Por Ricardo Vicente López
Toda cultura, cuando entra en un proceso de institucionalización para consolidar su lugar en el mundo, debe exhibir un sólido proyecto político que la sustente. Por proyecto político debe entenderse, en el sentido más abarcador posible, que desborde el estrecho margen que le colocan los partidos políticos surgidos de la Revolución francesa. Es un modelo civilizatorio que le otorga una personalidad propia. Esto no se da en su comienzo, pero empieza a consolidarse con el paso del tiempo, hasta que se manifiesta en toda su dimensión.
Es entonces cuando se puede percibir la antropología que la caracteriza. Es decir, cuál es el modelo humano, el modelo de persona, que la va a diferenciar del resto de las culturas existentes. La cultura romana, en la época de la República, mostraba con orgullo al ciudadano, que heredaba algunos aspectos del hombre de la polis griega. La cultura de la época del Imperio le agregó a esto las virtudes militares.
Los más de diez siglos que separa el nacimiento de la Modernidad, siglo XVI, de ese tiempo comienzan a perfilar un modelo que abreva en una doble fuente: la herencia greco-romana matizada con rasgos de la tradición judeo-cristiana. Colocar esta historia como origen y base de nuestra personalidad social nos abre hacia una reflexión respecto de quiénes somos.
El componente distintivo del proceso de la modernidad, está sostenido por el hombre que habita la ciudad –la urbe o la civitas en latín que da el vocablo ciudad en castellano y de allí ciudadano; o el burgo en la tradición germana del cual deriva el concepto de burgués–. Esto nos permita aclarar el origen de la Modernidad, también denominada cultura burguesa. El hombre burgués se comienza a diferenciar de sus antecesores por su individualismo, la confianza en sí mismo, su capacidad de emprender grandes empresas. Tal vez, con algo de arbitrariedad pero como un ejemplo a la mano, Cristóbal Colón o Hernán Cortés fueron figuras que preanunciaron ese modelo antropológico.
Los siglos siguientes, en Occidente, mostraron ese perfil de personalidad en toda su dimensión. La nueva doctrina individualista, de la competencia y el triunfo de los más aptos, dio el aval necesario para la consolidación de ese modelo. Es decir, como una regla del funcionamiento de los entramados ideológicos, ese tipo de fundamentaciones pasó a funcionar como el sentido común: entendido éste como “las creencias o proposiciones que alimentan una sociedad, una época, cuyo valor no requiere revisión ni fundamentación alguna”. El conjunto de ideas (ideología) incide en el pensar de cada persona en una época determinada. Siempre contiene una dimensión en la que subyace una concepción de hombre. Para nuestro caso: “el hombre individualista, egoísta y competitivo fue el modelo de la burguesía europea, y luego noratlántica, del siglo XVIII en adelante”.
Las ideologías fundantes de un proyecto político-cultural adquieren una consistencia tal, que las convierte en un clima perdurable de época, con fuerte presencia de una justificación de la sociedad de clases. Carlos Marx nos enseñó que “las ideas dominantes de una época son las ideas de la clase dominante”.
Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente ¡Ya no hay quien lo niegue!
Toda la ciencia antropológica posterior ha sostenido la historicidad del hombre, su existencia como un resultado histórico-social. Solo como ejemplos muy conocidos señalaré la máxima de Thomas Hobbes[1] (1588-1697): “El hombre es un lobo para el hombre“. Poco tiempo después, Adam Smith[2] (1723-1790) hablará del egoísmo del hombre al fundamentar la competencia en el mercado como regla que cimenta el funcionamiento del mercado: “No es por la bondad del carnicero, del cervecero o del panadero que podemos contar con la cena de hoy, sino por su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas“. Sobre el final del siglo XIX Sigmund Freud[3] (1856-1939) encontrará en el impulso biológico del hombre un factor importante de sus conductas. En todos ellos, hay una concepción antropológica implícita, es decir, una idea de hombre, con sus matices, que sostiene toda la argumentación de sus propuestas.
Con esta breve introducción, quiero salir al cruce de una antropología explícita de carácter pesimista que, a diferencia de lo mostrado, no oculta sino que la eleva como estandarte de lucha ideológica, aunque el autor no se lo haya propuesto. Me refiero a una publicación del profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, Adán Salgado Andrade, en ARGENPRESS (17-10-14), cuyo título anuncia La materialista, individualista, mezquina y egoísta naturaleza humana, una idea que necesito debatir. No por un problema mío de sensibilidad humana, sino por la aberración que, en mi opinión, contiene contra una parte importante de todo lo que han investigado y publicado los antropólogos, sociólogos y filósofos de la segunda mitad del siglo XX hasta hoy.
La lectura de varias publicaciones de este profesor me llevó a considerarlo una persona sensible ante el dolor de los marginados del capitalismo salvaje. Esta razón me lleva a polemizar, con el mayor respeto, con su tesis. El contenido escéptico que se desprende del título de la nota, respecto del hombre, exige fundamentar de qué hombre se habla. Cuando se nombra el hombre en general, el hombre universal, debo decir que ese hombre no existe. Hay tantos modelos de hombres como culturas existen.
Por lo tanto creo que su mirada se apoya en una descripción superficial, liviana y, al parecer, angustiada del panorama humano de la sociedad globalizada — regida hoy por los valores neoliberales de un capitalismo financiero deshumanizante–, se puede coincidir en que, dese esa mirada tan sesgada, pareciera dejar poco margen para una actitud esperanzada.
También es cierto que la historia de los últimos siglos da material para pensar de ese modo. Ahora bien, si sólo nos preguntamos por la historia de Occidente, y en especial por el curso de los últimos siglos de su trayectoria moderna no queda otra opción que sumergirse en el escepticismo. Dicho de otro modo, restringiendo el concepto de hombre al modelo rubio, alto, de ojos celestes, formulado dogmáticamente en los EEUU, que se expresa en la sigla “WASP” (White, Anglo-Saxon and Protestant, se traduce como «blanco, anglosajón y protestante»).
Pero podríamos preguntarnos si es esa la expresión que sintetiza la historia del Hombre. Además, debe entenderse por tal, al menos, la transcurrida en los últimos cincuenta mil años con la aparición del homo sapiens-sapiens, que representa la expresión más evolucionada en nosotros, hoy, en todos nosotros, no del modelo exclusivo de los ganadores de la globalización financiera.
Debemos pensar un poco más todo esto. Lo invito amigo lector a leer Un poco de historia
[1] Filósofo inglés, cuya obra Leviatán (1651) influyó de manera importante en el desarrollo de la filosofía política occidental. Es el teórico por excelencia del absolutismo político.
[2] Teólogo, moralista y economista escocés, estudió en la Universidad de Glasgow, fue docente en las universidades de Edimburgo y de Glasgow, como profesor de lógica y filosofía moral.
[3] Médico neurólogo austriaco, padre del psicoanálisis y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX.
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