Guerra comercial – La que pierden los fanáticos

Por Mario Rapoport *

Los dogmas tienen la vigencia de los intereses que los sustentan. Los crédulos ciegos los suben a un altar del que no admiten bajarlos. Estos son los que pagan los precios más caros. En estas aguas navega la idea del Libre mercado.

Los Estados Unidos de Donald Trump están profundizando su política comercial con medidas proteccionistas, comenzando una nueva etapa de mayores restricciones a las importaciones provenientes del resto del mundo, con foco en China, con la elevación de aranceles. La estrategia de defensa de la producción nacional y su mercado interno de la potencia mundial pone en cuestionamiento los postulados teóricos y prácticos del libre cambio.

El proceso de desglobalización que hoy se verifica en el mundo no debe ser visto como algo novedoso. Los Estados Unidos, que contribuyeron a diseñar la economía y el orden internacional desde la segunda mitad del XX, fueron en verdad liberales de la boca para afuera. La llegada de Donald Trump a la presidencia, planteando el eje de su política comercial en medidas defensivas y proteccionistas, que en otros aspectos lucen discriminatorias e incluso amenazantes para la paz del mundo, tampoco sorprenden demasiado. Nos ponen en guardia sobre los elementos teóricos errados de la teoría de las ventajas comparativas, que constituyó la base del comercio internacional en el capitalismo de nuestra época, y demuestra la hipocresía de una práctica comercial que sólo existe en circunstancias que favorecen a las grandes potencias o corporaciones.

Históricamente, sucedió de otro modo, o al menos no como la imagen que se tiene de ese dogma. La que se conoce como campeona del libre cambio, la Gran Bretaña victoriana, abandonó el proteccionismo recién en 1846 con la abolición de las leyes de granos, después de casi un siglo y medio de comenzada la revolución industrial. No obstante, las potencias emergentes, Estados Unidos y Alemania, fueron proteccionistas, desarrollaron sus propias industrias y tecnologías e iniciaron su propia revolución industrial más avanzada que la inglesa con la cual compitieron ventajosamente desde principios del siglo XX.

La teoría económica liberal, tal como había sido expuesta por los economistas clásicos respondió a intereses específicos, el de poder introducir los productos industriales a cambio de materias primas o alimentos. Los últimos acontecimientos económicos y políticos en Estados Unidos y Europa –bien  reflejados, entre otras, por las revistas American Affairs y The New Republic– mostraron a modo de un boomerang sus consecuencias negativas para los países industrializados. Ahora numerosos economistas norteamericanos y europeos revisan en base a la experiencia de la crisis, los fundamentos erróneos de la teoría ricardiana, como parte de lo que Schumpeter calificó el “vicio” de David Ricardo: sostener sus ideas con un método exclusivamente deductivo, sobre la base de supuestos que aceptaba implícitamente, sin cuestionarlos, como premisas de sus explicaciones teóricas, y luego aplicaba a la solución de problemas prácticos.

Ricardo extendió la visión de la división del trabajo y la especialización  productiva en el seno de un país a la existente entre industrias y naciones. Planteó el argumento que dos países podían beneficiarse mucho más en su desarrollo económico del comercio mutuo, aunque uno exportara productos industriales y, el otro, alimentos. Para ello puso el conocido ejemplo de Inglaterra, especializada en una industria textil comparativamente superior, producto entre otras cosas de la amplitud de su mercado interno que estimuló los cambios tecnológicos del sector, mientras que Portugal elaboraba vinos de más calidad y en mayor cantidad favorecidos por circunstancias naturales. Esto implicaba que la producción de ambos países podría crecer con el intercambio de la ropa inglesa y el vino portugués si se dedicaban a una sola cosa: la que les resultaba a cada uno de ellos más económica y ventajosa. Entonces, la solución era la especialización y el intercambio.

Competitividad

Sin embargo, Ricardo, como señala en su Principles, se daba cuenta que dado el menor costo de la mano de obra en Portugal podía ocurrir que éste país produjese ambos bienes de manera más competitiva que la que resultaba de ese intercambio de modo que a los ingleses les conviniera comprar el vino y la ropa producida fuera de sus fronteras, un supuesto que curiosamente dejaba de lado por diversas razones. Entre ellas el temor, bien o mal fundado, de ver desaparecer afuera un capital del cual el propietario no es de hecho dueño absoluto y la repugnancia natural que  tiene todo hombre a dejar su patria y sus amigos para confiarse en un gobierno extranjero debiendo limitar sus viejos hábitos a costumbres y leyes nuevas.

Esos sentimientos decidían a la mayoría de los capitalistas a contentarse con menores tasas de beneficio antes que ir a buscar en los países extranjeros un empleo más lucrativo para sus inversiones. A esto se agregaba su convicción de no poder trasladar cierto tipo de maquinarias complejas, como las británicas, a otras naciones, aunque sea posible en un mismo país. Pero en sus consideraciones no figuraba el problema del empleo y sus efectos sobre la demanda interna en Inglaterra y agregaba, además, que aunque el crecimiento de los capitales y de la producción hiciera subir los salarios y bajar los beneficios eso no significaba que debían abandonar de inmediato el país donde ahora residían.

No eran supuestos neutrales sino excepciones de las que gozaba la industria inglesa con respecto a la producción de países que sólo elaboraban bienes primarios. El intercambio podía tener otros obstáculos, sobre todo monetarios, pero bastaban estos argumentos para justificar la superioridad de los productos industriales británicos. La elección por parte de Ricardo de ese ejemplo ponía también al descubierto no un problema de costos sino de gustos, la atracción que tenían sobre los ingleses los vinos de Portugal, como luego lo serían las carnes argentinas.

Malestar

Siglos más tarde, las circunstancias fueron muy diferentes. Los cambios tecnológicos y la ambición de las grandes corporaciones para obtener mayores rentabilidades abaratando la mano de obra y teniendo mayores facilidades para su accionar desde el punto de vista fiscal allí donde se instalaban o a través de los paraísos fiscales, les hizo llevar plantas enteras al mundo subdesarrollado o en desarrollo, desvirtuando el tipo de intercambio entre materias primas y productos manufacturados que expresaban ese tipo de ventajas comparativas, afectando el empleo y el poder adquisitivo en los países que comandan la economía mundial,  donde esas empresas tienen sus sedes principales.

Esto originó un serio malestar económico y político en sus poblaciones que explican el triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos, el Brexit (o separación por parte de Gran Bretaña de la UE) y la resurgencia de movimientos xenófobos y neofascistas en diversas partes del mundo.

El gobierno norteamericano comenzó ahora una nueva era de proteccionismo –siempre había sido proteccionista para muchos de sus productos y una de las principales víctimas fue y es la Argentina–, con la elevación de aranceles y la proclamación de nuevas guerras comerciales. La potencia del norte experimentó una notable caída del empleo, el consumo y la solvencia de gran parte de sus ciudadanos, quebrados o cada vez más endeudados a fin de mantener sus niveles de vida (aquellos que podían recurrir todavía a los circuitos financieros) como consecuencia de la competencia de productos manufacturados provenientes de la periferia subdesarrollada o de potencias emergentes como China. En los Estados Unidos una parte sustancial del consumo de diversos tipos de bienes industriales se basa en importaciones provenientes de esas regiones.

Diversificación

Se ponen así en cuestión las ventajas de la especialización, que se había transformado  en un eje central del análisis económico. La definición más conocida de los neoclásicos, la de Lionel Robbins: “la economía es una ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines dados y medios escasos que tienen usos alternativos”, deja de tener sentido. Esa definición se apoyaba en la especialización y la teoría de las ventajas comparativas.

En cambio, The Atlas of Economic Complexity, publicado por la Universidad de Harvard, que estudia empíricamente estadísticas de todos los países del mundo, da ejemplos significativos en cuanto a la posibilidad de lanzar nuevos productos o prototipos de ellos, sin seguir el camino de la especialización sino el de la diversificación. Tecnologías que se difunden rápidamente por la informática y las comunicaciones y permiten abreviar tiempo en la creación y producción de este tipo de bienes. Demuestra así que la diversificación y la innovación y no la especialización puede posibilitar un mayor crecimiento de las economías nacionales y su mejor desempeño en el comercio internacional.

El mensaje fundamental del Atlas es contrario al dogma propuesto por el mainstream económico (predominante también en nuestro país) basado en las ventajas comparativas: el éxito vendrá no de la especialización sino de la diversidad productiva basada en nuevos programas de industrialización e innovación. Eso es lo que la Argentina debería hacer, abandonado el rumbo del endeudamiento y las exportaciones primarias, que sólo lleva a nuevas crisis.

* Mario Rapoport – Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires. Especialista en Historia de las Relaciones Económicas y Políticas Internacionales, Integración Regional, Historia Económica, Historia Argentina Contemporánea.

Fuente: www.pagina12.com.ar – 25-3-18

 

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