guerras contra los males de la sociedad, la mayor parte de los estadounidenses entendía la auténtica guerra como algo que tenía un comienzo (que necesitaba de una expresa declaración del Congreso) y un final (la rendición de uno de los contendientes y el consiguiente tratado de paz). Sin embargo, a las guerras en las que se implicó este país en la segunda mitad de ese siglo empezó a faltarles esas claras demarcaciones. Con la excepción de la rotunda derrota de Vietnam, empezando con la guerra de Corea, nuestros conflictos bélicos no han tenido un final. En estos momentos, tenemos una generación de jóvenes que nunca ha vivido un tiempo en el que Estados Unidos no estuviese implicado en alguna guerra, ya fuera en Afganistán, Iraq, Libia, Somalia o Yemen.

En su ensayo de 2001 The War Metaphor in Public Policy: Some Moral Reflections (La metáfora bélica en la política pública: algunas reflexiones morales), el filósofo James Childress sostiene que al igual que las guerras reales, las guerras metafóricas contra algún mal social deberían ser solo guerras. En la tradición de lo que los estudiosos de la ética llaman “teoría de las guerras justas”, las guerras legítimas comienzan por razones justas (principalmente, la defensa ante una agresión concreta), son necesarias y proporcionadas (la acción militar emprendida es proporcional a la agresión sufrida) y tienen una razonable expectativa de éxito.

Más decisivamente, la teoría de la guerra justa supone un inicio y un final. Pero, fundamentalmente, en el siglo XXI, las guerras de Washington se han convertido en interminables o, como al Pentágono le ha dado por decir, “generacionales”. En estos días, el ex director de la CIA Michael Hayden se ha hecho típico al predecir que solo la lucha contra el Daesh durará 30 años. Inquietantemente, las guerras metafóricas de EEUU continúan según la misma pauta.

La principal consecuencia de las metáforas bélicas es distorsionar las acciones legítimas para resolver problemas sociales reales; al mismo tiempo, degradar nuestra comprensión de las guerras de verdad. Entendemos mal las complejidades de un problema –como la pobreza– cuando nos aproximamos a él como si fuese un enemigo que debe ser derrotado. Por otra parte, somos incapaces de valorar los horrores de la guerra real cuando equiparamos la destrucción de países enteros con los intentos de poner fin al sufrimiento de pueblos empobrecidos. Una mala metáfora oscurece al menos tanto como lo que aclara. A diferencia de los intentos de mejorar la vida de las personas gracias a la erradicación de la pobreza o la curación de la enfermedad, la guerra de verdad implica la imposición de la voluntad de un grupo a otro, mediante acciones que producen daño, dolor, destrucción y muerte.

Por supuesto, tal como hemos visto hace poco tiempo con los intentos de los republicanos de abolir el Obamacare, las propuestas políticas también pueden matar, aunque no sean guerras. Es importante mantener esa distinción.

* Rebecca Gordon, colaboradora habitual de TomDispatch, enseña en el departamento de Filosofía de la Universidad de San Francisco. Es autora de American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes. Entre sus anteriores abras está Mainstreaming Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States and Letters from Nicaragua.

Fuente: www.tomdispatch.com – 21-8-17

 

 

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