Por Luciano Ronzoni Guzmán*
Byun Chul Han, filósofo coreano criado intelectualmente en Alemania, difusor de Martin Heidegger, entre otras tradiciones existencialistas, es quizá, en este momento y en occidente, uno de los más difundidos opositores ideológicos que tiene el neoliberalismo. Y no es de izquierda; es conservador y uno muy duro. Empero, al no caer en el fariseísmo de ser un fiscalizador de braguetas, sino un orfebre, curador y luthier de una forma de entender la realidad que parecía destinada al olvido, sus martillazos de crítica social contra la organización de la vida posmoderna hacen quebrar hasta el tuétano la perversión del actual estado de cosas.
Nos dice que uno de los mayores logros del sistema hiperconsumista en el que vivimos y que nos atraviesa los poros es que logró un capitalismo capilar que no necesita explotarnos para convertirnos en sus esclavos, sino que “ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”. Cuanto más “autosuperación” y más obligatorio es “ser positivo”, más se nos reduce el alma y apaga lo humano, convirtiéndonos en meros cuerpos biomecánicos reproductores de relaciones sociales triviales y perecederas que agota nuestro tiempo vital, que es muy escaso, para complacer un ego desenfrenado, esto nos transforma en seres-niños que nunca se conforman con nada.
Toda demanda identitaria, en los últimos veinte años, se ha encargado de eliminar el concepto de Comunidad para convertirse en lucha por la individualidad o a lo sumo en la de grupos de interés. Esto convirtió las grandes causas en mini luchas que solo afirman un sujeto egoísta y reproductor de neoliberalismo. Es lógico, la comunidad genera compromiso y valores sólidos; no es líquida, como diría Bauman, la comunidad aleja el egoísmo y sus lealtades flexibles. Por lo tanto, si se afirma en valores la velocidad del intercambio se hace más lenta. Y así como el feminismo en boga de raíz liberal se aleja cada vez más de la defensa de los derechos de la mujer en la vida social para convertirla en un sujeto moldeable y deseante para el mercado, como antinomia ha comenzado a surgir un colectivo que es el “masculinismo”, con una misma raíz neoliberal y que, aparentemente enfrentado a aquel, busca básicamente un mismo objetivo: afirmar la individualidad para convertirla en una mejor mercancía para las góndolas.
Así es como surge el “Movimiento de los hombres de alto valor”. Un espacio, un colectivo, una mini lucha de grupo de interés que intenta tomar elementos conservadores y revolverlos con objeto de convertirlos en un producto listo para la eficiencia mercantil.
Veamos de qué se trata. Como se sabe, las redes sociales han permitido que cualquier posición, por estúpida sea, se multiplique y otorgue el falso estatus de Verdad a una simple opinión. “El delirio con que el mundo actual busca el placer muestra que carece de él”, nos decía el viejo Chesterton, un grande olvidado, pero imprescindible que, como le pasó a Heidegger, algún día saldrá de los anaqueles de las bibliotecas para convertirse en vaso de agua para el sediento de verdad.
Prosigamos. El autopercibido hombre del alto valor busca el goce, una cuasi patología, según el psicoanálisis. Este sobreactúa las manifestaciones de virilidad (uso de armas, cuerpos atléticos, costumbres de “macho”) incluso a veces articulando un discurso que, so pretexto de combatir el “feminismo radical”, termina siendo anti mujer. La búsqueda de goce desde “la masculinidad” es su fuente de deseos, pero claro, las perspectivas en el mercado siempre son estrechas. El goce, que no es más que un disfrute momentáneo, un shot de dopamina, es el alimento del consumo. Acá tenemos otro problema: el neoliberalismo no vive de relajarnos, vive de excitarnos, por lo que la ganancia ya no se obtiene de la producción de bienes y servicios, sino de mercantilizar nuestro tiempo.
Todo el tiempo como productividad ha sido el imperativo categórico de la conciencia anglosajona, verdadero ethos de especulación, tráfico y comercio: “Time is money”. En última instancia, solo la velocidad permite que la bioquímica del sistema neoliberal invada nuestra conciencia y nos desvíe de verdaderas instancias trascendentes. Todo es una pose vendible. El autopercibido hombre de alto valor busca impulsar en la conciencia del varón el perfeccionamiento de este modelo de velocidad e intercambio. Exactamente lo que busca su contraparte feminista: la liberación de toda atadura que limite acercarse a besar los pies del mercado… para nunca llegar al objeto de deseo.
Para estos modelos la deconstrucción es algo necesario, necesitan travestirse cada día para ser un poco más dotados de intranscendencias. A esto se le llama “crearse a sí mismo”. Pero solo en apariencia se intenta recuperar valores ponderables. En el caso del masculinismo el estoicismo, por ejemplo, pero convertido a la necesidad de la maquinaria neoliberal: sumar valor, es decir, ser más codiciado como mercancía. Una cosificación, en definitiva.
A través del andamiaje formativo que promueve este masculinismo, el hombre deja de ser un sometido por “las mujeres”, para ser un Alfa para el cual el rebaño siempre estará dispuesto. Es decir, ganará posicionamiento en el mercado y gozará de sus beneficios. Algo así como un algoritmo que va deconstruyendo y reconstruyendo en la escala de valor. Y el que se atrasa, pierde; el que acelera, gana. Los resultados, lógicamente, son incomprobables e inalcanzables, como en todo Esquema Ponzi cultural.
Como no podía ser de otra manera, ha surgido todo un nicho de mercado. Se aprovecha la legítima disconformidad en la vida de los hombres para convertirla en clientela. Cursos, entrenamientos, capacitaciones, gurúes que están sabiendo aprovechar su momento. Son dealers, transas de la fritura del momento que están haciendo un pingüe negocio, en paralelo también con el crecimiento como hongos de traders e inversores en intangibles como las criptomonedas (siempre sostenidas artificialmente por dinero duro).
Hace años comenzamos a escuchar la palabra “incel”, proveniente de involuntary celibate, “celibato involuntario”, un término norteamericano que se usa peyorativamente contra hombres solitarios, sin pareja, sin vida sexual, con una libido desenfocada y que responsabilizan a las mujeres por su situación de abstinencia genital. No pueden elegir. No entienden la crisis sistémica y mucho menos la mercantilización de los vínculos de la cual nos habla Bauman en Amor líquido.
Son presas del odio y de una maquinaria que les inyecta el veneno del éxito mercantil y financiero como verdadero objetivo de vida. Pues bien, estas son ovejas que los lobos que venden recetas masculinizantes devoran para generar ganancias. El autopercibido hombre de alto valor necesita convencerse de que es capaz de ser lo que no es, de cambiar lo que es por lo que no será jamás.
La crisis es profunda. El varón habita en la incertidumbre y vive disconforme por la misma razón que lo están muchas mujeres. Todos estamos intoxicados y sometidos por una atmósfera que nos obliga a una autoexigencia que agota nuestro tiempo. Autoexplotarnos es el pan nuestro de cada día. La pausa, una desgracia; el silencio, una molestia; la reflexión, una pérdida de tiempo. Y no hay tiempo sino solo hacer crecer nuestra marca individual en el algoritmo de la matriz que nos desintegra como especie.
Pero el tiempo no es nuestro, ya que es la moneda del mercado. El verdadero espacio vital, percibido y real, solo puede ser bueno cuando buscamos algo más trascendente. Y no es siendo una mejor mercancía, sino volviendo a poner en el centro a la Comunidad. A la vida compartida, a los vínculos reales, al tiempo empleado para cultivar los verdaderos intangibles: la amistad, la lucha política, las artes, el silencio, la vitalidad de recuperar el silencio y la reflexión creativa. Esas cosas generan felicidad porque nos permiten perfeccionar nuestros atributos verdaderamente humanos. No tienen precio, pero sí tienen mucho valor. Un verdadero hombre fue Marco Aurelio, figura gigante del estoicismo, quien nos dejó una enseñanza memorable en sus “Meditaciones”: lo que no es bueno para la colmena, no puede ser bueno para la abeja.
La cosificación, consecuencia lógica del feminismo liberal, ahora es aplicable al pobre hombre de alto valor que dedica su vida a la nada, que solo logrará un ritmo rápido y repetido que pronto lo agotará. Históricamente, los valores ponderados del varón fueron la inteligencia, la protección, el heroísmo, la entrega. Pero lo grande se ha convertido en un fantoche, una colección de selfies. Los masculinistas terminan como brutos movidos por el ritmo incesante del mercado. Pero este los abandonará, al igual que a sus metas irrisorias, una vez que haya agotado su tiempo y su dinero, y sin encontrar una gota de satisfacción. Exactamente como les pasa a las mujeres que buscan el tipo de realización que postula el feminismo liberal.
El compromiso debería ser otro: la construcción de un mundo junto a la mujer que no se agote en el comercio y el tráfico de vínculos. Y no en ofrecerle al mercado la barriga y las entrañas expuestas como mamíferos domesticados. Somos mortales, pero somos mucho más que cosas transaccionables. La cuestión sigue siendo filosófica: nadie niega la importancia de una vida materialmente más digna, pero alcanzarla también es un trabajo común, de un proyecto de comunidad que no se agota en la mera agregación de grupos de interés funcionales al intercambio mercantil propio de la apetencia plutocrática y reaccionaria de la posmodernidad liberal.
Cerramos estas reflexiones con estas poéticas definiciones de Heidegger: “Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo; en la medida en que dejan al sol y a la luna seguir su viaje, a las estrellas su ruta, a las estaciones del año su bendición y su injuria; en la medida en que no convierten la noche en día, ni hacen del día una carrera sin reposo”.
* Sociólogo, comunicador social, ensayista
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