El periodismo superficial y la conciencia colectiva adormecida. Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

Los analfabetos del siglo XXI no son aquellos que no saben leer o escribir, ni aquellos que no saben aprender, sino aquellos incapaces de desaprender y reaprender según los nuevos desafíos que se van presentando por delante.
– Alvin Toffler

Nos encontramos sumergidos, en un mundo que inculca y defiende, la existencia de una conciencia colectiva semi-adormecida. Totalmente adaptada a una vida que transcurre administrada dentro de un tiempo de inmediateces y sucesos efímeros. La forma que asume allí la información se denomina “noticia”, cuyo valor radica en ser “primicia” y en tener “exclusividad”, sin otorgarle mayor importancia a su contenido. Ese torbellino, en el cual lo último desplaza a lo anterior que, a su vez, se ve desplazado por otra novedad, que correrá la misma suerte, es lo que se llama “periodismo”. ¿Dónde habrán ido a parar aquellas grandes plumas de otro tiempo. Es probable que hayan sido barridos por ese mismo torbellino. ¡Tal vez, su pecado, haya sido esa extraña pretensión de pensar!

Este mundo tiene una larga historia que la presentaré en varias notas. Lo más importante es saber que la cuna de esta escuela, que se llamó periodismo moderno, está en los Estados Unidos y cuya fecha de inicio puede ubicarse en la primera década del siglo XX. Si nos ponemos un poco exigentes deberíamos preguntar ¿por qué se dio en ese país y no en otro? La respuesta no es menor ni es sencilla. Nos insumirá un desarrollo un poco largo. Veamos, a modo de introducción, la opinión de un importante investigador estadounidense, George Gerbner (1919- 2005) Licenciado y Doctorado en Periodismo por la Universidad de California, Berkeley, fue un estudioso de la Teoría de la Comunicación; se especializó en los efectos que produce la televisión en la sociedad. Escribió:

Los medios comerciales de comunicación están provocando, al menos, tres efectos principales. En primer lugar, tienden a reforzar la despolitización de la gente; los conglomerados de medios “no tienen nada para decir, pero mucho para vender”. En segundo lugar, tienden a desmoralizar a la población convenciéndola de que es vana toda esperanza de cambio y que sólo resta aceptar la realidad tal cual la interpretan. El tercer efecto es la producción de realidades paradójicas. Por un lado, se verifica un mayor y creciente acceso a la recepción de medios y, al mismo tiempo, los medios están cada vez en manos de menos. La influencia que ejercen las corporaciones globales se extiende a todas las esferas de la vida, mientras que se procura que el papel de los estados nacionales sea cada vez más irrelevante. Son los grandes medios los que exaltan la importancia de la libertad de expresión en la vida de la sociedad, especialmente porque son ellos los que poseen los mayores centros de información. La libertad de expresión se ha ido convirtiendo en la libertad comercial para conducirla.

La descripción descarnada no esconde nada de las consecuencias que a que han dado lugar la concentración empresarial de los medios de comunicación.

Chris Hedges (1956), periodista estadounidense, En 2002 formó parte del equipo de periodistas de The New York Times que fueron galardonados con el Premio Pulitzer; fue corresponsal de guerra, especializado en América y Oriente Próximo; escribe todas las semanas varias columnas para importantes publicaciones. Su recorrido en el periodismo lo autoriza a escribir esta definición:

“La prensa es un brazo de la puesta en escena que las corporaciones financian para reemplazar la vida política del país y convertir el debate cívico en un gran reality show”.

Ese show tiene reglas muy claras que no permiten que nadie se aparte del libreto. La investigadora Barbara Ehrenreich (1941) ensayista y activista social estadounidense; Doctorada en biología por la Universidad Rockefeller de Nueva York. Tras su doctorado, decidió convertirse en investigadora científica y comenzó a involucrarse en la política, afirmó: “Existe ese poderoso mito de que los Estados Unidos no tienen clases sociales”. Por esa afirmación fue denunciada como marxista por “El Washington Times”. La persistencia de este mito, avalado por los grandes medios, permite comprender que pueda publicarse un mensaje con este contenido:

«El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros».

Entonces, es necesario investigar cómo se llegó a este estado de cosas, en las que los encubrimientos y las falsedades son moneda corriente en el “Gran País del Norte”. Como consecuencia de ello se logró imponer una ideología encubridora que oculta las verdades inconvenientes para el establishment. Para avanzar en esta investigación nos veremos obligados a retrotraernos a un siglo y medio antes. Allí podremos encontrar algunos de los ocultamientos mejores guardados de la historia de ese país.

El Pensamiento “liberal” de los Padres Fundadores

Para entender a los liberales del país del Norte, y su modo de pensar la política en el siglo XX y XXI, es necesario volver a esa fecha histórica en la se proclamó la primera Constitución “republicana” de Occidente, el 17 de septiembre de 1787. Es necesario enfatizar lo de republicana porque sólo eso fue. El concepto democracia, tal como fue expresado por Abraham Lincoln (1809-1865) casi un siglo después: «Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», generaba entonces profundos temores. Un dato revelador es que la palabra democracia no aparece escrita en ninguna parte del texto constitucional original.

Detengámonos en algunas alternativas y circunstancias que dieron a luz ese texto. Un dato poco conocido nos lo aporta el profesor Roberto Gargarella  (1964), Abogado, Jurista, Sociólogo, escritor y académico argentino, especialista en derechos humanos, derecho constitucional e igualdad y desarrollo. Nos cuenta un dato histórico relevante para nuestra investigación:

Notablemente, cabe recordarlo, la Convención norteamericana se celebró a puertas cerradas, a diferencia de las Convenciones Constitucionales que se llevaron adelante en  Francia, inmediatamente después de la revolución. De allí que los convencionales expresaran con absoluta franqueza (a veces, diría, con asombrosa franqueza) por qué defendían los arreglos institucionales que patrocinaban.

El remarcado anterior de la palabra “republicana” se debe a la necesidad de entender que fue una constitución pensada para contraponerse al Imperio británico, su conquistador, y concebida para  liberarse de él. Pero además, también estaban fuertemente impresionados por el desborde de la “chusma” parisina lo que aclara el sentido respecto de qué es lo que “se quería evitar para el futuro”. ¿Cómo se resolvió esta “dificultad”? Nos responde el profesor:

La propuesta federalista de reorganizar el sistema institucional apareció entonces como imposible de eludir: dado el grave riesgo creado por la existencia de las facciones, y dada la imposibilidad de eliminarlas. La única alternativa disponible era la de organizar las instituciones de modo tal de hacerlas resistentes frente a ellas. Por ello la necesidad de evitar que el sistema de gobierno quedase exclusivamente en manos de alguno de los diferentes grupos en que se dividía la sociedad. Nótese, una vez más, lo despiadado de la expresión “la imposibilidad de eliminarlas”.

Nos encontramos frente a un núcleo de pensamiento conservador que, me atrevería a decir, es casi indigerible para el liberalismo del siglo XIX: homologar democracia y constitución como lo demostró un siglo antes la Revolución gloriosa inglesa (1688) y la tradición comenzada por la Declaración Británica de Derechos (1689). La diferencia la marca el peso de las ideas del ideólogo y filósofo John Locke (1632-1704), padre del liberalismo.

El Doctor en Derecho Constitucional, Profesor de en la Universidad de Barcelona, Gerardo Pisarello, propone una distinción muy útil y esclarecedora:

El constitucionalismo es un instrumento de organización del poder. Pensar que debe estar necesariamente al servicio de la democracia es un error. Ya los antiguos, con Aristóteles a la cabeza, entendieron que la constitución material de una sociedad podía ser democrática o antidemocrática. Esta tensión atraviesa el constitucionalismo moderno. El caso de EEUU, por ejemplo, nació en buena medida como un dispositivo para frenar las presiones democratizadoras generadas por el movimiento independentista. En Europa, el constitucionalismo posterior a la caída del terror, y el liberal después, también procuró proteger la gran propiedad y contener los reclamos de las mayorías populares. Y en esa tradición liberal antidemocrática habría que situar, también, tiempo después, el constitucionalismo impulsado por el Consenso de Washington, en los años 90.

Paul Valadier S., Doctor en Filosofía; Director de Archives de Philosophie y Profesor de Filosofía Moral y Política, autor de numerosos libros; nos propone una reflexión sobre el concepto de democracia dentro de los oleajes políticos de estos tiempos:

¿Estamos ante un nuevo eslogan, una moda transitoria o una provocación sin mayor alcance? O bien como algunos pretenden, hemos entrado en una época sin precedentes: la era de la posverdad. Antes de asustarnos frente a lo que quizá no pase de ser un exceso verbal, pues la provocación es algo necesario para hacerse notar en el mundo mediático, subrayemos que la vida política y social pocas veces acuerda con la verdad. La historia muestra hasta qué punto han sido moneda corriente aproximaciones y connivencias con la verdad: propaganda mendaz y lavado de cerebro. Podríamos llegar a defender la idea de que esos desagradables hechos forman parte de la vida política misma.

Poco más adelante afirma, con palabras que confiesan una cierta desesperanza, pero que, no por ello se alejan de la verdad:

En un primer acercamiento podríamos decir que la negación de la verdad corresponde al rechazo a decir las cosas como son, al intento de mercadeo con lo real o a la invención de todo tipo de noticias, haciendo afirmaciones alejadas de toda verosimilitud. Tal negación, sin embargo, parece estar bajo formas diversas a la orden del día.

No intento adoptar una actitud purista respecto de que siempre es necesario decir la verdad. Por otra parte, cabe preguntar ¿cuál verdad? Debemos evitar el extremo engañoso de que existe una única verdad. Eso nos enfrentaría con la dificultad mayor respecto de quiénes son sus verdaderos portadores. Estaríamos cerca del riesgo del absolutismo de la verdad, incompatible con la democracia. Otro componente del problema es la necesidad de preguntarse si en esta época (si es que alguna vez haya sido posible en otra) las mayorías que se nutren con la información de los medios están en condiciones de recibir esa “verdad”. ¿Cuál verdad?

Sin embargo, esto no debe justificar, en modo alguno, la mentira permanente en sus más variadas formas. Así como a un paciente grave es necesario administrarle modos de la verdad, postergando la más cruda, la información pública debería estar administrada por una pedagogía que fuera preparando la comprensión de los asuntos políticos. En otras palabras: es necesario el ejercicio de debates acerca de qué es la verdad, cuál de sus formas es aceptable. Sin dejar de lado en este debate la necesidad de la existencia de un periodismo alternativo (ya existen muchas expresiones de éste) que eduque a los públicos en estas problemáticas. Partiendo de la aceptación de las variadas formas posibles de la verdad y del ejercicio de la crítica como instrumento imprescindible para la construcción de un ágora para la participación popular.

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