En una entrevista tan extensa como necesaria, el histórico militante Jorge Rulli explica cómo se instaló en la Argentina el modelo venenodependiente. En esta primera parte, el recorrido nos ubica de frente a los responsables de la gran masacre del siglo 21, sin velos ni subjetividad.
Por Romina Rocha
Hoy estamos a 25 años del comienzo del modelo de agronegocios que está vigente en nuestro país y, como ya sabemos, este modelo depende absolutamente de la aplicación de venenos cada vez más fuertes y dañinos para la salud integral de la población. Sin embargo, no hacía falta que pasen tantos años y tantos daños para entender la inviabilidad de este esquema de producción, porque vos fuiste uno de los pocos que, apenas llegada la “novedad”, advertiste sobre sus riesgos y te dedicaste a estudiarlos y evidenciarlos a lo largo del tiempo. Contanos, para entrar mejor en tema, ¿cómo comenzó esta historia de terror en la Argentina venenodependiente?
Bueno, por empezar, con la actividad que desarrollamos dentro del Estado argentino en el año ‘96 desde el INTA, la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, en el SENASA y algunas otras instituciones entre las cuales nos relacionamos generalmente a través de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE), tuvimos alguna actividad que entonces se permitía, que era de consulta de crítica de tipo asamblearia. En este marco, algunos nos dimos cuenta de que se estaba marcando un rumbo. Aunque por algunos años imaginamos poder torcer ese rumbo, volverlo a un lugar que fuera de mayor justicia con las primeras normas de agricultura orgánica, además de la producción de animales a través de una ley que definía lo ecológico, orgánico o biodinámico para tener en cuenta al sector antroposófico, que era fuerte en relación con las minorías que practicaban agricultura ecológica. Pero el problema no fueron las normas, sino las certificaciones, el modo en que se las implementó, punto en el que no estábamos de acuerdo. Esto se puso en marcha por presión de grupos empresariales, que siempre fueron integrados por empleados administrativos de las propias instituciones del Estado.
Éstos, una vez acordada la ley, renunciaron a sus cargos acogiéndose a la jubilación anticipada que había dado el gobierno de Menem, que les permitía aprovechar el espacio privado para cumplir el rol que ellos mismos habían anticipado. Desde la administración, el primer grupo certificador se quedaba con el 10% de la recaudación y estaba integrado por Laura Montenegro, que era una compañera nuestra de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación, tal como se la llamaba entonces. Pero nosotros no estuvimos de acuerdo con esto, buscamos un modo más natural de que se expresara lo ecológico. Pensamos que esto podría darse como ocurría en Brasil, donde había a puestos de ferias y de mercadeo en los que cada productor exponía con un certificado o una declaración jurada el modo en el que producían sus alimentos y si eran ecológicos o no, porque había diversas graduaciones.
¿Y cuáles eran esas graduaciones que permitían esta identificación?
Recuerdo estar en un mercado canadiense con el ingeniero Alfredo Galli, que fue uno de los primeros con los que trabajamos, y descubrimos un puesto que decía “agricultura sin bicho”, por una mala traducción del francés. Galli, que hablaba un poco de francés, interrogó a la dueña del puesto, que explicó que era sobrina del agricultor y que lo que quería decir era que usaron feromonas, o sea, trampa para bichos machos. Ni siquiera decían que no usaban agrotóxicos, lo que daban a entender es que no los necesitaban, porque si tenían trampa para bichos cualquiera que entendiera de agricultura daba por supuesto que ese producto era ecológico. Este tipo de cosas nosotros proponíamos, pero en la Argentina se dio de otra manera y por eso, cuando vimos lo que se estaba implementando, estuvimos en contra.
¿En qué cosas, si es que las hubo, estuvieron de acuerdo ustedes en este tiempo?
Por ejemplo, estábamos de acuerdo con la siembra directa, pero no cuando nos dimos cuenta de que venía acompañada de un enorme paquete de agrotóxicos. La soja transgénica siempre fue un objetivo de los grupos de agricultura ecológica, porque venía acompañada de un paquete enorme de productos que reemplazaban el laboreo de la tierra.
Para el año ‘97 ya nos habíamos dado cuenta de que teníamos que organizarnos, nos teníamos bastante confianza porque nos habíamos conocido y entendimos que teníamos que conformarnos como una organización independiente, que fue el Grupo de Reflexión Rural. En ese año salimos a la calle en una asamblea de la Federación Agraria. Ahí nos dijeron: “los ecologistas se han hecho presentes”; pero éramos ecologistas que hablábamos de los grandes temas de la ruralidad y así nos recibieron, para nuestro aliento, bastante bien.
Al principio contaste que tenían cierto apoyo del sindicato, ¿cómo era esa relación?
En aquellos años estábamos en la CTA junto con ATE de la calle Independencia, ocupábamos algún rol en el plano internacional de la CTA y desde ese lugar tratamos de manifestar el repudio hacia los transgénicos, hacia la biotecnología. Pero nunca lo logramos porque Víctor de Gennaro, quien era el Secretario General de la Central de Trabajadores de la Argentina, se desinteresó del tema. Ni siquiera podía decir transgénicos, no le salía, o la palabra glifosato, eran demasiado oscuras para él. Tenía un desinterés hiriente. A pesar de eso, fuimos al primer Foro de Porto Alegre y el día anterior había llegado José Bové desde Francia con la Vía Campesina, quienes habían arrasado a guadaña un campo de soja. Esto era noticia en todos los diarios de Río Grande Do Sul y me acuerdo de que me encontré en los pasillos a Víctor de Gennaro y a Claudio Lozano, los dirigentes máximos de la CTA en aquel entonces, y les reproché duramente la oportunidad que habían desperdiciado por falta de interés. El grupo de los camponeses, que eran activistas anarco-libertarios de Francia, habían ocupado un territorio que el ejército había comprado para ser un aeropuerto militar. Ellos ocuparon las casas y se hicieron campesinos, oponiéndose al aeropuerto militar, y esto lo proyectó la cumbre de la Vía Campesina con mucho respaldo de los grupos de la India, quienes eran la organización no gubernamental más grande del mundo en aquel momento, además de que tenían una combatividad tremenda. Pero la Argentina veía toda esa militancia ardiente con un dejo de desprecio, que la verdad era muy penoso.
Además de la aplicación de venenos a la tierra y los alimentos, ¿qué otras cosas ya veían ustedes que no debían hacerse en nuestros suelos?
Nosotros proponíamos la siembra directa, pero nunca imaginamos que vendría acompañada de semejantes paquetes de agrotóxicos. También hablábamos del laboreo de la tierra, eso de darla vuelta cada vez que hay que sembrar. Ese tipo de arado era herencia de Inglaterra, porque allá había que sacar raíces de todas partes y por ese motivo es que necesitaban dar vuelta los suelos. Acá nunca tuvimos ese problema, se adoptó ese método por imitación, ya que era innecesario y siempre lo dijimos. Lo que no imaginamos era que nos saldría el tiro por la culata, porque cuando aprobaron la siembra directa vino acompañada de ese combo de venenos muy terrible. La soja, por ejemplo, había sido condicionada genéticamente para incorporar el Roundup, el primer herbicida que se usó a escala mundial, cuyo principio activo es el glifosato; esa fue la primer gran evidencia de que el camino que se estaba transitando era catastrófico.
Ya describiste algunos de los ejes en los que se apoyó la implementación de este modelo en la Argentina, pero ¿hubo otros actores involucrados? ¿Con qué se encontraron después de que, finalmente, se introdujeran los agrotóxicos en nuestro país?
Una de las sorpresas más desagradables que tuvimos fue enterarnos en el 2001 de que en Roma se iba implementar un seminario de vegetales y animales transgénicos, un seminario desde las apostólicas academias del Vaticano a favor de los transgénicos. Allí nos enteramos de la actividad y de la militancia por Monsanto de Monseñor Sánchez Sorondo, al que no conocíamos, pero de quien descubrimos que ya buena parte del movimiento ecologista mundial lo tenía en su mira como el hombre que metió a Monsanto dentro del Vaticano. Él estaba nada menos que a la cabeza de las academias apostólicas. Inmediatamente después de esto, nos pusimos a trabajar con Mario Cafiero, a quien prácticamente habíamos posicionado como diputado nacional. Le pedimos a él que nos ayudara y a través de su hermano, que era embajador ante el Vaticano, le hicimos llegar una cartita con información y, sobre todo, con el pedido de que se nos permitiera participar de aquel seminario. Nosotros íbamos por nuestros propios medios, simplemente queríamos saber que no se nos iba a negar la entrada, ya que entendíamos que debía haber en ese seminario voces disonantes porque se estaba convocando a gente como el autor del arroz dorado, que era también uno de los primeros frutos transgénicos. A este arroz se le había incorporado vitamina B, arguyendo que los niños que comían solamente eso tenían esa deficiencia que les afectaba la vista. Es decir, en lugar de pensar en incorporar vegetales a la comida, tenía la idea de crear una especie de ración de soldado, ya que pretendían que cierta parte de la población mundial comiera solamente arroz.
La idea era “mejorar el arroz”, darle más contenido vitamínico, lo cual nos parecía monstruoso porque contradecía la política de biodiversidad en la alimentación. Ellos inflaban el paradigma del turrón de astronauta. Finalmente, fue a través de Juan Pablo Cafiero que la carta terminó en manos del cardenal Bergoglio, que era el argentino más eminente que nosotros conocíamos, y que por casualidad se encontraba en Roma, no para ese seminario, sino para unos encuentros con el Papa.
Nosotros nos alegramos mucho de que hubiera obispos argentinos para encuentros habituales con el Papa. Pero a pesar de que hicimos llegar todo ese material, la verdad es que nunca recibimos respuesta. Cuando mucho más tarde nos encontramos con el Obispo Lozano, le recordamos que le habíamos informado lo que estaba pasando y que era algo de una violencia extrema, con el deseo de que el Vaticano se comprometiera en la lucha contra esta política de las corporaciones. Le contamos que habíamos pedido participar y ni siquiera se nos respondió, a lo que él nos espetó: “yo no recibí nada”. Se puso en la negativa, a lo que le respondí: “¿Cómo que no, si el embajador argentino dijo que se entregó la carpeta en mano a Bergoglio?”; entonces Lozano dijo: “El responsable de medio ambiente soy yo” en un tono bastante desagradable, como sacándose una culpa de encima, y ahí terminó el diálogo. Es decir, nos hizo saber que Bergoglio no era la persona a cargo del área, cosa que nosotros no sabíamos, y que no le entregó la carta que le hicimos llegar en mano. A partir ese momento, nos fuimos enterando a través de videos y actividades de que el Monseñor Sánchez Sorondo realmente era el gran lobbista dentro del Vaticano de la política de Monsanto. Incluso más tarde, cuando se conocieron los documentos de Wikileaks, apareció que Monsanto realmente había hecho un esfuerzo gigantesco para tener un gran espacio de lobby dentro del Vaticano, buscando el respaldo ético que todo el dinero y el poder que manejaban no le permitía tener por sí mismo.
(Puede leer la segunda parte, acá)
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