Por Alicia Dujovne Ortiz *
En el verano de 1947, durante su gira por Europa, Eva Perón llegó a la catedral de Notre Dame vestida de blanco. La majestad con que se adelantó por la nave central y la emoción visible, pero contenida, con que escuchó el Himno Nacional Argentino hicieron que un grueso prelado presente en la ceremonia se extasiara: “E tornata l´Imperatrice Eugenia di Montijo…” Era monseñor Angelo Roncalli, nuncio apostólico en París y futuro Juan XXIII. El padre Hernán Benítez, confesor de Evita, que la acompañaba durante el viaje, me relató la conversación que sostuvieron ella y el nuncio. De qué podía hablar la visitante argentina sino de su obsesión profunda, esa fundación de ayuda social que se proponía organizar a su regreso. Los consejos que recibió como respuesta prueban que monseñor Roncalli la comprendió a fondo. Quizá porque los dos eran de origen humilde y habían conocido idénticas humillaciones. “Si de verdad lo va a hacer -le dijo-, le recomiendo dos cosas: que prescinda por completo de todo papelerío burocrático, y que se consagre sin límites a su tarea”. Dos consejos que Evita siguió, como sabemos, al pie de la letra.
Hernán Benítez también me explicó, a su manera, los motivos a los que Angelo Roncalli -rústico y candoroso hijo de campesinos, que había sido hasta el momento arzobispo de Alejandría y que era considerado por el Vaticano como “el último de los arzobispos”- les debía su nombramiento en París. “Después de la guerra -contó Benítez- el ministro francés de Relaciones Exteriores, Georges Bidault, le presentó al Vaticano una larga lista de religiosos colaboracionistas, solicitando su expulsión. Como el propio papa Pío XII tenía bastante que reprocharse en relación con el tema, el pedido le hizo muy poca gracia. Y su venganza se llamó Roncalli: enviar un arzobispo tan agreste a una ciudad tan refinada como París le parecía señal de desprecio”. Otra lectura posible sería que el Vaticano necesitaba aplacar los ánimos reemplazando a un nuncio implicado con el régimen de Pétain por otro cuya trayectoria había sido exactamente opuesta.
En su libro El 45, Félix Luna cuenta algo más:
«Primero, ella escuchó a Monseñor Roncalli (después el Papa Juan XXIII) cuando le aconsejó: “No se abrume con la papelería de la burocracia, sino conserve la flexibilidad de una organización no burocrática.” Y porque supo ver la envergadura de su alma, agregó, “Dedíquese sin límites”. Final y proféticamente, le dijo, “Y acuérdese que el camino de servicio a los pobres siempre termina en la Cruz”».
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* Alicia Dujovne Ortiz (1940) – periodista y escritora argentina. En 1978 debió exiliarse, radicándose en París, Francia. Recibió una beca de la Fundación John Simon Guggenheim en 1986. Fue galardonada con el Premio Konex 2004. El último libro es Al que se va (Libros del Zorzal).
Originalmente publicado en La Nación – París –30-8-2003